Diálogo de Platón, ateniense (427-347/48 a. de C.). En esta obra, que viene a ser la continuación directa del Timeo (v.), Critias mantiene la promesa, hecha en el diálogo precedente, de narrar por extenso lo que su abuelo había oído contar a Solón acerca de las antiguas razas de Atenas y de la Atlántida, las cuales, después de la guerra surgida entre ambas, en la que Atenas salió victoriosa, fueron sumergidas por un cataclismo que había descompuesto el Ática y había sepultado la inmensa isla de la Atlántida. Hace nueve mil años — refiere Critias — las distintas regiones de la tierra se hallaban bajo el dominio directo de las distintas divinidades. En Atenas gobernaban a la vez Atenea y Hefesto, amantes de la filosofía y de las artes, que hicieron florecer una raza de hombres buenos y sabios, a quienes inspiraron el concepto de una ordenada constitución política. De aquellos hombres primitivos no queda más que los nombres, habiendo desaparecido todo recuerdo de sus gestas. Todos los de aquel pueblo, hombres y mujeres, poseían por un igual en común la capacidad de ejercer aquellas virtudes que hoy son propias de un sexo o del otro.
En cuanto a la raza guerrera, ésta habitaba aparte y estaba provista de todo sin que tuviera necesidad de afanarse en las labores del campo, porque entonces la tierra era maravillosamente fértil, y, por lo demás, para su cultivo estaba la clase de los agricultores, amantes de lo bello y dotados de una naturaleza exuberante. Y así iban prosperando, transmitiendo de padres a hijos sus funciones y viviendo en orden admirable sirviendo a los dioses. La isla de la Atlántida se extendía en aquellos remotos tiempos desde más allá de las Columnas de Hércules, y era mayor que Libia y Asia juntas. Las razas que la habitaban procedían de la unión de Poseidón con una mortal, Clito: para defender la colina en que habitaba, el dios resquebrajó la isla, rodeándola de unos círculos alternos de tierra y mar. Para los diez hijos nacidos de su unión, el dios dividió todo el territorio en diez partes, reservando el poder supremo al primogénito, rey de la isla central. Las sucesivas generaciones extendieron el imperio hasta Egipto y Tirrenia: eran riquísimas porque extraían de sus minas metales en abundancia y porque la tierra prodigaba sus frutos, habían establecido puentes de comunicación y abierto canales entre las tierras, y habían erigido a Clito y Poseidón un suntuoso templo, lleno de estatuas de oro.
Durante mucho tiempo cada rey había gobernado su propio estado, conservando la jerarquía establecida por Poseidón: pero cuando fueron degenerando, reyes y pueblos sintieron nefandas ansias de poder. Entonces, Zeus, para castigarles, convocando a los’ dioses… Aquí el texto queda interrumpido. Sobre la autenticidad del diálogo se formularon algunas dudas, fundadas, en primer lugar, en el acoplamiento al Timeo, considerado demasiado natural y exacto para ser verídico, y en el estilo de la descripción, quizá demasiado pesado y vulgar para el gusto platónico, Mas hoy es considerada universalmente como platónica esta sugestiva narración, que habría podido ser el germen de un poema épico, y que quiere ser una tentativa de trasladar sobre la tierra la república ideal socrático platónica, como si, mostrándolo anticipado por la misma realidad en la antiquísima constitución de los atenienses, se quisiera demostrar que no era absurdo el audaz sueño político de la República (v.). [Trad. de Patricio de Azcárate en Obras completas (Madrid, 1872)].
G. Alliney