La frescura de invención melódica de este concierto, compuesto en 1844, la gracia encantadora de su instrumentación y la perfecta medida de sus proporciones constructivas, hacen de él una de las obras más hermosas e inspiradas de Félix Mendelssohn (1809-1847). Con el resonante ataque del primer tiempo, el músico introduce un sereno y feliz mundo de sonidos que en determinados momentos se ensombrece por una leve melancolía más afligida e intensa en el «Andante». El violín solista no es considerado solamente como instrumento de posibilidades abstractamente virtuosistas, sino como instrumento cantante al cual se confía la tarea de enunciar en todo su esplendor sonoro las melodías del Concierto. El compositor pide en esta obra la máxima pureza de sonido, la más intensa sensibilidad de arco. En general, no hay racimos de notas, de arpegios, de escalas, de acordes, ni crepitantes guirnaldas de sonidos confiados al instrumento solista. El violín va desgranando siempre sus sones en plena música, siempre protagonista, polarizando en sí todo el interés musical de la obra.
Por esto, el Concierto está tan estrechamente unido alrededor de sus sonoras melodías, concentrado en su impecable fluir que va entretejiéndose alrededor del hilo luminoso de la parte solista. El primer tema enunciado por el violín por encima de un límpido murmullo de la orquesta: domina soberano el primer tiempo, «Allegro», con la pureza de su línea alargada; solamente en dos momentos se calla para dar paso a una frase más serena de la orquesta. Es un breve momento de sombra en medio de una luz tan grande, en tan viva tensión. Luego vuelve a tomar la gran frase resonante, ora en las cuerdas del violín, ora en la orquesta, para descansar una vez más hacia el final del tiempo y ceder el sitio a la más suave melodía. Entre este «Allegro» y el «Andante» no hay interrupción: un largo «si» del fagot establece el enlace. Sobre la base del pianísimo arpe- giar de los instrumentos de arco, el violín encuentra su serenidad en una melodía ondulante y suave. Continúa siendo el instrumento de bello sonido el que nos guía en la serenidad suave y pensativa del «Andante».
Precedido por una breve introducción, el tercer tiempo, «Allegro molto vivace», sobre un vibrante «fortissimo» del metal, irrumpe como una de las páginas musicales más vivas y alegres. Es un brillante chisporroteo de notas saltarinas, embriagadas de su propio esplendor, de la gracia inimitable de sus movimientos. Si se quisiese enlazar este Concierto con alguna otra obra de Mendelssohn habría que hablar, como afines en inspiración y escritura, de El sueño de una noche de verano (v.) y de la Sinfonía escocesa (v.). Se corre instintivamente con el pensamiento hacia la admirable fantasía del drama shakesperiano, hacia aquel mundo de gnomos y de hadas que viven a flor de tierra, deidades del aire y de los bosques, o se piensa en las visiones de Escocia e Inglaterra que tan fértiles para la inspiración del joven de veinte años — que las veía por primera vez — resultaron y a las que se deben inmortales páginas musicales. Es la ingravidez de una encantadora mitología silvestre lo que este concierto nos sugiere y, precisamente, la de El sueño y de la Escocesa.
A. Mantelli