[Kaisersprüche]. Es una célebre colección de tres poesías en medio-alto alemán, dirigida por Walther von der Vogelweide (1170?-después de 1228) al emperador güelfo Otón IV de Brunswick, con ocasión de la Dieta de Francfort en 1211. Otón, excomulgado por Inocencio III a consecuencia de su tentativa de unir a la corona imperial el reino de Sicilia, herencia del joven Federico de Suevia, había vuelto, desde Italia donde se encontraba para intentar una expedición a Sicilia, a alemania al saber que Federico era llamado por los príncipes alemanes de parte sueva para ser coronado rey. Ya en alemania, Otón convocó la dieta de Francfort, adonde acudió también Walther.
Las tres poesías yámbicas tienen una afinidad interior que se manifiesta ya en la inicial invocación común a los tres: «Hér-Keiser…». Walther se declara apasionadamente partidario de los derechos del emperador frente al Papado. La posición que adopta no está determinada por una particular simpatía hacia Otón, sino sencillamente por su convicción de que la gran idea imperial debe triunfar. En efecto, después de la caída de Otón, Walther se declarará partidario de aquel que sabrá encarnar aquella idea: de Federico. En la primera de las tres poesías, saluda a Otón por su regreso a la patria y le asegura la fidelidad de los príncipes alemanes (fidelidad que, sin embargo, no fue mantenida). En la segunda, con palabras ardientes, le exhorta a emprender una Cruzada a Tierra Santa, presentándose a sí mismo como mensajero divino encargado de^ inspirar al emperador para aquella acción.
En la tercera define los problemas de política interior alemana que el emperador había de resolver, esto es, la pacificación de los príncipes germanos entre sí. Sólo de este modo el trono imperial quedaría fortalecido. Símbolo y auspicio para esta solidez son considerados por él los animales que figuran en las armas de Otón, el león fuerte de la casa de Brunswick y el águila imperial. En las tres composiciones resalta el concepto que Walther tenía del poder imperial destinado a dominar cristianamente la tierra, mientras que al Papa debía reservarse el dominio de los cielos y las almas.
C. Gundolfi