[Die Jünger von Sais]. Fragmento poético filosófico del alemán, más conocido por Novalis (1772-1801), redactado durante el invierno de 1797-98. En1797, después de la muerte de Sophie Kühn, su adolescente novia de catorce años, Novalis quedó sumergido en una profunda y pasiva desesperación. Una temporada en Freiberg, en casa del célebre mineralogista Werner, le devolvió el aplomo y el amor a la vida, brindándole la idea para los Discípulos de Sais, que representa una nueva fase de su vida. En aquel mismo invierno, se había dedicado a estudiar a fondo a Fichte, y el connubio del Yo de Fichte y la religiosa visión de la naturaleza de Werner, dieron como resultado esta poética manifestación de su pensamiento íntimo, a la que tampoco es extraña la romántica concepción de Friedrich Schlegel, quien proclamaba en el «Athenaum» (v.) la supremacía absoluta de la poesía.
Los discípulos de Sais, que han quedado fragmentarios, interrumpidos como el Enrique de Ofterdingen (v.) por la muerte del poeta, se dividen en dos partes, «Los discípulos» y «La naturaleza». En lenguaje poético y hermético, Novalis nos presenta al maestro transfigurado, como el que «goza en reunir cosas lejanas. Unas veces las estrellas eran para él hombres, otras, los hombres estrellas, las piedras fieras y las nubes plantas; jugaba con la fuerza y con los fenómenos; sabía cómo y dónde suscitar o encontrar esto o aquello». Es, en suma, una especie de mago que obra mediante la infinita potencia de su yo, en fuerza de aquel «idealismo mágico» hacia el cual camina la humanidad, exasperación fantástica del idealismo de^ Fichte. Los discípulos viven en esta atmósfera, en la que aparecen imprevistos golpes de luz, que así como aparecen, desaparecen misteriosamente en lejanos países de ensueño.
Uno de ellos tenía «profundos, oscuros ojos celestes y la piel tan cándida como un lirio», y era el predilecto. Un día desaparece: pero cuando vuelve, el maestro dice que «acabarán todas las lecciones». Había otro, el menos diestro, que ni rallaba ni comprendía nada, hasta un día en que «radiante de felicidad llevó una pequeña piedrecita de forma extraña», lo que suscitó en todos «el presentimiento claro del mundo admirable». Discípulos y maestro anhelan la recóndita verdad que sólo se intuye en los momentos de gracia. En la segunda parte, en la que Novalis habla de la naturaleza con la que el hombre estaba en contacto inmediato en la edad de oro, cuenta la breve fábula de Jacinto y Rosatemprana, con la que quiere significar que, por encima de todo, más allá de toda investigación, se halla el amor. «Para comprender a la naturaleza, es preciso que se desarrolle dentro de nosotros, en toda su integridad; en esta empresa, sólo debe guiarnos el impulso divino, que nos lleva hacia todos los seres que se nos parecen».
Porque, «de la íntima coherencia» del mundo espiritual de la naturaleza «y de la armonía de éste con el universo, brota, casi por sí mismo, un sistema de pensamientos que es como un fiel retrato y como la fórmula del universo». Muda es por tanto la naturaleza si el yo no se sumerge en ella descifrándola, animándola y extrayendo de ella todo su recóndito espíritu, y ciego es el yo, si no tiene ojos para la naturaleza. Pero sólo los poetas, «los niños colmados de amor, descubren, en horas de felicidad, cosas admirables entre los secretos de la naturaleza y las anuncian con inconsciente sencillez».
Un discípulo irrumpe entonces con una entusiasta loa del agua, «omnipotente elemento de amor y de unión en la tierra». «El reflejo del cielo en el agua, no es sólo engañosa apariencia, es una tierna amistad, es señal de que ambos elementos son tan próximos que… el amor feliz quiere alcanzar profundidades infinitas». Es ésta, entre las expresiones poéticas acusadas por Novalis en su pensamiento filosófico, seguramente la más adecuada; porque el poeta, lejos de ser un panteísta que resuelve el yo en el universo, encuentra el espíritu de la naturaleza, profundizando en el propio yo, donde canta la poesía que hermana a todas las criaturas de la creación.
G. Federici Ajroldi