Correspondencia de Federico II de Prusia

[Correspondance]. Constituye uno de los elementos más importantes de la obra literaria de Federico II (1712-1786). Escrita en su mayor parte en francés, nos hace conocer perfectamente su carácter y su espíritu. Publicada en varias colecciones póstumas, fue reunida en la edición de las Oeuvres de Frédéric le Grand (Berlín, 1850), en la Politische Korrespondenz (1879) y en varias ediciones parciales sucesivas.

La historia del siglo XVIII y de su civi­lización se reflejan en ella bajo las formas más varias. Algunas cartas juveniles a Ca­mas, Jordán, Duhan de Jandun, Suhm, tie­nen más bien un valor psicológico, siendo expresados en ellas sin ninguna reserva sus sentimientos más íntimos, los dolores, los placeres, todo lo que agita su alma, de la manera más natural; las cartas enviadas a Voltaire y D’Alembert tienen un contenido esencialmente literario, filosófico, social, científico, a veces con carácter tenazmente polémico; son las más importantes, las que trató con el mayor cuidado y que hizo co­piar para guardar los autógrafos o las co­pias. Sus cartas familiares a Algarotti, a D’Argens, a la duquesa Luisa de Sajonia- Gotha, a Fouqué y a muchos otros, pre­sentan las cualidades mejores de su cora­zón y de su espíritu; señalan claramente lo mucho que él apreciaba las alegrías de la sociedad y de la amistad; y por fin las cartas a su madre, a sus hermanas y her­manos, ponen de manifiesto su ternura de hijo y de hermano, de la que su corazón rebosaba. De muchas de estas cartas, entre ellas las dirigidas a Voltaire, se perdió el original, de manera que las ediciones re­cientes tienen que depender de las primeras, en las que los editores hicieron correcciones y cambios, no siempre insignificantes. Enor­me, finalmente, es la correspondencia mili­tar, diplomática, política, administrativa, espejo fiel del gran administrador, legisla­dor, capitán y soberano sin escrúpulos.

La correspondencia con Voltaire, iniciada en 1736, terminó sólo en 1778 con la muerte del «hombre divino, restaurador de los de­rechos de la razón, soberano señor de la opinión», siendo interrumpida en el perío­do 1753-1757 por el enturbiamiento de su amistad. Empieza en el período en que el príncipe, heredero del trono de Prusia, pue­de permitirse el lujo de pensar y leer li­bremente y rodearse de literatos y pen­sadores. La abre Federico con una carta a Voltaire del 8 de agosto de 1736, en la que pone de manifiesto su entusiasmo hacia sus obras literarias y confiesa haber experimen­tado frente a ellas que «los privilegios de nacimiento y el humo de la grandeza en que la soberbia nos mece, sirven para poco, mejor dicho, para nada… frente a los ta­lentos del espíritu». Bien pronto el len­guaje de las cartas llegará a ser el de dos amigos: los dos someten a sus recíprocos juicios sus ideas, versos, ensayos y traba­jos varios, desahogando libremente la ex­presión de sus ideas y sentimientos, espe­cialmente en materia literaria, filosófica y religiosa. Esta larga correspondencia, sólo disminuida al subir Federico al trono en 1740 y durante el bienio de la permanencia de Voltaire en Potsdam, termina con una tarjeta del «filósofo coronado» al «héroe librepensador, fundador de la ilustración berlinesa», en tono muy distinto de lo acostumbrado: «Mantuve la paz en mi casa hasta la llegada de usted; y le advierto que si tiene usted afición a la intriga, se equi­vocó de señas…

En el caso de que se decida a vivir como un filósofo, mucho me alegra­rá verle, etc.» Su amistad revivirá desde 1757 a 1778, coincidiendo en la mayor parte con el último período de paz de Prusia y de la vuelta de Federico a obras construc­tivas de paz. La última carta a su amigo de Ferney termina con las palabras: «Pue­de la naturaleza robustecer las fibras del viejo patriarca: yo no me intereso más que por su cuerpo, pues su espíritu es inmor­tal.» La correspondencia de Federico con D’Alembert, iniciada en 1746, aumentó en marzo de 1760 con dos epístolas del sobe­rano de casi trescientos versos alejandri­nos, debido a que fue prohibida la Enci­clopedia (v.) y fueron quemadas en Fran­cia las obras del autor. Su correspondencia siguió ininterrumpidamente durante cuaren­ta años de tenaz amistad (1746-1783), que, si no alcanzó nunca la importancia de la sos­tenida con Voltaire, tampoco conoció las peleas de aquélla. Al conde Francesco Algarotti veneciano (1712-64), que unos veinte años antes, con el Newtonianismo para las damas (v.) había puesto de manifiesto su in­genio despierto y versátil, el príncipe Fede­rico concedió su amistad ya en septiembre de 1739, cuando el veneciano fue a visitarle en compañía de Lord Baltimore. La correspondencia, mantenida durante los via­jes de Algarotti y su permanencia en Dresde y en Italia, donde aquél regresó en 1753, trata de temas de arte y de literatura y de encargos de parte del soberano para que «el dulce cisne de Padua» — como a menudo le llama en sus cartas — le procu­rara obras de arte, artistas, música, noticias. En 1764, cuando murió Algarotti, el rey en­cargó a Guazzesi un mausoleo de mármol para la tumba del amigo, dictando la inscrip­ción: «Hic iacet — Ovidii emulus — et — Neutoni discipulus».

Durante la última cam­paña de la Guerra de los Siete Años, mien­tras la tormenta recrudece y Federico, ven­cido, descorazonado y en una situación de­sesperada piensa por un momento en el suicidio, una intensa correspondencia se es­tablece entre él y su prima, la duquesa de Sajonia-Gotha. A ésta le confía, en el año 1760, además de sus desahogos sobre la si­tuación, sus juicios sobre las obras filosó­ficas del día — por ejemplo, el Ensayo sobre el Cristianismo de Hume, que critica—. A la duquesa confía también haber dado una forma poética a sus sueños metafísicos so­bre el tema: «Dios está de parte de las fuertes escuadras… que de momento son las enemigas.» En vísperas de la paz de Huberussburg, el 10 de febrero de 1763, en­cuentra tiempo y serenidad para leer «el libro que lleva el título de Emile, obra de Rousseau de Ginebra», y expresa un juicio severo: «…nada de original, poca solidez de razonamiento, mucho cinismo de parte del autor, y con ese tono de atrevimiento que fastidia al lector». La prosa epistolar de Federico es la misma de todas sus obras: sencilla, concisa, llena de un profundo sentido común vivificada con relámpagos de intuición, brillante y clara como su pensa­miento, que, aun no siempre original, sí es por regla general equilibrado y sereno. Una gran nobleza moral y un esfuerzo con­tinuo para olvidarse tanto del «filósofo de Sans Souci», como de Federico el Grande, para no ser más que el amigo, y en la ma­yor parte de los casos el discípulo de sus corresponsales, son la impresión más gene­ral que da la lectura de esta Correspondenda, única en su género.

G. Pioli