Diálogo entre el autor, Padre de la Iglesia, San Gregorio el Grande, obispo de Nisa (331-394), y su hermana Macrina, acerca de la naturaleza incorpórea del alma, su persistencia después de la muerte y su reunión final con el cuerpo. La celebridad de este escrito, que en la disposición de la escena (Macrina en el lecho de muerte confuta las dudas de su hermano acerca de la vida ultraterrena) y en algunos desarrollos doctrinales, recuerda el mucho más conocido Fedón (v.) platónico, se debe a la circunstancia de que en esta obra, mejor que en otra alguna del fecundo filósofo capadocio, se revela la profunda sugestión ejercida en los pensadores por la doctrina platónica, la medida en que fue asimilada por ellos, y también las reacciones opuestas a ella a la luz de la revelación cristiana de la Biblia. El desarrollo de la obra es sencillo y sugestivo. Gregorio al ver a Macrina moribunda, se entrega a una sombría descripción de los horrores de la muerte, Macrina reacciona, recordándole la admonición de San Pablo de no afligirse por los que se mueren y reprobándole que se rebaje con tales ideas al nivel de los epicúreos. La existencia de Dios garantiza la inmortalidad del alma, que tiene en el hombre — considerado neoplatónicamente como un microcosmos — la misma parte que Dios tiene en el mundo, aun siendo sólo la imagen de Dios.
Así como, aunque el mundo se aniquilase, Dios permanecería, el alma permanece, al disolverse el cuerpo. A la objeción de que en el alma no sólo hay inteligencia sino «anhelo» y «valor», según lo que enseña Platón, Macrina responde que estos elementos, comunes con los seres irracionales, no forman parte de la naturaleza esencial del alma, y están en nosotros porque el hombre, creado en último lugar, reúne en sí todas las manifestaciones de la vida; pero deben ser sometidas a la razón. La parábola del rico glotón y del pobre Lázaro, interpretada alegóricamente, confirma esta concepción filosófica de las íntimas, aunque jerárquicas, relaciones entre el alma y el cuerpo. La teoría mística del Hades, esto es del «lugar» de las almas, es rechazada con ira, y la vida del alma separada del cuerpo y de sus deseos se presenta como contemplación de Dios en la belleza, como amor de Dios en cuanto bien supremo más allá de todo deseo, recuerdo y esperanza de cosas particulares, como entusiasmo de su comunicación y compenetración con Dios. El alma, en su atracción hacia Dios está sujeta a un proceso continuo de precipitación que se concluirá con la reintegración en la perfección originaria. Esta purificación (el fuego de que hablan simbólicamente algunos textos bíblicos) es la atormentadora conciencia que el alma tiene de su culpa, y proporcional a la culpa misma: «porque es menester que el mal sea un día aniquilado absoluta y completamente».
La teoría de Orígenes de la «apocatástasis» o reintegración universal, es aquí abiertamente afirmada. Las fuerzas de Ma- crina van debilitándose, y el tema de la resurrección acaba por ser más bien presentando en sus testimonios bíblicos y en algunas objeciones comunes, que resuelto en las confutaciones aducidas. Es esta obra más de filosofía que de teología, por el gran desarrollo que tiene en ella la consideración psicológica, metafísica y gonseológica, con respecto a la de los motivos dogmáticos ofrecidos por la Revelación bíblica. Considera, pues, unidas las dos cuestiones que más apasionaban a los pensadores de la época; y si era fácil convencer a los platónicos de la inmortalidad del alma, no lo parecía tanto el hacerles admitir la resurrección de la carne. Como ejemplo de conciliación entre razón y fe será seguido por los padre latinos, San Ambrosio y San Agustín, así como por los platónicos de todos los tiempos, empezando por los del Renacimiento.
M. Bendiscioli