Obra de crítica literaria de Francisco de Quevedo (1580- 1645). Apareció en los Juguetes de la niñez y travesuras del ingenio, Madrid, 1631, aunque su redacción, según Astrana Marín, es posible que sea cinco años anterior. Consta de una dedicatoria suscrita por el Licenciado Cantacúzano, bajo cuyo nombre apareció, seguida de otra que se dirige «al claro, diáfano, chirle, transparente lector de lenguaje tapido y a buenas noches», en la que le ofrece un «Lampión» contra los que llama «palabras morciélagas y razonamientos lechuzas», ponderando su oscuridad. Integra el texto un disparatorio, especie de vocabulario para «instruir a las mujeres cultas y hembrilatinas», como ya se anticipa en el extenso título de la obra, a cuyo fin se inserta el famoso laberinto de las ocho palabras, que acompañadas de otras tantas, sirven para renovar las existencias léxicas de las cultas, cuando se les acaba su cultería.
Claro que el no ser cultismos la mayor parte de los términos contenidos en aquél, ha hecho suponer, y con evidente acierto, a Dámaso Alonso, que los tiros quevedianos apuntan a otro tipo de ingeniosidades y palabras de moda, propias de los discreteos entre damas y galanes, que aquí se mezclan con el gongorismo. Las burlas contenidas en esta obra, señala aquél, unas responden a usos reales, aunque infrecuentes; otras, a voces impregnadas de fuerte sabor culto, aunque acreditadas por el uso literario; y no faltan las voces usuales que al ser trasladadas a su sentido etimológico dan lugar a la caricatura verbal. Es, por tanto, la afectación, y no sólo el cultismo, el blanco de las burlas quevedianas en La culta latiniparla.
M. García Blanco