Carta a un Rehén, Saint-Exupéry

[Lettre a un otage]. Breve obra en prosa del escritor francés Saint-Exupéry (1900-1944), escrita en Norteamérica en 1942 y publicada en Fran­cia dos años más tarde. Estamos en 1940. Antes de embarcar, Saint-Exupéry lanza una postrera mirada sobre la sombría Eu­ropa entregada a las bombas y a la barbarie, desde Lisboa, último rincón del continen­te donde, al parecer, se ha refugiado lo que aún resta de felicidad. Portugal, único país librado de la general pesadumbre o al me­nos con aspecto de ello, se le aparece, no obstante, más triste que los lugares ame­nazados o en ruinas Se fuman soberbios habanos, se viaja en «Cadillac», pero todo es fantasmagórico, inmotivado, carente de alegría. «En Lisboa, la gente juega a la felicidad a fin de que Dios tenga a bien creerlos felices». Embarca finalmente, y la misma sensación de desastre le asalta a bor­do. ¿Por qué vivimos? ¿Qué es la dicha? ¿Y qué, la soledad? Estos interrogantes que tantos lugares comunes despiertan, los des­plegará Saint-Exupéry respetuosa, amorosa­mente. Con un estilo nada rebuscado, se deleitará ante la sonrisa del hombre, del sencillo y reconfortante signo de compli­cidad mágica, discreta, que le basta a la felicidad; se conmoverá frente a la fecun­da soledad del desierto, donde todo lo que se nombra destaca sobre el fondo fabuloso del silencio. «Hay más vida en el Sahara que en una capital, y la ciudad más rui­dosa es el lugar más vacío cuando los polos esenciales de la vida se desimantan». Himno a las divinidades, a lo invisible, a la au­sencia temblorosa de los seres queridos. Esto es el libro. Su moral, imperceptible­mente lírica, preserva al hombre, le justi­fica y le restituye a la gracia. Frente a la angustia universal, la voz de Saint-Exupéry hace un llamamiento a las verdades más elementales, las más desnudas de ambición, sin caer jamás en la banalidad. Todas sus palabras punzan. El hombre a veces se vuelve tratable y su mano reconciliadora. A éstos que permanecen en medio de la terrible hoguera, es a los que Saint-Exupéry tiende desesperadamente la suya: «Nada hay de común entre el oficio de soldado y el oficio de rehén. Vosotros sois los santos».