Cinco «lieder» o canciones bastaron para clasificar a Richard Wagner (1813-1883) entre los grandes cultivadores de un género prestigiado por Schubert, Schumann, Hugo Wolf, Brahms y Strauss. Considerable es la importancia de los «lieder» wagnerianos por servir de lazo de unión entre los de Brahms y los de Strauss. En la historia de la música no han podido figurar las melodías que Wagner compuso en París sobre versos de Víctor Hugo especialmente, en una época en que, acosado por las deudas, el gran músico alemán sometía su genio al capricho de las cantantes de salón. Sólo los cinco «lieder» compuestos sobre poemas de Mathilde Wesendock se pueden citar. Mathilde los dirige a Wagner que, por entonces, trataba de cristalizar el amor profundo como la muerte que alimentaba en su rincón en una nueva ópera que se titularía Tristán e Isolda (v.). Desde su casa vecina a la de Wagner, Mathilde asistía al nacimiento de aquella partitura cuyas armonías y melodías eran para ella otras tantas cartas inflamadas de pasión escritas por su amante. En respuesta, le envía los cinco poemas que Wagner traduce inmediatamente a su genuino lenguaje: la música. Dos de estos poemas, «En el invernadero» y «Sueños», le inspiran temas que más tarde utilizará en el Tristán. Los otros tres, «Guarda silencio», el «Angel» y «Angustia», manan de la misma vena lírica. Todos son «lieder» en el sentido popular del término pero con ese acento dramático y apasionado característico del teatro wagneriano. El músico confió el acompañamiento a un piano o a una orquesta. Era la evolución lógica del «lied», cuyo acompañamiento, después de Schumann, cobra una importancia cada vez más creciente y, renunciando a sostener simplemente el canto, lo prolonga, lo comenta y dibuja toda una ornamentación en torno del poema.