De Conrad Ferdinand Meyer (1825-1898), última entre las grandes «novelas del Renacimiento» escritas por el poeta suizo; fue publicada en 1891 en la «Deutsche Rundschau». El asunto, que el poeta refundió libremente, le fue especialmente sugerido por una monografía de Ferdinand Gregorovius, Lucrezia Borgia, pero muchos detalles están buscados directamente en las fuentes de la historia y, genéricamente, en la literatura italiana de la época. Con la figura de Lucrecia el autor pone en contraste la de su prima Ángela que la ha seguido a Ferrara como señorita de compañía, tan pura y tierna cuanto Lucrecia es árida, perversa, indiferente al amor devoto de su marido, a la pasión de Hércules Strozzi que por ella sacrifica la vida, y aun licenciosa, pero sobre todo ambiciosa, despreocupada, demoníaca, auténtica mujer del Renacimiento. El asunto se desarrolla en la corte de Ferrara — donde, entre los protagonistas, se mueven Bembo, Ariosto, su amante Bárbara, Torelli, César Borgia, los dos papas Alejandro VI y Julio II— en tiempos de las bodas de Lucrecia con el duque Alfonso de Este.
El cardenal Hipólito se enamora de Ángela y furiosamente celoso, hace cegar a su hermano menor, Julio, cuyos hermosos ojos alabó un día Ángela. La debilidad del duque deja impune el horrible crimen y Julio, furioso de odio, participa en una conjuración contra él; descubierto, es condenado a cárcel perpetua. Ángela, atormentada por el remordimiento de haber sido la causa involuntaria de tantas desgracias, consigue penetrar en la cárcel de Julio; el amor, ya latente, estalla pronto entre ambos jóvenes que secretamente se casan. Cuando las bodas de Julio y Ángela son descubiertas, el Cardenal, presa del remordimiento y a punto de morir, implora al duque el perdón por el joven. La novela cierra la actividad poética de Meyer y lleva las señales de la condición de espíritu del poeta, oprimido — más que por el peso de los años — por una grave crisis nerviosa de la que nunca más se levantó por completo, por lo menos en relación a su actividad creadora. Ello explica algunos desequilibrios de la composición — dominada al principio por la figura de Ángela y luego, en cambio, por la de Lucrecia — y algunas obstrucciones y pesadeces en la narración como si, en algunos momentos, el asunto huyese de las manos del poeta —hecho singular en un artista de tan soberano dominio de la forma. Pero por otra parte, precisamente debido a estos «abandonos de la sensibilidad» que destrozan la euritmia de la composición, la obra adquiere en ciertos pasajes una intimidad de abandono, delicadeza y suavidad de tonos que el arte de Meyer — siempre tan «contenido» y dominado — no había conocido anteriormente.
En la introspección de ciertos fondos oscuros del alma humana donde la voluptuosidad y el sufrimiento, el amor y la muerte se conjugan unidos, hay ya como un presentimiento de la moderna poesía neorromántica. Meyer había sido siempre el pintor de la magnificencia de la vida sobre el fondo de un inmanente sentimiento de la muerte. También bajo este aspecto: Ángela Borgia, con sus fatigas y sus refinamientos y profundizaciones, parece verdaderamente su «canto de cisne».
M. A. Zaghetti