Protagonistas de la novela así titulada (v.) de Gustave Flaubert (1821-1880), significaron durante largo tiempo para los parisienses algo más que personajes de una novela frustrada: fueron las figuras crudamente precisas de un tipo humano que Francia conoció mejor que otros países, la personificación de un mito alimentado por las teorías del progreso y que dio al rostro del siglo XIX aquella particular sonrisa, infantil y amable, que sólo el pesimismo de un Flaubert podía hundir tan tranquilamente en el sarcasmo.
Fourier y Saint-Simon habían sido los primeros apóstoles de la fe que hizo perder el juicio a los dos pálidos escribientes parisienses; y si bien su aventura tiene la significación de una parodia del siglo, su candor inalterable salva en las regiones del sentimiento a la humanidad comprometida por las paradojas de una idea constreñida a morderse el rabo.
La ciencia, el progreso, la libertad, la igualdad social, la confraternidad de todos los pueblos, la emancipación de la mujer, la rehabilitación de los extraviados: todos los temas del siglo idealista muestran su seducción a esos dos cándidos, en quienes asoma apenas la sospecha de la «imposibilidad de la paz, de la anarquía final del género humano, de la barbarie por exceso de individualismo y del delirio de la ciencia»; y aunque la historia de sus experiencias, ninguna de las cuales se ve coronada por el éxito, tenga la ingenua inverosimilitud de una fábula; aunque en ella, como en un cuento, los dos pobres hombres no sientan la fatiga, ni el ridículo, ni la decepción, ni la infinita soledad que les rodea, pequeñísimos Quijotes de una aventura que es, al cabo, la de toda existencia, tampoco vendrá a golpearles ninguna varita mágica para que todo acabe bien como en las verdaderas fábulas, ni se descubrirá ningún tesoro oculto, ni aparecerá hada alguna para consolarles : «tout leur est craqué dans la main» [«todo se les ha quebrado en las manos»].
Su historia, como las de Emma Bovary (v.) y Federico Moreau (v.), no es otra que la de una existencia fracasada; pero, más grises y aún más míseros que sus hermanos, Bouvard y Pécuchet son tan incapaces de victorias como de derrotas; y así, en las lágrimas con que se extingue la última luz de su ilusión puede reaparecer la sonrisa que siempre se negará a la Bo- vary y al sensible Frédéric: la vida guarda aún una certeza, un refugio para los corazones sencillos, que son para ellos una invitación a la mediocridad: «construcción de un escritorio para dos personas, compra de libros de registro y secretaría, salvaderas, raspadores, plumillas y gomas…». Con ella se dan por satisfechos; y Bouvard y Pécuchet reanudan su monótona labor.
G. Veronesi