Cantos de Castelvecchio, Giovanni Pascoli

[Canti di Caltelveccilio]. Es el cuarto volumen de las obras de Giovanni Pascoli (1855-1912) y si­gue a Myricae (v.), recogiendo el tema virgiliano «arbusta iuvant humilesque myricae». Pero, dado que fue publicado más tarde (1903), en atención a los tonos y a los modos, está más próximo a los Pequeños poemas (v.). San Mauro y su paisaje ahora ya tan sólo viven en el recuerdo y se confun­den con las impresiones de la nueva tierra de elección: Castelvecchio. El estado de áni­mo de este momento se podría definir con los versos de «Mi atardecer»: « ¡Oh cansado dolor, descansa! / La nube más negra del día / fue la que yo veo más rosada / el úl­timo atardecer» [«O stanco dolore, riposa! / La nube del giorno piü nera / fu quella che vedo piü rosa / nell’ultima sera»]. Aca­bado, por lo tanto, el vagabundear de My­ricae, inicia uno nuevo: pero ahora es un viaje alrededor de su jardín, dentro de las verjas y de los términos de su huerto. Más allá, la vida vive tan sólo como un recuer­do, oculta tras un velo de lágrimas y niebla («Nebbia»). El dolor está inmóvil, igual, y reflejándose en sí mismo llega a ser me­ditación, contemplación y objeto de relato. Por esto el libro empieza con la represen­tación de su poesía en la «lámpara que ilumina suave» consoladora, a lo largo del obscuro camino de la vida, de todos los corazones, portadora de verdad y de amor, como se representa también en la bella y fuerte «Canción del olivo». Es un mirar la vida desde más allá de la muerte.

En «Giovannino» se representa a sí mismo que, par­tiendo de un cementerio, el de San Mauro, se encuentra, ya viejo, en el punto de sali­da: su romería ha sido como un continuo morir, y envidia a los demás el refugio de la fe, como en la invocación de «El viático»: « ¡Oh vivo pan del cielo!». «Traedme tam­bién aquel pan, / en vuestro mediodía», dice a la gente de la aldea; morir en la dulzura del mediodía, del sol, así, junto a los re­cuerdos queridos, sin rebelión. Tal la muer­te en el «Mendigo», que se desarrolla a la manera de un pequeño cuento a lo Maeterlinck, un como coloquio entre un men­digo y la Fortuna, que nada le regaló y le preparó la buena muerte, sin añoranzas. Una herida de su vida, casi un pequeño dra­ma, la nota lírica «La voz», con el coloquio entre el joven, que medita el suicidio, y su madre, coloquio que aún continúa, pero con un aire de resignación; y por esto los tonos sordos, modulados con lentitud, de la evo­cación encantada de esta poesía; como la otra, más dramática: «La yegua pía» [«La cavalla storna»] o «Las zampoñas» [«Le ciaramelle»], un encanto infantil que llega a ser ahora un canto fúnebre y disuelve el recuerdo en el llanto sin por qué. La muer­te vuelve en «La tejedora» [«La tessitrice»], evocación del amor lejano, más que con pa­labras, con frases rotas, sollozantes, alusi­vas, casi un coloquio entre dos sombras. El antes luminoso paisaje y la casa florecida de «Romaña», ahora, en «Las ranas» [«Le rane»] y «Mi casa» [«Casa mia»] se trans­forma en una paisaje de muerte. Cada voz es una llamada, con una invitación al otro mundo: «Noche de invierno» [«Notte d’inverno»], «El escalofrío» [«II brivido»], «El oro de noche» [«L’or di notte»], «La hora de Barga» [«L’ora di Barga»].

Sin embargo la vida nace entre el misterio y el silencio de la noche, semejante a una flor que vuel­ve a cerrarse al amanecer: «El jazmín noc­turno» [«II gelspmino notturno»], esplén­dido por la ligereza coral de un encanto noc­turno. En el centro del libro el pequeño poema cósmico «El cepo» [«II ciocco»], con el encanto de las estrellas, que retorna el pensamiento al fin de todo y a las ilusiones del hombre, no distintas de las de las la­boriosas hormigas, abrasadas en la trampa que las quema, o de las ilusiones de los gorrioncitos en «Gorrriones al atardecer» [«Passeri a sera»], que creen amigo al hom­bre, tal como éste cree amigo al cielo. Sin embargo, la vida no cesa por completo: un latido de sueño («El sueño de la Virgen»), un sueño de hermosura («La hora de Bar­ga»), de niñez («Valentín con su traje nue­vo») detiene y vuelve a llamar al poeta, con el Zi Meo del «Cepo» a «la querida vida que se alimenta de pan».

C. Curto

Pascoli es una rara mezcla de esponta­neidad y de artificio; un gran-pequeño poeta, o, si mejor os gusta, un pequeño- gran poeta. (B. Croce)