Egil

Protagonista de la Saga de Egil (v.) y el más importante de los escaldos islandeses, nacido en el año 900 y muerto hacia el 982, Egil se nos presenta como un personaje histórico de tipo insólito en quien se reúnen el temperamento del vikingo, o sea el pirata nórdico belicoso, valiente y ávido de riquezas, y una innata pasión y fervoroso culto por el noble y arduo arte de la poesía.

Podría erigírsele en prototipo de aquella edad heroica, netamente pagana, que constituyó la necesaria fase de transición hacia una organización más democrá­tica mitigada por el Cristianismo, si no fuera que, por el hecho de que su biografía es posterior a él de dos siglos y probable­mente fue redactada por un lejano des­cendiente suyo, cabe dudar que haya en ella una idealización más o menos cons­ciente.

Desde luego, es evidente que en más de un pasaje la realidad histórica ha sido enriquecida con elementos legendarios y míticos, no tanto para deformarla como por embellecerla y en cierto modo com­pletarla; para darse cuenta de ello basta fijarse en dos episodios, situados exacta­mente al principio y al final del relato: la estrofa improvisada por el futuro héroe cuando sólo tenía tres años, y las enormes dimensiones y la resistencia que su cráneo, fortuitamente desenterrado ciento cincuenta años después de su muerte, ofrece a los golpes del azadón.

En cambio se adapta per­fectamente al concepto tradicional de las virtudes del arte de los escaldos la curación de una muchacha mediante el rezo de ora­ciones mágicas (cap. 72): que la palabra y el verso, de origen divino, poseen poderes misteriosos, es una creencia común a todos los pueblos primitivos. Pero, aparte estos rasgos singulares, todo el resto parece normal, si se tiene en cuenta el particular ambiente social de la época: desde los cua­tro viajes emprendidos por Egil como vi­kingo hasta su establecimiento en Islandia como acomodado colono; desde sus proezas de guerra hasta las circunstancias que ori­ginaron sus célebres y refinados poemas, sus vehementes «estrofas sueltas».

Por ello es posible reconstruir la personalidad de Egil en todo su apasionamiento volitivo, que por otra parte, no excluye los contras­tes: Egil es un egocéntrico, que todo lo re­fiere a su yo; capaz de impulsos generosos y desinteresados, su venganza no tiene lí­mites cuando se considera víctima de una injusticia, y en el furor del combate es hombre capaz de morder a su adversario. Fácilmente se burla del débil; orgulloso de su valor y de su fuerza física, no lo está menos de su poesía: si bien reconoce, por pura bondad, lo mucho que debe a la pro­tección del dios Odin (v.), no por ello deja de considerarse el primero entre los escaldos.

Es capaz de agradecimiento y de mantener largo tiempo una amistad; ama a sus hijos de un modo desigual, según irrefrenables preferencias, y cuando los dio­ses le castigan haciendo que su hijo pre­dilecto muera ahogado a los 17 años, su dolor tiene la misma intensidad que en otro tiempo tuvo su sangriento goce en los combates. Egil, que tiene entonces unos 60 años, se encierra en un sombrío silen­cio y se niega a comer y beber, deseoso de morir a su vez; sólo su hija Thorgerd, con afectuosa insistencia logra que vuelva a cantar.

Al convertir su dolor en tema poé­tico, Egil lo vence y vuelve a encontrar los poderosos vínculos que le atan todavía a la existencia terrena. Pero luego viene la lenta decadencia senil, expuesta a las bur­las de las mujeres de su hacienda, que le ven andar con paso incierto; pero a sus ochenta años el vikingo resurge súbitamen­te, afanoso de oír al menos, ya que su ce­guera le impide ver, un combate entre hom­bres y con su rasgo de enterrar en un lugar oculto su rico tesoro de monedas y al­hajas.

Los dos siervos que le ayudaron en este secreto trabajo no regresan: ¿habrá sido capaz de darles muerte? Su crepúscu­lo llega con el otoño, la estación que se lleva a los viejos y a los cansados; des­pués de su muerte, el deshielo descubre en el fondo de un barranco unas monedas in­glesas. Pero al cabo de diez siglos, todavía hoy sus estrofas atestiguan la viril poten­cia de su canto; desaparecido él y con él sus numerosos adversarios, parientes y amigos, nos quedan los rudos sones y rit­mos de aquella lengua joven y antigua a la vez, permitiéndonos reconstruir la per­durable imagen de uno de los más vigoro­sos poetas de la Edad Media europea.

G. Prampolini