Novela del autor español Azorín (pseudónimo de José Martínez Ruiz, 1873-1967), publicada en 1902. Su protagonista lleva el nombre de Antonio Azorín (v.) (cuyo apellido habría de convertirse en pseudónimo definitivo del escritor), al igual que en la novela homónima Antonio Azorín (v.) y en Confesiones de un pequeño filósofo (v.).
Es éste un héroe sin heroísmo, que siente gravitar sobre sí toda la abulia y el fracaso de la existencia. La novela es un conjunto de cuadros en distribución temporal y con un personaje constantemente repetido, Azorín, que hasta la segunda parte de la obra se limita a ser un espectador, colocado la mayoría de las veces en segundo término; de ahí el predominio casi absoluto de la descripción sobre la narración, y el aspecto de unidad y estatismo que presenta cada capítulo. En la tercera parte de la novela y en el epílogo hay un cambio de enfoque narrativo, al sustituir el relato en tercera persona por una serie de fragmentos escritos por el protagonista, y por unas cartas del autor a Pío Baroja. Antonio Azorín es en la primera parte un espectador del mundo que le rodea: el padre Lasalde, el maestro Yuste, Justina; las ideas y sentimientos que esos tres personajes encienden en él van formando su personalidad; ninguno de ellos espera nada del mundo.
Justina se encierra en un convento, «Justina es ya novicia: su Voluntad ha muerto». El P. Lasalde y Yuste, el cristiano y el escéptico, posiciones simétricas de dos mundos distintos, matan en el protagonista todo posible brote de energía y aprovechan cualquier oportunidad para dar al discípulo lecciones de vida, de filosofía y de historia. Así surge en él una interpretación de la vida, de la historia y del paisaje que será característica de la Generación del 98 (v.), y Antonio Azorín aparecerá como símbolo de una generación sin audacia y sin fe: «La abulia paraliza mi voluntad. ¿Para qué? ¿Para qué hacer nada? Yo creo que la vida es el mal, y que todo lo que hagamos para acrecentar la vida es fomentar esta perdurable agonía sobre un átomo perdido en lo infinito… Lo humano, lo justo, sería acabar el dolor acabando la especie».