[Das Marmorbild]. Narración fantástica del poeta alemán publicada en el «Frauentaschenbuch» de Fouqué el año 1819.
La acción se desarrolla en una imprecisa época medieval, en la ciudad de Luca, a donde, en una perfumada tarde estival, llega a caballo el joven Florio, al que se ha unido como guía Fortunato, un trovador vagabundo. En la ciudad en fiesta Florio encuentra a Blanca, se enamora de ella y se ve, aunque sólo sea tímidamente, correspondido por la joven. En la misma ciudad conoce también a Donato, ser demoníaco que es en todo opuesto al angelical Fortunato. Entre tanto Florio, en cuya alma la imagen de Blanca se ha transformado en una figura superior, suspendida entre el mundo ardiente de la pasión y el casto de la fe, en una correría nocturna por la ribera de un pequeño lago, se encuentra casualmente frente a una estatua de Venus, que bajo los reflejos lunares parece despertar a la vida.
Al día siguiente, en el mismo lugar, halla un maravilloso jardín donde se reproduce el engaño de la Venus viviente, y donde encuentra también a Donato. Cree verla igualmente en la ciudad, en un palacio, que luego aparece repentinamente deshabitado. Durante un baile, por la noche, le parece a Florio que la joven amada se desdobla en dos personas, una de las cuales toma, a veces, los rasgos de la estatua, y, después de haberle invitado a que la siga, desaparece. Finalmente es introducido por Donato en el palacio de la dama misteriosa, y mientras habla con ella resuena en el jardín un cántico: y poco a poco todo queda envuelto en un ambiente de encantamiento: las estatuas del salón comienzan a moverse, los candelabros se trasforman en retorcidas serpientes, lámparas resplandecientes ahuyentan la oscuridad, y Florio huye aterrorizado. Fuera, en la noche, las aguas del lago respiran tranquilas; sobre la ribera, inmóvil, está la estatua de Venus.
Al día siguiente decide abandonar la ciudad y, en el camino, encuentra a Fortunato, a Pedro, tío de Blanca, y a la joven disfrazada, a la que por esta circunstancia no reconoce de momento. El juglar habla de una leyenda, según la cual Venus resurge cada primavera entre las ruinas de su templo y atrae hacia sí a los espíritus ingenuos, y al reino de la divinidad pagana le contrapone el de la Virgen Madre de Dios. Tranquilizado su corazón por el canto de Fortunato y por la mirada luminosa de Blanca que al fin reconoce, Florio se libra de la pesadilla de sus fantasmas para recobrar la felicidad en el amor de Blanca. Eichendorff define su composición (cuya lejana fuente, apenas perceptible, es un cuento de las Happelü Curiositates), como «un vagabundeo campestre en una hora de holganza».
En realidad es una fábula alegórica, típicamente romántica y de entonación esencialmente lírica, que revela el modo particular del poeta de sentir la naturaleza: espectáculo de continuo renovado de amaneceres, de ocasos, de soleados parajes entre castillos y fuentes, soledades, cantos de alondras y ruiseñores, resonar de cuernos en la verde espesura de los valles. La perfecta simetría de la construcción, que coloca al protagonista entre la Venus encantadora y la joven amada, entre el juglar de canto alegre, celestial, y el maléfico caballero de las tinieblas, refleja el dualismo de dos símbolos superiores: el reino de Dionisos y el de Cristo. Y como sueño y realidad, cuento y símbolo se entremezclan y confunden el uno en el otro, de suerte que toda la composición se desenvuelve en una armonía de cantos que expresan el significado más profundo de la acción. El paganismo está visto y representado con tonos que recuerdan el barroco mitológico eclesiástico de una parte y, de otra, el recargado rococó. La fuerza demoníaca del mal no es nunca indagada en toda su profundidad, quedando apuntada sólo como fantasma o aparición.
El límite del arte de Eichendorff, que sólo en los Episodios de la vida de un tunante (v.) consigue dar vida, sobre el fondo de una atmósfera de ensueño, a la bien lograda figura del protagonista, se revela con toda evidencia en su Marmorbild en que, más que las figuras o personajes, es el escenario de la narración el que adquiere viveza de representación artística. Sin embargo, el poeta, consciente de sus posibilidades, no ha sacrificado el motivo lírico de la narración para dar relieve al contraste ideológico entre paganismo y cristianismo, como hicieron tantos pintores «nazarenos» y románticos: la acción exterior de su novela no quiere ser otra cosa que el reflejo del proceso sentimental interior de su joven héroe.
G. Gabetti