Mihály Vörösmarty

Nació en Kápolnásnyék (al este del Danubio) el 1. ° de diciem­bre de 1800, en una familia pobre de la nobleza, y murió en Pest’ el 19 de noviembre de 1855. Es el principal poeta del romanti­cismo húngaro. Frecuentó el instituto en Székesfehérvár y Pest. A los diecisiete años quedó huérfano de padre, y, para poder continuar los estudios, aceptó un empleo de preceptor. Los nueve años pasados en el hogar de un ilustre propietario fueron una época feliz de su vida; en el curso de tal período pudo no sólo cursar la Jurispru­dencia en la facultad universitaria y obte­ner el título de abogado, sino también per­feccionar su conocimiento de las clásicos y ampliar su cultura con frecuentes lecturas de los principales poetas nacionales y ex­tranjeros, como Shakespeare, Tasso, Goethe, Schiller y Ossian.

A sus primeros intentos poéticos en lengua latina siguieron algunas composiciones líricas inspiradas no tanto por su profundo pero secreto amor hacia la hermana de sus discípulos como por los venerados modelos de la Antigüedad. A los veintitrés años ya empleaba magistralmente las formas y los metros clásicos, y podía vislumbrarse en él a un temperamento ro­mántico muy personal, dueño de un estilo que, partiendo de las características tradi­cionales ofrecía luces y colores completa­mente nuevos. La primera gran aspiración del joven poeta fue la composición de una epopeya nacional, cuya falta iba lamentán­dose ya desde largo tiempo. En 1825 se reveló con La fuga de Zalán (v.), exaltación en hexámetros de las hazañas legendarias de Árpád, el conquistador de la patria; en tal obra, empero, el genio lírico de Vörösmarty mani­festóse más vigoroso que sus aspiraciones épicas. Acusadas características líricas pre­sentan asimismo los poemas Cserhalom, Tündérvölgy y Eger (1825-27, v. Las estre­llas de Eger), cuyo éxito determinó la evo­lución ulterior del literato, el cual, en lugar de dedicarse a la abogacía, entró en contacto con los círculos literarios de Pest, asumió en 1828 la dirección de una revista «Tudományos Gyüjtemény», y dos años después ingresó en la Academia de Ciencias.

Siguió un decenio de febril actividad, consagrado en gran parte al teatro (en su transcurso aparecieron la encantadora fábula escénica Csongor y Tunde, v., y varios dramas his­tóricos, escritos en un lenguaje literaria­mente perfecto), pero sobre todo interesante por algunas obras maestras épicas — Los dos castillos vecinos (v.), La bella Helena [Szép llonka] —, la creciente influencia ejercida por el poeta, al frente de la revista «Athenaeum», en la vida literaria contemporánea, y, singularmente, el vigoroso desarrollo de su lírica, inspirada ya casi exclusivamente en los más elevados ideales cívicos. «La religión más santa es la patria y la huma­nidad», proclamaba junto con István Széchenyi, brillante figura del renacimiento húngaro; en su Llamada (1837, v.), que, como el Himno (v.) de Ferenc Kólcsey, convirtióse en una plegaria nacional, incluso la funesta visión del destino magiar aparece iluminada por el consuelo que el poeta en­cuentra en el servicio prestado por su pue­blo a la humanidad con el cumplimiento de su propia y trágica misión.

No obstante, en el transcurso de los años, que poco a poco iban destruyendo sus ilusiones, la in­quietud por la patria y el amor a todo el género humano quedaban matizados por un pesimismo cada vez más tétrico. Ni aun la felicidad conyugal, que no conoció hasta los cuarenta y tres años, bastó para tranqui­lizarle. El amargor que invadía el espíritu de Vörösmarty arrolló con frecuencia la contención de su «pathos» solemne (Los hombres [Az emberek, 1846], y se hizo todavía más deses­perado tras el fracaso de la guerra de la independencia húngara (1849). La patria — escribió entonces — había sido el timón de su nave; roto éste, el piloto no sabe ni tan sólo rezar, y hace ya mucho no lanzando imprecaciones contra la implacable divini­dad (Para un álbum [Emlékkónyvbe]).

Sin embargo, unas cuantas veces, aún, su fan­tasía levantó el vuelo y recorrió soberana el universo; no obstante, chocó por todas partes con ruinas cuyas visiones eran tanto más terribles cuanto que aparecían ilumina­das por la claridad espectral de la desespe­ración (Prólogo, 1850). En El viejo gitano (1854, v.) la desolación alcanza proporcio­nes realmente espantosas: el suplicio titá­nico de todo el género humano tiembla y gime en tales versos, los últimos que el poeta, gravemente enfermo, compusiera. Forzado al abandono de la soledad del cam­po en busca de la salud en la capital, falleció en Pest a los cincuenta y cinco años.

E. Várady