[Laudes Domini de creaturis o también, en forma resumida, Laudes creaturarun o Canticum fratris Solis, Cántico del hermano Sol]. Composición poética en versos asonantados y de entonación bíblica que San Francisco (1181-1226) compuso en los últimos años de su vida, quizás en 1224. Según la leyenda fue al principio una efusión lírica, un desahogo de júbilo y de rendición de gracias a Dios cuando San Francisco, enfermo y casi ciego, tuvo en una visión, en San Damián, después de cuarenta días de sufrimientos y tribulaciones, la certidumbre de su beatitud futura. A continuación debió de añadir los versículos de la resignación y del perdón con ocasión de una disputa entre el obispo y el gobernador de Asís. Por último, y precisamente en la hora extrema, el Santo debió de completar su composición con la exaltación de la muerte «nuestra hermana corporal». Como sea, el Cántico considerado en su línea fundamental de inspiración y de movimiento y en el ímpetu de una conmoción que se dilata cada vez más, es la alabanza a Dios en el espejo de las perfecciones trascendentales participadas en sus criaturas, cada una de las cuales es contemplada en sí misma, pero exaltada en el sentimiento de la común paternidad divina que hace de ella una querida hermana nuestra. Como fuentes literarias del Cántico, se indican generalmente los Salmos (v.) y se cita de manera especial el Salmo CXLVIII de David y el cántico de Daniel. Pero aquí está proclamada la trascendencia de Dios más intransigente, frente a la cual la persona humana se anula; donde las cosas, y sólo las cosas, están evocadas únicamente para que exalten directamente a Dios en el misterio inaccesible de su deidad y canten su gloria.
El tema del Cántico procede de un versículo del Apocalipsis (VII-12) y se funda doctrinalmente en el concepto del Dios «innominable» (San Pablo, ad Philipp., II, 9; Ephes., I, 21); pero el alma animadora de la composición es completamente de San Francisco; y es la síntesis poética de una experiencia de vida, que ya se había expresado didácticamente en los fragmentos de las Admonitiones y en las partes ciertamente auténticas de la Regla. Se inicia con un gloria a Dios «altísimo», a quien sólo se deben las loanzas y bendiciones, porque, «omnipotente y bueno», ha sacado generosamente de la nada cuanto vibra y palpita en la luz de lo existente. Su nombre está por encima de todos los nombres que el hombre puede pronunciar: «nullu orno ene dignu te mentó vare». Y sin embargo Dios puede ser loado; no en lo que es, sino en lo que no es, es decir, en la realidad universal que es distinta de Dios, pero en la que Dios está presente por su misma inmensidad y fuera de la cual no podría ser alabado. Y entonces, de un instante de contemplación, he aquí que brotan espontáneamente las alabanzas. «Seas alabado, oh mi Señor (con todas tus criaturas)»; en la alabanza de cuanto has creado, especialmente en la alabanza de nuestro gran hermano el Sol; «que es día» que disuelve las tinieblas y eres tú mismo quien, por medio de él, nos iluminas; y es bello y radiante y de gran esplendor y nos hace conocer visiblemente, por imágenes, lo que tú eres invisiblemente, ¡oh Altísimo! Y como el Sol, así también la luna, y las estrellas, y el fuego y el aire y el agua y la tierra, contemplados cada uno en sí y exaltados en Dios, «propter quod», por cuanto en ellos dan testimonio de Dios y de su orden providencial y de sus perfecciones increadas, se convierten en el motivo y la posibilidad de la alabanza a Dios, soberanamente personal y trascendente, y sin embargo conocido «per speculum in aenigmate», en las sombras y en las figuras. Intuición cristiana del universo, donde las cosas se gradúan según su bondad singular, con un movimiento de selección que va del cielo a la tierra; oleaje de generosidad creadora que se vierte desde lo eterno y se extiende y multiplica en la inmensidad del espacio y del tiempo. Cada adjetivo en el Cántico es una caricia espiritual, que roza los efectos externos de las cosas, pero para afirmar su esencia y llevar la alabanza a Dios. Y «bueno y bello, útil y precioso, humilde y casto» aplicados por San Francisco a las cosas, no son más que distinciones racionales; son los aspectos en los cuales se refracta y presenta a su espíritu la bondad divina infusa en las cosas y comunicada por ellas providencialmente.
Todas las criaturas, y cada una en sí, llevan «significaciones del Altísimo», que es por otra parte el pensamiento de San Pablo: «Las cosas invisibles de Dios son vistas por el hombre intelectualmente a través de las cosas creadas por Dios» [«Invisibilia Dei a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur»]. Pero Dios no es sólo el amor increado que crea. En el orden sobrenatural de la gracia, Dios es también la caridad que desciende; porque en las criaturas que por su amor combaten y sufren persecuciones, se forma la causa primera del bien que difunde a su alrededor, convertidas en colaboradoras de su causa. Y el Altísimo las corona. Alabada sea, por ello, en Dios, incluso «nuestra hermana corporal la muerte», porque testimonia la bondad infinita de Dios que premia en las criaturas sus dones, llamándola a una participación de su misma deidad y a una comunión de vida eterna. Infeliz el pecador que, muerto espiritualmente a la gracia, estará privado para siempre («segunda muerte») de esa vida sobrenatural de la cual gozará quien muera santamente. El tono y el acento del Cántico son los de una plegaria, que, empapada de sentimiento, es ya una fuerza puesta al servicio de lo que arrastra el deseo. «Alabado seas, mi Señor» es el infinito deseo que señala la repetición de cada versículo y que lentamente se refuerza cuando más se declara el deseo y más el corazón se dilata. Y la plegaria se convierte, en el Santo, en voz de la vida universal, que contempla con amor, mientras la siente perpetuamente suspendida en Dios, sin el cual todo se precipitaría en la nada. En el amor de todas las criaturas en las que se ama a Dios, San Francisco descubre la señal de la común paternidad divina y las llama hermanas; pero para ascender luego, de la tierra al cielo, dentro de la circulación universal de amor que tiene en Dios su principio y su fin. El organismo del Cántico está todo aquí; y su palabra concreta es la voz de una experiencia que San Francisco vivió y conoció y expresó en tono de plegaria «con gran humildad», esa santa humildad que en el fondo de nuestro nada le hacía sentir con alegría la fuerza misteriosa que nos sostiene y en la que líricamente se apoyaba con segura confianza.
M. Casella
Hay una intensidad poética tan virginal que los defectos de la composición quedan cubiertos por la gran luz de las imágenes… Una plegaria elevada a leu región del alma, poesía. (F. Flora)