Se trata de una obra póstuma de don Miguel de Unamuno (1864-1936), publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, en 1953. Del cuidado del texto se ha encargado el Instituto Hispánico de la Columbia University, Nueva York, por mano del profesor Federico de Onís. Se trata de una colección de poesías que don Miguel de Unamuno escribió en un largo período: entre el 26 de febrero de 1928 y el 28 de diciembre de 1936, tres días antes de su muerte repentina. Unamuno escribía día tras día sus poesías en unas cuartillas pequeñas, que luego reunía. Con tachaduras, con enmiendas, incompletas unas., enteras y tersas otras, las poesías se nos ofrecen así como un diario del ilustre profesor salmantino. En ellas existe un orden, cuidadosamente puesto por el autor, lo que autoriza a pensar que tenía visión clara de su alcance y orientación, y que el Cancionero, previsto en la Dedicatoria al Dios desconocido, tenía unidad en la mente de Unamuno. «Escrito está, dice, en la frontera del cielo y de mi patria…». Almacenado sin prisa, sin esa premura del propósito de publicación inminente, el Cancionero es el constante devenir de Unamuno hasta la frontera última de la vida. Su tema fundamental es lo angustioso del tiempo y la vida pasajera: hora a hora se va muriendo. Cada hora puede ser la última. Claro está que, al ser obra de la vejez, y en una personalidad tan recia como la de Unamuno, el Cancionero nos presenta los temas constantemente tocados por su autor en otros sitios, los temas que ya se le habían convertido en torcedor permanente e inevitable de su propio desvivirse: los que hacen que cada una de estas breves cancioncillas encaje perfectamente dentro del complejo acervo de la obra unamunesca: el recuerdo de sus días de infancia en Vasconia, el lento pasar de los días salmantinos, llenos de irrestañable torrente de creación; su preocupación por la historia y la intrahistoria de España, ciudades, campos, hombres, libros de esta aventura española sobre la tierra; los sentimientos sosegados de la vida familiar, la tortura de la lengua, vista siempre con un interés de filólogo, escapándosele muchas veces el dolor de su castellano, que no es auténticamente suyo, etc., etc.
Y todo traspasado por el constante sentido de una religiosidad, de una necesidad inmediata de la vida ultraterrena, y acompañada de una interpretación española de todo su vivir. Fuera de toda duda queda que en tan abundante colección de versos, quizá lejos aún de la lima última para la publicación, versos que son simplemente testigos de una vivencia, de un acaecer momentáneo, hay una gran diversidad de valor. Aquí y allá se podrían espigar en el Cancionero ejemplos altísimos de poesía. Otros, en cambio, son difícilmente valorables. Quizá su interés resida, fundamentalmente, en su valor de testimonio vivo, de fe de vida cotidiana, de hilo que ensambla multitud de hechos y posturas de su autor. Unamuno escribía cuartilla tras cuartilla de este Cancionero casi como una confidencia, pensando en su obra frente a él mismo. Esta circunstancia es la que proporciona al libro póstumo de Unamuno su frescura y su lozanía inmarchitables. «Al respirar mis canciones / en el neto azul del alma / se me ensancha la verdura / de la esperanza inmortal», dice en 1929. Tres días antes de la muerte: el libro nos ofrece hoy su máxima angustia: «vivir encadenado a la desgana, / ¿es acaso vivir?…» «Soñar la muerte, ¿no es matar el sueño?». También la zozobra de la guerra civil queda reflejada en estos versos. En resumen: se trata de un Unamuno más entero y, sin embargo, distinto de los que conocemos. De este libro podrá entresacarse una hermosísima antología del mundo poético de Miguel de Unamuno.
A. Zamora Vicente