Nacido posiblemente el año 35 en Siria, y murió en Roma entre los años 107 y 110, durante el gobierno de Trajano. Obispo de Antioquía desde 69, según parece, y mártir, recogió viva la herencia de los Apóstoles, fue, probablemente, discípulo suyo y recibió de los santos Pedro y Pablo la dignidad episcopal. La leyenda pretende explicar su santidad y su nombre, Ignacio Teoforo, identificándole con el muchacho que Jesús había propuesto a los discípulos como símbolo de humildad y sencillez (en sentido pasivo, la palabra Teoforo equivale a «llevado por Dios»). En realidad, empero, el obispo de Antioquía fue, sin duda, Ignacio y Teoforo, pero actuó más bien como ardiente portador de Dios, como revelan sus siete Epístolas (v.), los únicos testimonios ciertos que de él conservamos.
Tales cartas, dirigidas a diversas comunidades cristianas — las de Éfeso, Magnesia, Tralles, Roma, Filadelfia y Esmirna — y a San Policarpo, fueron escritas en el momento culminante y final de su vida, o sea cuando, tras la condena «ad bestias», era llevado de Antioquía a la capital del Imperio romano para ser entregado al martirio. Durante este largo viaje I. se detuvo en Filadelfia (Lidia), Esmirna, como huésped de San Policarpo, y la Tróade; a él acudieron obispos y fieles de las diócesis vecinas, para recibir su doctrina. Saludado ya por ellos como mártir, exultaba en la certidumbre de convertirse en «trigo de Cristo, molido por los dientes de las fieras», y rogaba a los cristianos de Roma, en la carta a éstos dirigida, que no pidieran gracia para él, para no privarle del cruento sacrificio. Sed de martirio, amor a Cristo y gran humildad — proclamábase «esclavo» y llegó incluso a provocar ciertas dudas respecto de su nacimiento — no constituyen los únicos caracteres distintivos de sus epístolas, que revelan, además, una doctrina profunda y enérgicamente defendida.
Luchó contra los judaizantes y los docetas, que amenazaban la unidad de la Iglesia.. Frente a tales riesgos opuso la autoridad del obispo en la diócesis, a la que debían someterse los sacerdotes, y singularmente los diáconos y los fieles. En las diversas cartas, sobre todo en la destinada a San Policarpo, aparece ya evidente la exigencia de una organización monárquica de la Iglesia, a la cual I. denominó antes que nadie «católica», o sea, no sólo unitaria, sino, principalmente, universal; esta exigencia culminó en una afirmación de la primacía romana: «La Iglesia que preside, en Roma», y, además, «La Iglesia… que preside en el amor». En la capital del Imperio dio I. su sangre, víctima de la persecución de Trajano, posiblemente un 20 de diciembre (fecha de la festividad del santo en la Iglesia griega; en la latina se celebra el 1.° de febrero). Las actas de su martirio han llegado hasta nosotros en cinco versiones distintas; las más conocidas son el Martirio romano y la Antioquena, llamada Martyrium Colbertinum de acuerdo con el códice en el cual se conserva, y más autorizada, hasta cierto punto, que la romana.
M. de Benedetti