La literatura que floreció con pujante vigor en torno a los hechos de armas y de amor de los caballeros del rey Artús (v.), a las aventuras de éstos en su búsqueda del Graal, a las vicisitudes de Tristán e Isolda (v.) o a los casos de otros personajes estrechamente afines a los precedentes, y que al declinar de la Edad Media y comienzos de la Moderna deleitó durante generaciones y generaciones, hasta Cervantes y Ariosto, a damas y caballeros, a burgueses y plebeyos, arrastrando a su perdición a Paolo (v.) y Francesca (v.) y arruinando la cabeza del pobre don Quijote (v.), constituye un conjunto de narraciones en verso y novelas en prosa a las que suele aplicarse la designación de «ciclo bretón». Este nombre se basa en la opinión de que los temas de las narraciones aludidas derivan de relatos tradicionales de los pueblos celtas de la Pequeña y Gran Bretaña, de donde debieron sacarlos los poetas que a mediados del siglo XII «lanzaron» ese género al mundo del romance: Chrétien de Troyes, María de Francia, Thomas, Béroul. Pero estos pretendidos antecedentes han quedado hasta ahora entre las nieblas de las hipótesis; las narraciones galesas llamadas mabinogi (v.), en las cuales los eruditos creyeron encontrarlos, se han revelado en cambio dependientes de los romans de Chrétien, así como gran cantidad de temas de fábulas de la «materia de Bretaña», que debían de ser típicos, resultan universalmente difundidos o estrechamente emparentados con el mundo oriental y antiguo, tanto, que recientes investigadores no han vacilado en señalar relaciones entre la leyenda artúrica y la del «Punjab» o en identificar los modelos de Tristán e Isolda en Hero y Leandro (v.), en Píramo y Tisbe (v.) y en Jasón (v.) y Medea (v.). Lo cierto es que no se encuentra ninguna mención clara de la gesta de Artús (personaje histórico que vivió entre fines del siglo V y comienzos del VI, durante las luchas de los britanos contra los anglos y los sajones y apenas conocido por la primera historiografía insular) antes de la vasta narración hecha entre 1118 y 1135 en la Historia regum Britanniae (v. Historia de los reyes de Bretaña) de Godofredo de Monmouth, el cual afirma haber traducido aquella narración de libros bretones, pero que tiene en realidad todo el aspecto de haberlo inventado en su totalidad trabajando imaginativamente con elementos dispares, en su mayor parte de procedencia grecolatina.
Este singular producto de una fantasía que se puede calificar, dando a la palabra más valor descriptivo que etnológico, como nórdica, estaba destinado, por su atmósfera de misterio y de sombras, poblada de espíritus, de demonios y de encantamientos a despertar un gran interés. Muchas veces tratado en francés por refundidores (entre los cuales ocupó un lugar de particular importancia un literato de la corte de Enrique II Plantagenet, el anglonormando Wace, el primero que habla de la Tabla Redonda), debió atraer como tesoro precioso la atención de un poeta de talento quien, después de haberse ejercitado diversamente en resumir a Ovidio, consideraba ya demasiado sobados los argumentos sacados de la tradición clásica; harto de literatura antigua, Chrétien de Troyes halló en la materia de Bretaña los temas nuevos que andaba buscando, y que, por lo demás, trató permaneciendo fiel, en cuanto a espíritu y procedimientos de arte, a la escuela de inspiración clásica de la que había salido y que es la del Román de Tebas (v.), del Román de Eneas (v.) y del Román de Troya (v.). Así nació un nuevo género narrativo, en el cual, aparte de algún rasgo folklórico que podrá ser específicamente celta, los caracteres bretones se reducen al fin y al cabo, a la circunstancia de que los autores se refieren a fuentes bretonas (que probablemente no hubieran podido señalar) y al hecho de que la escena está convencionalmente localizada en tierras de la Grande y de la Pequeña Bretaña.
Como mera aplicación a estas circunstancias (referentes a una especie de moda inglesa muy comprensible, si se reflexiona en la importancia política y cultural de la corte de Inglaterra de entonces), el nombre ya establecido de ciclo bretón puede ser mantenido, pero históricamente es claro que no puede ser separado del Ciclo clásico (v.); uno y otro ofrecen al público elegantes historias de aventuras y de caballerías, construidas con arte y sazonadas con elementos maravillosos; sólo que en el ciclo bretón, lo maravilloso tiene un colorido más irreal, más mágico, más sugestivo y hechicero; además se halla en él más profundamente la influencia de Ovidio, que se manifiesta en un penetrante interés por la psicología amorosa, y las teorías corteses que forman el gran mito de la sociedad cultivada y galante del siglo XII, de manera que los héroes de los poemas de Chrétien (v. Erec, Cligés, Lanzarote, Ivain, Perceval), de «Éliduc» y de los demás Lais (v.) de María de Francia, del Román de Tristán, de Thomas (v. Tristán e Isolda), de la novela homónima de Béroul, y de las novelas en prosa que a partir del siglo XIII compartieron con la obra de estos poetas (y que tanto prolongaron el buen éxito del material de Bretaña, perpetuado su triunfo cuando el recuerdo de sus iniciadores ya había desaparecido), aparecen como los más eficaces símbolos de aquella caballería mundana y sentimental, ávida de triunfos, de gloria, de pompa y de aventuras, que transportó su propio campo de batalla ideal de los desfiladeros de Roncesvalles, teatro de la muerte fundamentalmente épica de Roldán, a la explanada de los torneos.
S. Pellegrini