Christian Wahnschaffe, Jakob Wassermann

Obra del novelista alemán Jakob Wassermann (1873- 1933), escrita entre 1915 y 1918 y publicada en 1919. Es la novela del aprendizaje de la duda, del naufragio de las certidumbres, de la conciencia de la culpa y de la iniciación en el dolor y en el pecado universal. Dos personajes se destacan en primer plano: Crammon, hombre ocioso, rico, atento a to­dos sus caprichos, que va de amante en amante, buscando sólo su placer, que «pre­fiere el asado a la llama» y que detesta «los periódicos, la cultura general y los impuestos». Y Christian Wahnschaffe, vein­te años más joven que el anterior, y como él, muy rico, robusto, amante de los depor­tes, que no gusta de ver miserias ni triste­zas ni tratar a gente que no sea de su mundo. Crammon viene a ser algo así co­mo el mentor y el Mefistófeles de Christian.

En el curso de la obra asistiremos a las sucesivas conmociones que destruirán el equilibrio y la egoísta quietud de Wahns­chaffe, a través de múltiples episodios: un accidente de auto, una domadora a quien devoran sus fieras por separar de ellas sus ojos para mirar en la sala al hombre que la ha abandonado unos días antes, una bai­larina— Eva Sorel — que lee a San Fran­cisco de Asís, el ingeniero Cardillac detenido por malversación de fondos que grita: «¡Pero yo tengo mujer e hijos!…», sir Denis Lay, que, embriagado, decide atravesar el río y se ahoga, una muchacha maltratada por los estudiantes a la que Christian visi­ta en su casa, el obrero despedido por el padre de Christian que ha disparado con­tra su patrón…; acontecimientos todos que trastornarán e inquietarán a Wahnschaffe. Seguidamente, vienen las discusiones entre Crammon y Christian, que fragmentaria­mente nos hacen conocer la evolución espiritual de éste por las cartas que se cruzan entre ambos, como también por las misivas de las mujeres abandonadas y por las in­formaciones del detective encargado por el padre de Christian de vigilar o de buscar a su hijo. Al parecer, el joven Wahnschaffe vive mezclado en el mundo del hampa con su joven amante, trata con criminales, ha­bita en sitios cada vez más miserables y duerme sobre un canapé; el detective jamás ha visto cosa parecida.

Después, siempre con arreglo a la técnica del «sondeo», asis­timos al diálogo entre Christian y el sacerdote que se le envía como último recurso. Los dos hombres no hablan el mismo idio­ma. ¿Por qué no podría Christian gastar su dinero en buenas obras, por ejemplo, en ayudar y salvar a los descarriados? Absur­do. Él quiere conocer personalmente a los que ayuda; la palabra «benefactor» le pa­rece horrible. El sacerdote evoca la pena de sus padres. Christian responde como Lu- tero: «No puedo». A continuación se entre­vista con su madre, a quien no había vuel­to a ver, para solicitar de ella un collar de perlas que su amante codicia desde que lo contempló en una fotografía. Sus ojos sólo ven la «injusticia del mundo». Y en el úl­timo diálogo con su padre: «Querías comprarme con tu dinero… pero yo no soy tu heredero… Nosotros vivimos en la alegría, y la miseria nos rodea por todos sitios… Es necesario que el mundo de los hijos se subleve contra el mundo de los padres, de otra forma nada podrá cambiar». Desmora­lización del padre, que esperaba otra ex­plicación: «¿Vivirás, al menos?» «Es preciso. ¿Qué piensas, pues?» Y el padre: «Yo sólo te tenía a ti y… pero ya me doy cuenta de que hay en ti algo ante lo que es pre­ciso inclinarse».

Después, se sabe que a Christian se le ha visto en Hamm, en una catástrofe minera; en Londres, viviendo en barrios de mala fama; en Nueva York, en el barrio chino. El libro termina con una corta leyenda: la hija del rey, fea y se­cuestrada por su marido, se encuentra súbi­tamente transfigurada y convertida en una deslumbrante belleza por haber sabido evo­car y contemplar «el espíritu de perfección triunfante», que está o puede estar, en cualquier lugar del mundo. Al parecer, este relato, por donde el desorden y la igno­minia circulan libremente, aspiraba a ser algo así como la epopeya de la iluminación y de la gracia. Incluso el nombre de Wahns­chaffe, evoca expresamente la ilusión crea­dora: idealismo y amor. Pero más bien da la impresión de un caos desesperante, don­de todos los valores han naufragado.