Junto con algunos poemas en prosa y particularmente el Centauro (v.), son vivo documento de las corrientes espirituales de su tiempo el Diario y las Cartas del francés Georges-Maurice de Guérin (1810-1839), recogidos por un piadoso amigo, G. S. Trébutien, primero con las composiciones poéticas, como Reliquias, en 1861, y después con el título de Diario, cartas y poemas [Journal, lettres et poémes] en 1865 (v. también Poemas). En el Diario, que va de julio de 1832 a octubre de 1835, se traza el camino interior del joven, entre coloquios con la naturaleza en la finca paterna de Cayla y meditaciones sobre la existencia que señalan en él con todo fervor, junto con lecturas de pensadores y discusiones de amigos, el paso a una sensibilidad artística cada vez más aguda.
Guérin trata de armonizar los contrastes de la realidad, conservando la frescura de la adolescencia y anhelando una sabia madurez: en esta situación moral se originan acentos de persuasión, deseos de paz, descontentos infinitos de fastidio. El mismo cristianismo, en sus contactos con Lamennais, se le va disipando en una visión armónica y sencilla de la naturaleza; todo participa en el misterio del mundo, la alegría y el dolor, la certidumbre y el engaño, y en el corazón del que indaga el universo sólo refulge el bálsamo de una palabra de poesía. Entre las cartas, como documento esencial de una formación, cuentan las que discuten problemas religiosos y sociales, como la del 16 de mayo de 1833 a un amigo, sobre Lamennais.
Se siente más en Guérin al admirador que al juez, sobre todo por el encanto que la severa figura del abate bretón suscitaba en los jóvenes discípulos. Bellísimas son las cartas a su hermana, Eugénie de Guérin, la criatura que mejor comprendió al joven y que siempre le rodeó de cuidados y de una nota gentil de amor; en ellas, Maurice deja sentir el afecto que une las vidas de ambos, le confía sus secretas esperanzas de escritor y de erudito, habla de sus impresiones sobre Lamennais, en Chénais, junto al cual se encontraba por completo abandonado a la naturaleza.
Este epistolario, testimonio de las etapas de una admirable evolución de artista que poco a poco va sintiendo el encanto de las cosas y desdeña las palabras de los retóricos, está entremezclado de composiciones poéticas: efusiones de un corazón tierno de amante y de admirador del espectáculo que cada día se ofrece a las almas puras. En él se recoge el duradero signo de la experiencia de un romántico, lleno de sinceridad y de aguda comprensión de los males, tanto en la literatura como en el pensamiento: confesión de un solitario que busca su camino en un diálogo suspirante con el mundo.
C. Cordié