Entre las obras promovidas o redactadas por el rey castellano Alfonso X el Sabio (1221-1284), las Cantigas de Santa María forman un caso aparte: se trata de un cancionero en lengua gallegoportuguesa que reúne alabanzas líricas a la Virgen María, entre las cuales, al lado de los temas repetidos en la tradición medieval —por ejemplo, los que versifica Gonzalo de Berceo en sus Milagros de Nuestra Señora (v.), los de Gautier de Coincy, etc. — vemos aparecer otros temas más ocasionales, incluso anecdóticos, narrando prodigios de intervención de la Virgen acaecidos al propio rey Alfonso X. Las «Cantigas» son 430, y están compuestas en metros muy variados, pero siempre con estribillos, para cantarlas, pues, en efecto, van acompañadas de notaciones musicales, cuya interpretación apasiona hoy día a los musicólogos: primero el arabista Julián Ribera propuso una lectura melódica de sabor fuertemente oriental, pero posteriormente las investigaciones de Monseñor Higinio Anglés, y otros, han permitido obtener una versión más emparentada con la música medieval europea — disponiéndose ya de una edición parcial de las «Cantigas» en discos—. Los códices primitivos de las «Cantigas» son los de El Escorial, Toledo y Florencia: en ellos las ricas miniaturas, además de ilustrar los hechos narrados por las poesías, dentro de la atmósfera plástica, bastante orientalizada, propia de aquella época española, ofrecen sugerencias sobre los instrumentos que se emplearían para su versión musical.
Se explica que Alfonso X, aun no siendo gallego, utilizara la lengua y las formas poéticas galaicoportuguesas para este cancionero mariano, porque así lo imponía la moda y el prestigio adquiridos por la escuela de los poetas del Noroeste español — no, como se ha creído durante algún tiempo, porque en Castilla faltara totalmente la poesía lírica, existiendo solamente el género épico —. A este propósito, es necesario decir que el reciente descubrimiento de las primitivas «j archas» — las cancioncillas de amigo mozárabes, que seguían cantando los cristianos españoles bajo el dominio moro, como prolongación de una tradición poética de oscura raíz anterior — ha cambiado la perspectiva en que solían presentarse las «Cantigas» de Alfonso el Sabio dentro de la historia de la lírica hispana: no es la continuación en Castilla del género líricomusical, nacido en Galicia, sino una extensión del período galaico de esa lírica peninsular de inmemoriales orígenes. En general, dentro de las «Cantigas» cabe distinguir un grupo más propiamente lírico — cantigas de loor — donde se sigue más de cerca la forma del cantar de amigo —mozárabe y de la escuela galaicoportuguesa — y un grupo de leyendas más bien narrativas. Como ejemplo del primer grupo, podemos citar la maya (Ben vennas, Mayo, et con alegría…) en que la forma popular del cantar primaveral se aplica para la alabanza mariana. En el segundo grupo, es frecuente volver a encontrar narraciones que ya se hallaron en Berceo o en otros autores, pero aquí con la concisión y la intensidad que presta la forma musical. Citaremos algunos de los motivos que han obtenido más celebridad en la historia literaria : la Cantiga IV cuenta «cómo Santa María guardó al hijo del judío, a quien su padre había dejado en el horno, sin que se quemase», presentando al famoso niño judío que entra con sus compañeros de escuela a la iglesia y recibe la comunión de manos de la Virgen, que se le aparece en visión gloriosa.
Cuando su padre lo sabe, le echa a un horno encendido, pero cuando más tarde acuden a buscar sus restos, le encuentran vivo y salvo, contando que la misma Señora que se le apareció en la Iglesia, ha venido a defenderle de las llamas. Entonces el niño y su madre reciben el bautismo, y el padre es lanzado al homo. La Cantiga IX narra cómo la Virgen hizo «que su imagen, que estaba pintada en una tabla, se hiciese de carne y manase aceite»: una devota posadera encarga a un monje peregrino que le traiga de Tierra Santa una imagen de la Virgen. El monje sólo recuerda el encargo cuando, ya de regreso, se lo advierte una voz celestial. Vuelve atrás entonces en busca de la imagen, que en seguida revela virtudes milagrosas: libra de las insidias de unos ladrones y de un león al monje peregrino, que, en vista de eso, decide quedarse con la imagen para ponerla en su propia iglesia. Pero inmediatamente, una fuerte tempestad pone en peligro la nave en que viaja, haciéndola derivar hasta la ciudad donde vivía la posadera devota. Allí, aunque siempre indeciso, el monje acaba por entregar a la mujer la imagen de la Virgen María que, entonces, empieza a manar aceite en chorro abundante. La Cantiga LVI dice «cómo Santa María hizo nacer cinco rosas en la boca de un monje, después de su muerte, por los cinco salmos que decía en honor de las cinco letras de su nombre»: aquí vemos aparecer un elemento formalista, con algo de acróstico, que nos aproxima al clima de la poesía provenzal: («Quen catar’et revolver / estes salmos, echará / “Magníficat” y iazer / et “Ad dominum” y á / et cabo d’el “In conuer / tendo” et “Ad te” está, / et pos “Retribue ser / vo tuo” muit’omil doso»). Es decir, han ido apareciendo las letras M-A-R-I-A, aunque en orden ligeramente alterado, en las iniciales de los salmos que rezaba el monje.
Algo parecido, como juego de palabras, vemos en la Cantiga LX, una cancioncilla de arte menor, alabando a la Virgen María con el juego de palabras de contraponer «Eva» a «Ave» (Ca Eva nos tolleu / o Parays’, e Deus / Ave nos y meteu; / porend’, amigos meus, / entre Ave Eva / gran departiment’á). Más dramatismo ofrece la Cantiga LXIV, donde se cuenta que un noble aragonés dejó encomendada a la Virgen a su joven esposa:ésta fue asediada por un galanteador que le mandó una vieja celestina con unos regalos. La joven esposa, al cabo de muchas insistencias, acepta unos zapatos, pero al ponerse uno de ellos, nota que le aprieta sin podérselo ya quitar, hasta que vuelve su marido. Al regreso de éste, los dos esposos reconocen el milagro y alaban a la Virgen, quedando la mujer libre por fin del zapato. El tono humano de esta Cantiga se acentuará en otras todavía más: la Cantiga XCIV presenta la historia — popularizada en el siglo XIX por Zorrilla en «Margarita la tornera» — de la monja que, seducida por un galán, abandona el convento. Cuando mucho tiempo después, se arrepiente y se acerca al convento de nuevo, encuentra que la Virgen la había sustituido tomando su misma figura, y nadie había notado su ausencia. Y la Cantiga CXXXII narra la leyenda del clérigo de Pisa, consagrado a la Virgen, que abandona su carrera eclesiástica y contrae matrimonio. Pero en la noche de bodas la consumación del matrimonio resulta imposible, y el joven abandona a su esposa para volver a su vocación religiosa. Más incidentales y personales son, por ejemplo, las Cantigas CXLII y CCCLXXXVI que cuentan, respectivamente, «cómo Santa María quiso guardar de la muerte a un hombre del Rey que había entrado por un río en busca de una garza herida», y «cómo Santa María hizo abundar de pescado al rey don Alfonso con mucha gente que había convidado en Sevilla».
Pero más interés ofrece la Cantiga CIII, donde vemos un fraile que, oyendo cantar un pajarillo del huerto, entra en éxtasis, y cuando vuelve en sí, encuentra todos los rostros cambiados en el monasterio: lo que a él le han parecido unos breves minutos han sido en realidad trescientos años: planteamiento, verdaderamente curioso para su época, del problema del tiempo y de la eternidad. Aparte de estas Cantigas con tema legendario, hay también otras con carácter de prólogo e intermedios, como la primera, donde el autor expone su designio y pide fuerzas a la Virgen para su tarea, o la CCCCI, con los ruegos del poeta, que, reconoce, sin embargo, la poquedad de su tarea, pero invoca el perdón de sus pecados. Las Cantigas de Santa María, en conjunto, quedan como uno de los grandes monumentos de la poesía lírica hispánica en el ciclo medieval, si bien su valor singular sea un tanto variable, y haya de ser considerado, para una cabal idea del resultado artístico que se pretendía, dentro de la interpretación musical (por otra parte, siempre más o menos necesaria en la poesía española anterior al Siglo de Oro, con la excepción del «mester de clerecía»).
J. M. Valverde