[L’évolution créatrice], Es la obra principal del filósofo francés publicada en 1907. En esta obra se plantea directamente el gran problema de la evolución del universo, la evolución creadora que ha producido el mundo y también el hombre.
Nuestra facultad de comprender, como Bergson ha mostrado en otras obras, está estrechamente ligada a la facultad de obrar (v. Materia y memoria); por esto, mientras se mueve libremente entre los problemas de la materia inerte a la que es aplicable la geometría, «es incapaz de representarse la verdadera naturaleza de la vida, el significado profundo del movimiento de la evolución». Producida también por la evolución y como parte de ella, la inteligencia no es capaz de entender su conjunto, su totalidad. ¿Deberemos, pues, sacar en conclusión un «ignorabimus»? No, porque la línea evolutiva que termina en el hombre no es la única; otras líneas divergentes de evolución han creado otras fuentes de conciencia; integrando estas formas a la luz de la inteligencia se podrá penetrar en la evolución creadora, y esto es posible porque ha quedado «en tomo a nuestro pensamiento conceptual y lógico una vaga nebulosidad, hecha de aquella misma substancia a cuyas expensas se ha formado el núcleo luminoso que llamamos inteligencia».
Teoría del conocimiento, o sea, crítica del intelecto, y teoría de la vida son inseparables una de otra; y sólo su constante unión podrá impedir que se incurra en ese intelectualismo que no nos permite captar la fuerza creadora inmanente en el universo. Planteado así el método general de su investigación, Bergson procede al análisis de los problemas fundamentales. Para comprender la naturaleza en su conjunto, la inteligencia humana dispone de dos categorías fundamentales: el mecanicismo y la finalidad. Uno y otra han nacido de las exigencias de la acción y contribuyen a construir un mundo ficticio, a extender sobre la palpitación real de la vida universal redes que hacen posible la orientación práctica porque esquematizan la vida de la naturaleza. Ambos rompen la «duración» que en sí es continua, y siempre cualitativamente heterogénea, pero al mismo tiempo constituida por momentos que se compenetran en el «tiempo», concepto intelectual que consta de momentos yuxtapuestos a imagen y semejanza del espacio, el espacio de la geometría sobre puesto a la naturaleza por las exigencias del «homo faber».
Una imagen menos deformada de la evolución creadora del universo está constituida por el finalismo: pero éste ha de volvérsele a traer desde la especialización y falsificación temporal a la pura duración. Surge así la intuición del «impulso vital» [«élan vital»] que es el principio creador de la evolución; este impulso vital procede a una infinita creación de formas infinitamente diferenciadas en las que sin embargo está inmanente una única vida cósmica, una única finalidad interna. La vida no describe una trayectoria única; son diversas las expresiones en que se actúa según líneas divergentes y mediante diferenciaciones continuas cada una con sus perfecciones; es falsa, pues, la imagen de una única trayectoria que culmina en el hombre y en su intelecto. La vida no es ni adaptación al ambiente ni realización de un plan, porque es creación continua, y continuamente va creando sus metas parciales e inmanentes de perfección relativa.
La planta no es un grado preliminar del animal ni tiene por «objeto» producir el animal; la vida vegetativa tiene una perfección propia, un progreso suyo, una organización suya. También en el mundo animal se encuentran dos líneas de evolución divergentes: el instinto y la inteligencia. Ésta es fundamentalmente geométrica; debe introducir en la naturaleza un orden, un esquematismo al servicio de la acción. Así «materia» y «razón» nacen de un solo parto: nacen de la misma evolución creadora, en que la inteligencia es impulsada a solidificar, por decirlo así, la naturaleza, a encerrarla dentro de los esquemas de relaciones fijas, y por lo tanto, a materializarla, y en la medida que esto le da buen resultado crece sobre sí misma junto con aquel mundo que se va materializando. Tiempo, espacio, nada, que son las categorías fundamentales del pensamiento filosófico, son, pues, superestructuras ficticias impuestas por la inteligencia a la vida, que en sí es duración pura, impulso vital, creación continua en estado de perpetuo fluir. Poderosa concepción a la cual añade hechizo la belleza del estilo.
El mérito principal de esta obra es el de haber vuelto a plantear en su integridad, más allá de las formulaciones dogmáticas del intelectualismo, el problema de una filosofía de la naturaleza entendida como la solución del dogmatismo de cada una de las ciencias en una integración que reduce todo el devenir a la unidad de una ley fundamental. Pero a despecho de la belleza y agudeza de los análisis e interpretaciones particulares, el irracionalismo intuicionista va a parar a una insostenible metafísica en que el diletantismo y lo arbitrario de la construcción están compensados únicamente por la gran genialidad del autor.
G. Preti
La denuncia de un intelectualismo universal, o sea, de una desidia que consiste en servirse de todo lo que es bello y rápido, ha sido una de las grandes conquistas, la «instauratio magna» de la filosofía bergsoniana. La filosofía bergsoniana quiere que se piense a medida y no según fórmulas «standardizadas». (Péguy)
No creo equivocarme al decir que el nuevo libro de Bergson tendrá tanta importancia en la historia de la filosofía como la Crítica de la Razón Pura. (Sorel)
Como otros idealismos descabellados, el sistema de Bergson no tiene ni sentido común ni rigor, ni claridad ni solidez. Es una brillante tentativa de embrollar las enseñanzas de la experiencia alterando su texto: la tentativa de hacer que nos detengamos, por amor de las ilusiones primitivas, en medio del camino de la disciplina y de la razón. (G. Santayana)