[Balladen]. Algunas fueron publicadas como anónimas por Con- rad Ferdinand Meyer (1825-1898) con el título Veinte baladas de un suizo [Zwanzig Balladen von einem Schweizer]. Corregidas y refundidas en parte, fueron publicadas de nuevo en 1867 y finalmente fueron agregadas, después de un nuevo retoque, a la compilación Romances e imágenes [Roman- zen und Bilder] de 1870, hasta que finalmente, aparecieron en la edición definitiva de las Poesías (v.) de 1882, en que constituyen los últimos cuatro grupos: el sexto, titulado «Dioses» [«Gótter»], formado por baladas de tema clásico, el séptimo, «Audaz y piadosamente» [«Frech und fromm»], por baladas de asunto medieval, el octavo, «Genio» [«Genie»], contiene baladas inspiradas en temas del Renacimiento, y finalmente el noveno, «Hombres» [«Mánner»], dedicado a baladas de asunto ético-religioso de la época de la Reforma (v.). Algunas baladas sueltas fueron también insertadas por el poeta en otros grupos, de manera que en el conjunto de las Poesías, la balada se presenta como una forma dominante, y casi congénita, hacia la cual tiende constantemente su lírica.
Naturaleza aristocrática, muy sensitiva y algo morbosa, instintivamente encerrado en su invencible «pudor del alma», Meyer, para expresarse con entera libertad, necesitaba ocultar sus sentimientos detrás de una imagen objetiva, aparentemente impersonal; y —en las Baladas no menos que’ en los monumentales Cuentos (v.) — pidió de vez en cuando a la historia la «máscara» para «celar y manifestar al mismo tiempo el rostro de su alma». El resultado fueron unas baladas muy lejanas de lo que la balada había sido en su origen, en el tiempo de Goethe, cuando la poesía era entendida como «voz de la naturaleza»: manifestaciones de poesía extremadamente culta, verdaderos «cuadros históricos», en los cuales tanto más intensa es la «indirecta confesión personal» cuanto más plástico relieve presenta el cuadro, encerrado en un ritmo propio. No le fue siempre fácil al poeta conseguir el acuerdo entre la materia extraña y el mandato interno de la inspiración; y a veces la elaboración formal fue larga y lenta, insistida incluso durante decenios. Pero poco a poco, todos los grandes temas de su arte quedaron fundidos dentro de la concentrada tensión de las breves composiciones.
Hay en ellas un exaltado sentido de las fuerzas elementales orgiásticas de la vida, a las que la imaginación de Meyer se complacía en entregarse, tanto más cuanto que en la realidad práctica de la vida, su propia naturaleza se lo impedía. La griega Agave (en «Pentheus») se siente arrastrada a matar a su propio padre cuando éste intenta poner freno a su desenfrenada embriaguez de bacante; «César Borgia» lanza aún su grito de desafío en las lacerantes contorsiones de su última agonía cuando ya «las tinieblas de la muerte surgen negras e informes a su alrededor desde todas las paredes»; y aún, antes de morir, «el Papa Julio II, como Moisés en el Sin ai, rodeado de humo y vapores», en un último espasmo recoge todas sus energías soñando en una última batalla contra el «intruso extranjero», tan sólo así, «con las despedazadas cadenas de Italia en el puño» quiere «entrar en la noche del Hades». En esta atmósfera tumultuosa y tempestuosa Meyer reconocía a las fuerzas que perennemente «renuevan el mundo» («En una noche de tormenta» [«In einer Sturmsnacht»]): «en los momentos en que la intensidad de la tormenta amaina, resuena el canto de paz como venido de una lejana isla de beatitud».
Por lo demás, vierte también en las baladas el íntimo sentido del destino y la severa y calvinista inflexibilidad moral que constituyen, por decirlo así, el «otro aspecto» del alma del poeta: en vano el caballero Hug se apodera de la «Espada de Atila» [«Konig Etzels Schwert»]: la espada, eternamente ávida de sangre, va sin tregua, durante la batalla, segando vidas; pero cuando el brazo del caballero se siente cansado y sus fuerzas exhaustas, ella sola continúa su obra de estrago y traspasa, al fin, el pecho del propio caballero caído del caballo; y traspasado también cae en el «Monte de la Bienaventuranza» [«Der Berg der Seligkeiten»] el piadoso monje que abrazado con ímpetu a la cruz, invoca al Dios de las batallas para que aniquile en su ira a las bárbaras hordas musulmanas, embriagadas por la victoria y las matanzas, profanadoras de los Santos Lugares: «ningún Ángel de flígera espada desciende del Cielo»: —«No es éste el Reino que perteneció a Cristo»—. Sólo mantienen un soberano dominio de sí mismos los que están en armonía con Dios y con las más profundas leyes de la vida, como el emperador Otón en «La púrpura que desciende» [«Der gleitende Purpur»], cuando entre una multitud de mendigos arrodillados ante él, en Nochebuena, descubre a su hermano Enrique que se rebeló y fue vencido y que ahora está allí, desamparado entre los desamparados, tembloroso de frío en los rigores de las nieves invernales nórdicas, lentamente desciñe de los hombros el real manto purpúreo: — «la púrpura desciende, desciende, desciende sobre el rebelde arrepentido… y los cielos resuenan de cantos de gloria y de paz» —; o como el noble hugonote (en «Los pies en el fuego» [«Die Füsse im Feuer»]), quien en una noche oscura de tormenta, hospeda en su castillo al que asesinó a su esposa «metiendo sus pies en el fuego» y en medio de un helado silencio, entre sus dos tiernos hijos enlutados, le da comida y alojamiento y — después de la interminable noche de terror y alucinación pasada por el culpable bajo la pesadilla de su incierta suerte— se presenta por la mañana junto a su cama, aunque en una noche se han vuelto blancos sus cabellos por su sufrimiento interior y por la tensión de su voluntad, no parpadea, tan sólo le invita a partir y le acompaña en silencio más allá de los confines del bosque, hasta la llanura, y tan sólo entonces abre la boca: —«Has asesinado a mi esposa. ¡Y vives!… Mía es la venganza, ha dicho el Señor»—; o bien como el Príncipe Negro que ha vencido al Rey de Francia y va a mandarlo — «rehén de paz» — a su Inglaterra, y como el rey cree apercibir en sus ojos una llama de júbilo y de escarnio, le contesta tristemente sereno: —«¡No, oh rey! Mi corazón no se alegra. Yo soy una fuerza efímera: hoy con armas y coraza, mañana desaparecido… Yo sigo mi destino».
Así es; y los hombres que viven de otra manera son víctimas de una fatal ilusión. La idea del destino y la idea de la inescrutable Providencia Divina se funden, en la mente del poeta, en una fuerza única a la que nadie puede sustraerse; en la balada «La rosa de Newport» [«Die Rose von Newport»] una de las más sugestivas, incluso por la riqueza y delicadeza de acordes con que la melodía verbal anuda y contrapone las dos sucesivas situaciones — el mundo es un «cuento de primavera» para el Príncipe Carlos, cuando bajo los tilos en flor de la Plaza del Mercado, la más hermosa de las jóvenes le ofrece la rosa — símbolo con el cual se adorna el escudo de la ciudad —; pero han pasado pocos años y el Príncipe, elevado al trono de los Estuardos, ha anegado en sangre la flor de su pueblo, y en la ciudad devastada, cuando él vuelve fugitivo, no encuentra más que miseria y desolación: «mañana los tilos narrarán la leyenda del rey de Inglaterra decapitado» —. «En todas partes hay brazos invisibles extendidos detrás de la actuación de los hombres»; y a los hombres una sola libertad les es concedida respecto al destino: tener conciencia de él —como Renato de Anjou cuando sonriendo con íntima indiferencia, «valora como pensador, su suerte» de «perpetuo heredero perpetuamente destronado» («Las reflexiones del rey Renato» [«Die Gedanken des Kónigs Réné»]) y sobre todo, mantener con fe y firmeza el lugar que a cada uno corresponde: — «Una sólida fortaleza es nuestro Dios» — canta Lutero [ «Lutherlied»], y su palabra gruesa y sólida «como el amor y la ira, como la casa y el campo, la sal y el pan» continúa viviendo a través de siglos en el corazón de los hombres, mientras que la gran sombra de Carlos V Emperador, su «despectivo» antagonista, ha desaparecido para siempre detrás de la pesada puerta del monasterio de Yuste (por el estilo son las baladas sobre los demás reformadores: para Huss, [«Hussens Kerker»], y por Zwinglio, [«Der Rappe des Komturs»]).
Y no importa si se cae: bajo los hachazos de los legionarios de César cae, pieza por pieza, como persona viva, el venerado bosque sacro germánico («El santuario» [«Das Heiligtum»]); pero sobre las abatidas y antiquísimas encinas, brilla una luz de ión; mas no es precisamente en este momento que César se nos aparece verdaderamente grande, sino cuando al ver una espada romana sobre un altar de los bárbaros, da orden de no tocarla: —«Cayó de las manos de un combatiente en el ardor de la lucha. Los dioses la han recogido»— («La espada perdida» [«Das Verlorene Schwert»]); e igualmente, por lo que hace referencia a la inextinguible reacción del sentimiento germánico contra el recuerdo de la dominación romana: «El yugo junto al lago Lehman» [«Das Joch am Leman»] y «El caballo fantasma» [«Das Geisterross» ]. Puede parecer que entre este austero mundo ético y el mundo de candente pasión de Borgia o del Papa Julio II existe una contradicción; pero en uno y en otro actúan poderosas fuerzas creadoras; y una cosa es común a los dos, cara sobre todas las cosas al corazón del poeta: que la vida en ellas adquiere caracteres de grandeza. Y otra cosa es común a los dos mundos: que en medio de visiones de poder o de fastuosidad y de esplendor, continuamente y por todas partes asoman imágenes de dolor, imágenes de muerte. El fondo sensitivo y morboso del espíritu de Meyer era tal que más de una vez sólo la firmeza de su voluntad moral le permitió resistir a la atracción que sobre él ejercía la idea del suicidio — y realmente por un destino atávico, cuarenta años después de su muerte, su única hija Camila buscó la paz en las quietas y heladas aguas del lago —. Y también en el «libertado mundo de la poesía» el sufrimiento es, para Meyer, purificación, redención, y la muerte es la paz.
Como Atalanta Baglioni cuando de rodillas, levanta la rubia cabecita del hijo adolescente, muerto con el costado atravesado, durante la terrible matanza de la familia [«Die Seitenwunde» ] — Meyer también adora la «Santa herida en el Costado», y en su poesía a menudo se mezclan acentos casi pietistas, como en la balada del joven y rubio peregrino, el cual, llegado frente a Damasco, junto a la fuente y bebiendo en la jarra de la bella sarracena, se enamora de ella y la sigue a la ciudad a pesar de que el seguirla signifique peligro de muerte; pasa toda la noche a la puerta de su casa y cuando a la mañana siguiente ella le invita a alejarse o «a renegar de Cristo», mueve la cabeza en silencio y se queda, y en aquel mismo umbral es asesinado por los infieles; pero la bella sarracena que oye en la noche el estertor del moribundo siente su corazón profundamente emocionado y obedeciendo a una invitación de Cristo que se le ha aparecido en sueños, desciende, se arroja sobre las piedras ensangrentadas, las besa bañada en llanto en un espasmo de amor y muere, «¡no ya sarracena, sino cristiana!» («El peregrino y la sarracena» [«Der Pilger und die Sarazenin» ]). Así la rubia Margarita, la amiga de Fray Dolcino, la que compartió con él los breves días de triunfo y le siguió en el destierro y en su errante vida de fugitivo, y le sigue también en la muerte («La hereje» [«Die Ketzerin»]). Igualmente la jovencita boloñesa que, cuando niña, en piadoso impulso apretaba su frente contra la reja de la cárcel para poder divisar en la oscuridad de la celda el rostro del «Rey Enzo con bucles de oro» hasta tal punto, que los hierros de la reja le dejaron «impresa en la frente una roja cruz» — y poco a poco sintió cómo se transformaba la piedad en amor; desapareció con el tiempo, la cruz de su frente, pero se adentró en su corazón; «desde aquel día no vivió más que para amar al Rey Enzo y para amar su cautiverio» («La frente marcada» [«Die gezeichnete Stirne»]). No obstante, en la fantasía del poeta, es la muerte más que el sufrimiento la gran hechicera.
Es en la hora de la muerte que Meyer se complace en recoger la imagen de Federico II, en Ferentino de Apulia, cuando el emperador, con la mano de Manfredo entre las suyas, sueña su último sueño: ser transportado una vez más por sus sarracenos en una litera junto al mar, navegar una vez más con las velas extendidas en un último viaje, entrar de nuevo al amanecer en la bahía de Palermo, resplandeciente a la luz del sol que se levanta, ser colocado al descubierto, en su litera, en la explanada del monte donde surge Monreale, y extinguirse así, entre el azul del cielo y el azul del mar («Federico II Emperador» [«Kaiser Friedrich der Zweite»]) (un tema análogo tiene «Fin del emperador Segismundo» [«Kaiser Segismunds Ende»]). También la diosa Roma se aparece a Meyer en este atardecer: cuando entre oleadas de azagayas bárbaras y nubes de polvo, avanza por la Vía Apia el último Severo y de pronto, ante la ignorante muchedumbre reunida en los juegos de los gladiadores en la alta balaustrada del Circo Máximo, la diosa aparece, alta y majestuosa, como petrificada por el dolor, y lanza en este atardecer, la noticia de la desventura: — «Afortunado el gladiador que muere», porque «¡nadie le podrá causar daño!»—, no verá los días de vergüenza y exterminio que se ciernen sobre ella, la diosa «que no puede morir», «enferma de inmortalidad» («El discurso maravilloso» [«Die wunderbare Rede»]). El poeta siente a su alrededor a los muertos, «todos los muertos» y en el silencio de la noche oye cómo se levantan sus voces cantando su perenne presencia que actúa invisible en nuestra vida perecedera de criaturas. («El coro de los muertos» [«Der Chor der Toten»]). — «Media vita in morte sumus»: cada vida que nace lleva ya consigo sus gérmenes de muerte: incluso para la pequeña Claudia, rosada en su cuna, a la cual la Parca hilando y cantando anuncia de antemano — pero la pequeña Claudia duerme y no la oye — su trágico destino («El canto de la Parca» [«Der Gesang der Parze»]); también para la dulce y delicada Galasvinta, a la cual, en la misma noche de bodas, la amante de su real esposo lleva la lámpara a la cámara nupcial — pero la lámpara se apaga y ella siente los brazos de su madre tendidos desde lejos hacia ella en pesada angustia de presentimientos oscuros («Galasvinta» [«Ga- laswinthe»]).
Como en el resto de las obras de Meyer, así también en estas baladas, el peso moralizador que descansa sobre la fantasía es tal, que constituye una amenaza de asfixia para la inspiración. Lo que asegura a la poesía su libertad de movimiento y su capacidad de elevarse es que bajo cualquier tema actúa en sus fundamentos un imperativo, que es para Meyer supremo: el placer de la creación. Cualquiera que sea el tema al que se adhieran, en un momento dado, su pensamiento y su sensibilidad, la vida es vista por Meyer «como obra de arte» — debido también a la gran influencia que las artes plásticas tuvieron en la formación de su espíritu. En las «Serenatas de Pergolese», por ejemplo, [«Pergoleses Stándchen»], el aire musical dieciochesco en cuyos ritmos se mece la melodía verbal es, por decirlo así, el «primer motor» de la poesía, puesto que crea una atmósfera dentro de la cual desaparecen los peligros del sentimentalismo, implícitos en el tema de Pergolese que toca el órgano para el sepelio de la mujer amada. Así, en «Mourir ou parven-ir» el tono caballeresco galante es tan esencial, en la poesía, que consigue introducir incluso en poesías a manera de madrigal un motivo de «amor y de muerte», dando al conjunto de la composición un aire de suave gracia e ingravidez; y en la «Cítara enmudecida» [«Die verstummte Laute»], una cadenciosa y amable música de romanza antigua ocasiona el desarrollo de otro motivo de amor y muerte de tal manera que la poesía acaba encontrando su lógica conclusión en una última y galante inclinación de Chasterlard ante María Estuardo (v.), en el preciso momento en que ésta le condena a muerte: «¡qué bella es, aun cuando mata!»—. Es tan poco lo que la materia estorba el vuelo de la imaginación que, a veces, la dinámica interna de la balada puede consistir tan sólo en una pura fantasía de caprichosa elegancia o pasatiempo, como cuando «Thibaut de Champagne», a su regreso de la Cruzada, lleva a la esposa que le espera no ya alfombras, ni oro ni piedras preciosas —, sino, abrazadas, todas las rosas de Oriente; o como cuando el señor de Trémouiller, «el ídolo de las mujeres» («Los Suizos del señor de Trémouiller» [«Die Schweizer des Herrn von Trémouiller»]), asciende por la montaña con sus suizos jadeantes y afanosos, arrastrando los pesados cañones, y al llegar a la cumbre, sucio y sudoroso, saca del bolsillo un espejo: «¡ Demonio!… Parezco un Ludovico el Moro» —.
Así el maduro «Don Fabrique», después de haber dado una serenata a su bella Pepita, se inclina para besar la punta del blanco piececito que le tiende a través de la puerta entreabierta, pero Amor, el incierto Dios, lanza el dardo y — en vez del corazón — «le atraviesa la espalda con un lumbago»: — a pasos pequeños y delicados, con el blanco piececito que hace de guía, don Fabrique avanza en la eternidad. Incluso en una visión épica como la de los «Conquistadores» — donde en segundo término se entrevé el rostro severo de Colón—, la imaginación se complace en sacar un desarrollo caprichosamente popular, colocando en el centro la figura de un pinche de cocina que, con los ojos picarescamente entornados, hace guiños y, brincando ora sobre el pie derecho, ora sobre el izquierdo, se adelanta hacia los marineros que inquietos riñen, y anuncia que «su grillo» — el grillo que ha traído consigo de España— ha vuelto a cantar: — «¡la tierra está cerca!»—. Pero es, naturalmente, en las baladas, en que la humanidad de Meyer se siente más seriamente comprometida, donde este peculiar modo de componer alcanza su máximo nivel. Por mucho que él se sienta compenetrado emotivamente con el caso expuesto, la adoración de la belleza incluso en su forma externa — constituye el último substrato lírico que da vida a sus baladas.
Incluso donde la poesía alcanza un máximum de exaltación interna o un máximum de violencia externa — como en «Borgia» o en la «Espada de Atila» —, la balada conserva siempre sus límites de mesura, equilibrio e interna armonía. «¡No olvidéis la cripta!» — exclama el arquitecto de la catedral a sus discípulos, puesto que el fundamento de toda creación es el dolor («La cripta» [«Die Krypte»]), pero al mismo tiempo el dolor queda superado en el arte, en una esfera de serena calma contemplativa. La realidad es como es, con el impulso de sus pasiones, con el encarnizamiento de sus individuales deseos de poder, con sus errores y sus dolores: pero, por encima de todo esto, el arte se levanta con el mundo sereno de sus visiones — del mismo modo que en tiempos remotos, entre las lagunas, sobre palafitos se levantó, rodeada de aguas desiertas, la «ciudad milagrosa»: Venecia («El primer día de Venecia» [«Venedigs erster Tag»]). La belleza no perece en los ojos del que la ha contemplado (así en «El ojo del ciego» [«Das Auge des Blinden»] y en «El escudero de Conradino» [«Konradine Frappe»]). Por esto la atmósfera interior en la cual el artista modela su obra es eternamente imperturbada e imperturbable. Con una mano Camoes combate por tierra y por mar en su lucha por la vida, pero con la otra levanta al sol sus Lusíadas (v.), por encima de los abismos y de la muerte — «hasta que éstos sean lo que son» [«Camoens»] —; y en vano se ensañan los detractores envidiosos contra Milton: con sus versos los pone en la picota para toda la eternidad.(«La venganza de Milton» [«Miltons Rache»]) y continúa con motivo análogo «La Catedral», [«Das Münster»]. Pero la imagen más alta y poderosa de esta fuerza liberadora y serenadora del arte es, para Meyer, Miguel Ángel.
Como un grito desgarrador sale de su pecho la invocación al Señor: — «¡Señor! Yo soy tu piedra. ¡Golpéame con tu cincel! ¡Escúlpeme libre y puro, a tu imagen y semejanza!» — («En la Capilla Sixtina» [«In der Sixtina»]): pero, cuando modela la estatua de Juliano de Médicis, que murió asesinado, está tristemente sereno y no necesita documentación alguna para reconstruir las facciones de su rostro: «Lo he visto: estaba sentado y meditaba. Conozco su alma. Me basta.» [«II pensieroso» ]. He aquí: Miguel Ángel contempla sus esculturas : «el esclavo tiene entreabierta la boca pero no profiere grito alguno; Moisés estrecha en su puño su larga barba, pero no se levanta; María tiene en su regazo la cabeza del Hijo descendido de la Cruz y llora, pero ninguna lágrima brota de entre sus párpados»: y Miguel Ángel habla: «Sólo el gesto del dolor representáis, Vosotras criaturas mías, sin dolor. Así el espíritu libertado contempla el superado tormento de la vida. Lo que atormenta el pecho del hombre vivo se convierte en beatitud en la piedra. Dais eternidad al momento, y si morís, morís sin muerte». Así es o aspira a ser, casi siempre, el arte de Meyer el cual, a pesar de no discurrir por tan supremas alturas, tiene en Miguel Ángel su mito.
G. Gabetti