[Les Nourritures terrestres]. Obra de André Gide (1869-1951), publicada en 1897 pero ya esbozada y en parte expuesta desde 1894. Es el libro más notable entre los que pertenecen al período juvenil del gran escritor. Autobiográfico, derivó de la profunda crisis que llevó a Gide a la liberación, o más bien a la rebelión contra la mentalidad espiritualista y puritana que había dominado su primera juventud. Decidido a vivir según los sentidos y la carne, el poeta extrae de este contacto inmediato con la materia, de este decidido abandono a las sensaciones y a los instintos, una especie de embriaguez pánica que le conduce a la conquista del mundo de los sentidos, un impulso lírico hacia todos los placeres que ofrece la vida a quien la emprende con sencillez, teniendo como único objetivo la plena expansión de su ser. Brota de ello una obra de tono sostenido, donde la prosa poética y el verso libre se alternan en un ritmo ya febrilmente veloz, ya lento y recreado. El asunto del canto son recuerdos dispersos, llamadas apasionadas a tierras próximas y lejanas, a campiñas y ciudades, a paisajes, con una evidente preferencia por las playas del Mediterráneo, el África del Norte, e Italia, sin que el poeta renuncie por ello a las «lluviosas tierras de Normandía», o a las brumosas ciudades del Norte que le sirven para las variaciones y contrastes.
Entre los largos fragmentos en verso, que celebran la liberación de toda cultura y contención intelectual, y el ansia de la libre conquista del alimento terrenal, los más notables están recogidos en el Libro IV («Ronde de la Grenade», «Ballade des Biens immeubles», «Ronde des Maladies», «Ronde de tous mes désirs»); los acentos de poesía más genuina hay que buscarlos sin embargo en los breves fragmentos en prosa, fugaces notas de diario íntimo (especialmente en el Libro II, en el V y en el VII). Pero Gide, moralista, didáctico y discursivo, ha querido ofrecer una especie de relación completa, uniendo al canto el sermón, esforzándose con pragmática insistencia en conferir a cada momento de su experiencia un valor ejemplar. Así ha creado el personaje ficticio del Maestro, Ménalque, y dirige sus peroraciones a un deseado discípulo, Nathanaél: de lo que resulta una continua solicitud que revela innegablemente el artificio («Nathanaél, je t’enseignerai la ferveur — Nathanaél, je te parlerai des atientes — Nathanaél, je t’enseignerai que toutes les choses sont divinement naturelles»…). La obra no evita la monotonía de las repeticiones, de los retornos obligados y de las infinitas variaciones en torno a un tema único, reflejando fielmente una crisis fecunda y decisiva. Pero carece de significado el hecho de que este motivo, de reacción contra el idealismo programático en nombre de las fuerzas vivas de la naturaleza y de una afirmación triunfal de los instintos, resuene ampliamente en tantas obras del momento, difundiéndose bajo el signo de la predicación nietzscheana, y se manifieste con plena evidencia en las distintas literaturas, desde las Laudes (v.) de d’Annunzio hasta los cantos de Whitman, que el propio Gide tradujo.
M. Bofantini