[Bible de Vhumanité]. Obra filosófico-histórica de Jules Michelet (1798-1874), publicada en París en 1864. El autor está lleno de admiración hacia su época, en la que la ciencia y la historia dan al hombre el dominio del espacio y del tiempo y le han revelado que la Armonía es la ley soberana del universo. Quiere darle a esta edad feliz su Biblia, en la que cada pueblo ha escrito su versículo, el hilo viviente que une a través de los siglos toda la compleja actividad humana, de la cual las religiones son efectos, no causas. Traza para ello, en una vasta e imaginativa síntesis, la historia de los «pueblos de la luz»: India, Persia, Grecia. La India antigua, matriz del mundo, ignorada durante dos mil años y sólo recientemente descubierta en la grandeza de sus textos desde los Vedas (v.) hasta el Rámayana (v.), que dio a la humanidad la familia en su natural pureza. Persia, con el concepto del perpetuo conflicto entre el bien y el mal, le enseñó su trabajo heroico y su virtud creadora. Grecia, pueblo educador por excelencia, volviendo a crear incesantemente sus mitos más profundos (Demeter, Hermes, Atenea, Apolo, Hércules), se elevó de la concepción del dios natural a la del dios moral y formó al ciudadano, al héroe, al hombre. Pero contra esta trinidad luminosa partieron desde el Mediodía «los pueblos del crepúsculo, de la noche, del claroscuro»: Egipto con la preocupación de la muerte, Siria con los cultos afeminados y orgiásticos de Adonis y Cibeles, y sobre todo Judea.
Los hebreos, esclavos, concibieron a Dios como a su vengador contra los poderosos y con la predicación cristiana opusieron de lleno al ideal estoico y viril de la Justicia que había sido elaborado por el mundo greco-romano, el ideal femenino de la Gracia, ya claramente expresado en su concepción de pueblo elegido. El Cristianismo, que heredaba también de Oriente el concepto del Mediador, alejando cada vez más a Dios de la criatura, ayudaba así al mundo a deshacerse de la libertad y de la justicia, para confiar sólo en la gracia, y lo sumía en el ambiente religioso de la Edad Media. Pero la Revolución ha señalado el fin de aquella oscura edad y el deber del hombre es, de ahora en adelante, el de avanzar con fe por el camino del Derecho y de la Razón, contra el que nada se opone, después del feliz acuerdo de la ciencia con la conciencia. El libro pertenece al último período de la vida del autor, en el que su serena actividad de historiador fue degenerando hacia los excesos de una violenta predicación democrática y anticlerical. Su subjetivismo, su amor por los conceptos abstractos y simbólicos están llevados al extremo, y la pasión parcial se hace intérprete audaz y apresurada de los más graves y complejos fenómenos históricos. Sin embargo, aun entre las exageraciones del visionario, trasluce algo generoso y sincero formulado a través de una gran brillantez de estilo.
E. Ceva Valla