[Lettre sur les spectacles]. Escrito polémico de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), publicado en 1758, más propiamente titulado J.-J. Rousseau al señor d’Alembert con motivo de su artículo «Ginebra» en el VII volumen de la Enciclopedia, y más particularmente acerca del proyecto de fundar un teatro cómico en esta ciudad [J.-J. Rousseau á M. D’Alembert sur son article «Genéve» dans le VII-éme volume de l’Encyclopedie. e particuliérement sur le projet d’établir un théátre de comédie en cette ville]. La obra es muy importante, por precisar algunas actitudes del pensamiento moral o político del filósofo ginebrino y abrir camino a nuevas polémicas. D’Alembert, en el escrito citado (del 1757), elogiaba la disposición de ánimo de los pastores protestantes, manifestando su respeto por todas las opiniones y mostrando su casi identidad de pareceres con el deísmo filosófico del siglo, y afirmaba la utilidad de establecer en la ciudad un teatro que permitiera mayor conocimiento del mundo y, además, rebatiera las objeciones que, desde la Edad Media a Bossuet, se habían formulado contra las comedias; Rousseau examina si tal propuesta es útil o dañosa en cuanto a las costumbres. Establecido el influjo de los espectáculos sobre la evolución moral, es menester considerar, pues, si una comedia puede influir benéficamente en el espíritu de los hombres, teniendo sobre todo en cuenta el gran número de los que por primera vez e incautamente se enfrentan con problemas sociales y actitudes espirituales. Resulta dañoso que la colectividad se complazca en contemplarse reflejada en operetas y comedias, no para obtener una catarsis o purificación interior, como hacían los antiguos, sino por pura frivolidad.
Puesto que el teatro es característico de una civilización o sociedad, se debe afirmar que la mayor parte del público asiste a los espectáculos sin ningún motivo racional y sólo por curiosidad malsana, por mero entretenimiento, y hasta por espíritu de chismorreo; tal estado de cosas, aunque inconsciente, nace de la civilización y no de la genuina naturaleza. En conclusión, el hombre que combate contra los sofismas del progreso y de la sociedad, debe expulsar de sí mismo todas las ilusiones dañinas, entre ellas las de los teatros. Es de notar que también, en lo referente a las aproximaciones efectuadas por d’Alembert hacia los pastores protestantes de Ginebras y a sus visitas a Voltaire (quien lo invitó a efectuar representaciones de sus propias obras antes combatidas), la carta de Rousseau venía a despertar un riguroso calvinismo contra todo aspecto deísta, por no decir escéptico, de la nueva actitud vital. Parece asimismo descartar toda idea de tolerancia respecto a las representaciones escénicas llevado por un moralismo que cierra el paso a toda debilitación del espíritu de naturaleza y se deja guiar por falsas ideas de progreso y bienestar social. D’Alembert contestó a las objeciones haciendo notar que, si el adversario había dado a sus palabras una interpretación demasiado estricta, él también tenía derecho a tratar la cuestión como mejor le pluguiera, tanto en acoger las opiniones de los pastores más ilustrados, como en abogar por una reforma de las costumbres ginebrinas. Muy notables son en la Carta las afirmaciones sobre el aspecto moralmente negativo de las tragedias que muestran el triunfo de malvados (Catilina, Atreo, Mahoma), o de pasiones horribles (Medea y Fedra); también Moliere con sus obras sienta escuela de pésimas costumbres, e incluso obras más armónicas, como la Berenice (v.) de Racine o la Zaira (v.) de Voltaire, son dañosas, porque incitan el ánimo a la debilidad. La corrupción que nace de tales ejemplos es tan sutil, que Rousseau dirige una llamada a la juventud ginebrina, a fin de que, oponiéndose a la fundación de un teatro, no quiera cambiar los bienes presentes por la inútil esperanza de un mañana mejor. Estos fragmentos tan interesantes permanecen como singulares documentos de una larga diatriba, la cual, sin embargo, indica harto claramente la posición espiritual del autor, así como los límites de su rigorismo moral.
C. Cordié