[Vertraude Briefe über Schlegels Lucinde]. Publicadas anónimas en el año 1800, se revelaron pronto como obra de Friedrich Daniel Ernst Schleiermacher (1768 – 1834). Había una profunda afinidad de pensamiento entre todos los miembros del cenáculo romántico y su «symphilosophieren» y «sympoetisieren» (filosofar y poetizar juntos) llegaba a tal punto, que a menudo era difícil distinguir los pensamientos, las apreciaciones y hasta las palabras de uno de ellos de las del otro. Pero especialmente profundo en aquellos primeros años era el acuerdo entre Friedrich Schlegel y Schleiermacher; en realidad la Lucinda (v.) no era sino la aplicación de las ideas innovadoras y audaces que, sobre el tema de la mujer y del amor, el pastor teólogo expresa en su Catecismo de las mujeres, en los Monólogos (v.), en el Sistema de la doctrina de las costumbres. Publicada la Lucinda y desencadenada la tempestad, Schleiermacher no vaciló en emprender su defensa en una serie de cartas en las que responde a las cartas acusadoras de Ernestina, su propia hermana, que acusaba a Schlegel de haber ofendido gravemente el pudor de Carolina, que le echaba en cara ignorar el alma femenina; de Eleonora (Eleonor Grünow, la infeliz enamorada de Schleiermacher, que hubiera querido, divorciarse para unirse a él), que sostenía la imposibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer. Un cuarto corresponsal, Eduard, acusaba a Friedrich Schlegel de ser inmoral, tan inmoral al menos como Wieland. Schleiermacher defiende a su amigo en nombre de sus convicciones más profundas.
Siempre ha imaginado una «moralidad orgánica», no regulada por leyes exteriores, sino solamente por las leyes del íntimo desarrollo del individuo, y ligada a la mayor o menor elevación de cada cual; esto, sin embargo, no significa ausencia de leyes, sino su sustitución por leyes nuevas adaptadas a la realidad de la vida interior individual; no anarquía moral, sino respeto, y como una religión de la virtud y de la afabilidad, pero regida por criterios profundos y en armonía con las personales exigencias del hombre y de la vida, Schleiermacher sostiene además que no hay inmoralidad en una obra de arte sino cuando ella no cumple su cometido de ser excelente; el valor artístico de Lucinda coincide con su valor ético, sobre todo porque el «amor está representado en ella como jamás hasta entonces en ninguna obra de arte; nos ofrece el amor en toda su plenitud, el espiritual y el sensual, no sólo en la misma obra, sino fundido íntimamente en todas sus manifestaciones». En realidad, este libro de defensa es un libro de oposición (y ésa es la razón del éxito del batallador Schleiermacher); oposición del moralista austero a la frívola sociedad que le rodeaba, «que se escandalizaba por la Lucinda mientras se deleitaba con Crébillon, con las novelas un sí es no es lascivas de Wieland y de las ambiguas platitudes de August Heinrich Lafontaine y de Rotzebue»; oposición de un pensador rígido y lógico a la jauría de los críticos antirrománticos e «informes». Que Schleiermacher se haya equivocado en la valoración estética del libro de su amigo, se explica por la amistad y por una sensibilidad artística que en él es siempre deficiente. A pesar de este error de valoración, las Cartas confidenciales son, con mucho, superiores a la obra que se propusieron defender.
G. Alloisio