Miguel de Cervantes Saavedra

Fue bautizado en Alcalá de Henares el 9 de oc­tubre de 1547 y Murió en Madrid el 23 de abril de 1616. Según algunos, pudo haber nacido el 29 de septiembre, día de San Miguel.

Durante el siglo XV, los C. se ha­bían establecido en Córdoba. El licenciado Juan de C., abuelo de nuestro autor, desem­peñó algunos cargos en diversas ciudades y vivió durante cierto tiempo en Alcalá, donde, al partir él hacia otros destinos, que­daron su esposa y varios hijos.

El padre del gran novelista, Rodrigo, era un modesto cirujano y casó con Leonor de Cortinas. Miguel fue el cuarto entre siete hijos, de quienes para esta biografía nos interesa recordar a Andrea (n. en 1544), Rodrigo (nació en 1550) y Magdalena (nació en 1552?); otra de las hermanas fue monja carmelita.

En 1550, el cirujano Rodrigo de C. trasladóse a Valladolid con su mujer, la madre, los hijos y una hermana, María. Esta última había sido algunos años antes amante de un arcediano, hijo bastardo del duque del Infantado; tales amores provocaron una escandalosa querella, de la que la dignidad moral del abuelo de Miguel salió un tanto maltrecha.

El cirujano, que jamás fue rico, viose encarcelado en Valladolid por deudas; además, le fueron confiscados sus haberes. Aun cuando alegó y demostró su «hidal­guía», permaneció varios meses en la cár­cel, excepto algunos breves intervalos. Es posible que este ambiente, turbio en parte y asimismo algo mísero, dejara ciertas hue­llas en el espíritu del futuro novelista, quien precisamente por aquel entonces empezaba a adquirir conciencia de la realidad.

Proba­blemente, la familia de C. se trasladó luego a Córdoba. En 1564 el cirujano vivía en Sevilla, y Miguel, que contaba ya diecisiete años, debió de frecuentar el colegio local- de la Compañía de Jesús (Astrana Marín cree que ya en Córdoba hubo de estudiar con los jesuitas). En Sevilla, su hermana Andrea fue seducida por cierto Nicolás de Ovando y de tal amor nació una niña (Constanza); a su vez, el cirujano Rodrigo sostuvo un litigio y sufrió un nuevo embargo.

Du­rante su adolescencia, pues, el autor del Quijote vio prolongarse el triste despertar de su niñez. En 1566 la familia se había establecido en Madrid. A esta época perte­necen las primeras obras conocidas de Mi­guel: un soneto a Isabel de Valois, aún con vida la reina (que murió en 1568), y otras composiciones dedicadas al fallecer ésta, comprendidas en la Relación verdadera… (1569) que del luctuoso acontecimiento pu­blicó López de Hoyos, profesor del Estudio de Madrid, quien en la obra llama a C. su «caro y amado discípulo».

A esto alcanza cuanto sabemos de cierto sobre la educa­ción literaria del famoso novelista. A 1569 corresponde una ordenanza real en que se dice que Miguel había herido a un tal Antonio de Segura, condenándosele por re­belión a que «con vergüenza pública le fuese cortada la mano derecha y a destierro por diez años»; se ordenaba, además, su detención porque se le había visto «por estos nuestros reinos, y que estaba en la ciudad de Sevilla y en otras partes».

Así, pues, C. había logrado huir; a ello, según parece, se debe su viaje de aquel mismo año a Italia, en busca de refugio. Allí entró al servicio de Julio Acquaviva, elevado poco después al cardenalato. Otra ocupa­ción le atrajo: la vida militar. Por aquel entonces se estaba concluyendo la alianza del Papa, España y Venecia contra el poderío turco.

En la batalla de Lepanto (1571), C. se hallaba, enfermo, a bordo de la galera «La Marquesa», y aun cuando se le disuadió de participar en el combate, quiso para sí el puesto de mayor peligro y, luchando vale­rosamente, fue herido en el pecho y en la mano izquierda, que le quedó inútil. Fue éste el día más glorioso de la vida del es­critor, quien lo recordó en muchas obras y compuso acerca de aquel tema una come­dia, La batalla naval, actualmente perdida.

Se conservan notas de sumas concedidas a C. por don Juan de Austria, no sólo para que atendiese a su curación, sino como pre­mio a su valeroso comportamiento. En 1572 tomó parte en la expedición naval de Navarino y en 1573 en la ocupación de Bizerta y Túnez. Por estas fechas residió en Italia, país cuya vida le resultó muy grata y del que elogió con estusiasmo sus ciudades.

En 1575, junto con su hermano Rodrigo, que había participado asimismo en batallas navales, zarpó de Nápoles en la goleta «Sol» con rumbo a España, llevando consigo car­tas de recomendación en las cuales don Juan de Austria y el duque de Sessa encomia­ban sus servicios.

Dicha embarcación, que debido a las borrascas aparecidas entre Cór­cega y Tolón se había separado de las otras con las cuales navegaba, fue atacada por tres naves berberiscas en las cercanías de Aigües-Mortes, no lejos de las bocas del Ródano; tras un combate durante el cual sucumbieron varios soldados cristianos y el capitán de la goleta, los musulmanes, viendo que se acercaban las restantes embarcacio­nes del grupo, emprendieron la huida, lle­vándose cautivos, entre otros, a C. y su hermano.

Empiezan así los años de cauti­verio en Argel. También de la lucha a bordo de la «Sol» y de la vida en la ciudad afri­cana quedan numerosos recuerdos en la obra del escritor: así, por ejemplo, las dos comedias El trato de Argel (v.) y Los baños de Argel (v.). Durante este período, la con­ducta de C. alcanza heroicas alturas. El futuro gran novelista dedicóse a organizar planes de evasión con los restantes cauti­vos.

En el primero intentó alcanzar Orán por tierra; sin embargo, el moro que había prometido guiarles abandonóles por el ca­mino y los fugitivos tuvieron que regresar, recibiendo en pago más cadenas y menos libertad de movimientos. Mientras tanto, la familia de los dos hermanos supo que se preparaba una redención de cautivos que llevarían a cabo religiosos mercedarios y trató de reunir fondos para el rescate de aquéllos: la madre, fingiéndose viuda, obtuvo del «Consejo de la Cruzada» sesenta duca­dos y además vendió sus bienes.

Sin em­bargo, el dinero recogido no bastó para comprar la libertad de los dos hermanos, por cuanto las cartas de recomendación en­contradas por los piratas les hicieron creer que Miguel era una personalidad importante; y, así, sólo para él pedían ya quinientos escudos.

El escritor prefirió que toda la suma fuera destinada al rescate de Rodrigo (1577). Éste llevó a España una petición de ayuda para la realización de un nuevo plan de fuga ideado por Miguel: catorce españoles se hallarían ocultos en una gruta encon­trada por el mismo C. en las cercanías’ de Argel; para su libertad bastaba enviar desde la Península una fragata, que podría atra­car de noche cerca de la cueva y recibirles a bordo.

Ocho días antes de la fecha fijada pudo ocultarse también en la gruta el mismo autor del plan. Llegó la embarcación, pero, sin embargo, el proyecto fracasó en el últi­mo instante; además, uno de los cómplices, el renegado «el Dorador», denunció a sus compañeros y dijo al bey que el organiza­dor de la evasión había sido C., quien, al irrumpir los guardianes en la cueva, adelantóse explicando; «Ninguno de estos cris­tianos que aquí se hallan es culpable del hecho, por cuanto yo solo he sido su pro­motor y quien les ha inducido a huir».

Miguel fue cargado de cadenas y permane­ció así en la cárcel por espacio de cinco meses. No se desanimó tras su fracaso y em­pezó a planear un tercer intento de fuga, esta vez por tierra. Para ello, un moro partió hacia Orán con algunas cartas dirigidas en petición de ayuda al general español de tal ciudad; pero el emisario fue detenido y, hallado encima de él dicho mensaje, se le condenó a muerte y acabó empalado.

Como autor de dichas cartas, C. había de recibir dos mil palos; pero muchos intercedieron en su favor y la sentencia no fue cumplida. Mientras tanto, desde Madrid, la familia hacía los posibles para obtener el rescate; las hermanas aportaron su dinero y la ma­dre toda su actividad, aunque nada se con­siguió.

En 1579 los padres trinitarios anun­ciaron una nueva «redención»: la madre de C. entrególes doscientos cincuenta du­cados, y su hermana Andrea cincuenta. En septiembre de 1579 se produjo el cuarto intento de evasión. Con el dinero de un mercader valenciano que se encontraba en Argel, y mediante los servicios de un rene­gado, los cautivos adquirieron una fragata con la que poder huir; se trataba de poner en libertad a unos sesenta cristianos, «toda la gente más florida de Argel».

Pero la trai­ción del doctor Juan Blanco de Paz (que había sido fraile dominico) dio lugar al descubrimiento del plan. C. presentóse al bey y volvió a asumir toda la responsabilidad del proyecto; aquél le hizo encerrar en la «cárcel de los moros que estaba en su mesmo palacio» y pensó llevarle consigo a Constantinopla. Por su traición, Blanco de Paz recibió un escudo de oro y una jarra de manteca.

En mayo de 1580 llegaron a Argel los religiosos trinitarios Juan Gil y Antón de la Bella. Éste partió con una primera expedición de rescatados y el otro entabló amistad con C., cuya libertad resultaba di­fícil obtener debido a la fuerte suma que por él pedían. Terminado su período de go­bierno, Hazan Bajá regresaba con su fami­lia y todo lo suyo (que llenaba diversas embarcaciones) a Constantinopla: era el día 19 de septiembre de 1580 y en una de tales naves se encontraba C., «con dos ca­denas y un grillo».

En el último instante, fray Juan Gil pudo pagar los quinientos escudos de oro que Hazan Bajá — el cual había comprado el cautivo a su primer dueño — exigía por el preso; para reunir el total de la suma hubo que buscar dos­cientos veinte escudos entre los comercian­tes. Algunos días después, antes de salir de Argel, C. pidió al religioso que reuniera las declaraciones de los testigos por él pre­sentados; gracias a ellas, muy detalladas, poseemos noticias minuciosas de cuanto rea­lizara el escritor durante su cautiverio.

Exis­te además otra fuente que acredita la vera­cidad de estos datos: la Topographia e his­toria general de Argel, de fray Diego de Haedo (Valladolid, 1612), donde se lee: «…del cautiverio y hazañas de Miguel de Cervantes se pudiera hacer una particular historia. Dezíat Hasan Bajá, rey de Argel, que como él tuviese guardado al estropeado español, tenía seguros sus cristianos, baje­les y aun a toda la ciudad: tanto era lo que temía las trazas de Miguel de Cervantes».

Las noticias del cautiverio del gran nove­lista son, indudablemente, ciertas en lo esen­cial. Probablemente, el escritor partió hacia España el 24 de octubre de 1580. Desem­barcó en Valencia, como se sabe por algu­nos informes que su padre hizo recoger en Madrid (1.° diciembre de 1580) acerca del cautiverio: allí declararon varios de sus com­pañeros de Argel que «al presente está rescatado en Valencia, donde desembarcó».

Según parece, tales datos habían de servir para solicitar el dinero con que pagar la suma debida a fray Juan Gil y a los mer­caderes que habían anticipado lo que fal­taba para el rescate. Entre noviembre y di­ciembre, C. se dirigió a Madrid, cuando hacía ya doce años que estaba fuera de la ciudad. Desde ella marchó luego a Portugal, donde, tras la anexión, se encontraba Feli­pe II.

Recibió una misión para Orán, que llevó a cabo, y en Madrid esforzóse (1582) para lograr un puesto en América, que no alcanzó; más tarde fracasaría igualmente una petición análoga. En 1585 apareció La Galatea (v.), que C. vendió por 1.300 reales.

Compuso con éxito para el teatro El trato de Argel, Numancia (v.) y otras obras de las que hoy apenas se conocen los títulos. De sus relaciones con Ana Franca tuvo una hija (Isabel); pero en 1584 casóse con Cata­lina de Salazar y Palacios, natural de Esquivias (entre Madrid y Toledo), que aportó al matrimonio una pequeña dote.

Por aquel entonces el novelista pospuso de nuevo la literatura a los negocios. Residió muchos años en Sevilla (de 1587 a 1600) y recorrió casi toda Andalucía en calidad de comisario para el aprovisionamiento de la Armada (integrado por cereales y aceite que, paga­dos con demora, era necesario requisar en los pueblos) y luego como perceptor de «ter­cios y alcabalas»; mientras tanto, su mujer seguía viviendo en Esquivias.

Tales activi­dades requirieron un gran esfuerzo mate­rial de C., a quien, en cambio, le proporcionaron numerosos disgustos: excomuniones de cabildos eclesiásticos, cuentas no ajusta­das y cantidades en descubierto reales e imaginarias. Sin embargo, estos años trans­curridos en medio del ambiente popular es­pañol (caminos, posadas, traficantes y gente del hampa) determinaron, indudablemente, el realismo de su arte.

La quiebra de un ban­quero valióle varios meses de cárcel en Se­villa (1597); durante esta prisión parece ha­ber iniciado la composición del Quijote (v.). Vuelto a Castilla (donde se hallaba ya en 1602), vivía en 1605 en Valladolid; pre­cisamente a principios de este año apareció en Madrid la primera parte del Quijote. A comienzos del verano, cierto caballero llamado Ezpeleta fue muerto cerca de la casa donde residía C. con su familia en Valladolid, el cual nada parece haber tenido que ver con el acontecimiento.

Sin embargo, las declaraciones de los testigos indujeron a sospechar de la moralidad de su hija (uno de los declarantes afirmó ser público y notorio que era la amante de un tal Simón Méndez, portugués). Y así, C. y sus fami­liares son llevados a la cárcel y la adminis­tración de Justicia ordena que «Simón Mén­dez no entre en la casa ni hable ni en pú­blico ni en privado con esta mujer».

Algu­nos años más tarde, en 1608, se revelaron detalles equívocos sobre el matrimonio de la hija: todas las mujeres de la familia de C., a excepción de su madre y su esposa, tuvieron con caballeros y mercaderes rela­ciones casi siempre acabadas en una com­pensación en dinero.

El detalle fundamental para la comprensión del carácter del gran literato es el contraste entre el indiscutible heroísmo demostrado en Lepanto y Argel, su honestidad como recaudador (nada desfavorable al escritor puede inferirse de los documentos de la Hacienda) y este sórdido ambiente que hubo de soportar y quizá con­sentir; esta misma disparidad entre los idea­les elevados y la dura necesidad material constituye el tema básico del Quijote.

Cabe tener en cuenta que este libro es el producto de la experiencia de una vida: al ser publi­cada su primera parte, C. contaba cincuenta y siete años. Por otra parte, el período final de la existencia del autor coincide también, precisamente, con el de su mayor fecundi­dad: es la época de las Novelas ejemplares (1613, v.), Viaje del Parnaso (1614, v.), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos (1615, v.) y, finalmente, Persiles y Sigismunda (v.), obra esta última aparecida con carácter póstumo.

La rápida y considerable difusión de su inmortal novela explica por qué en 1614 un envidioso publicó una falsa Segunda parte del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, impresa en Tarragona bajo el nombre, probablemente apócrifo, de Alonso Fernández de Avellaneda, el cual se decía licenciado y natural de Tordesillas.

No ha sido posible identificar quién fuera en ver­dad este autor, que en el prólogo ofendía gravemente a C. con alusiones a su mano inutilizada y a la circunstancia de haber escrito su gran obra en la cárcel; los críti­cos han propuesto muchos nombres, oscuros e insignes, desde Alonso Lamberto y el doc­tor Juan Blanco de Paz, el traidor de Argel, hasta Lope de Vega, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina y Guillén de Castro, cada uno de ellos acompañado por una serie de ra­zones, pero sin pruebas documentales.

Pro­bablemente debió de ser un literato de ter­cera categoría, con cierta cultura teológica, posiblemente aragonés y sin duda ignorado por C.; en esencia, pudo haberle inducido al fraude la ganancia que la gran difusión era susceptible de proporcionarle. La verdadera segunda parte, llevada mientras tan­to adelante por Miguel de C., apareció en Madrid en 1615; en ella defendíase C. con nobleza de las injurias de Avellaneda y se mostró orgulloso de las heridas recibidas en la «más alta ocasión que vieron los si­glos».» Aquel mismo año fue publicado el conjunto Ocho comedias y ocho entremeses nuevos.

Cuatro días antes de su muerte el escritor firmaba la emotiva dedicatoria al conde de Lemos de la obra Persiles y Sigismunda. Es famosa la descripción que de sus propios rasgos físicos dio C. en el prólogo de las Novelas ejemplares; en este aspecto cabe afirmar que, aun cuando se hayan in­dicado como del inmortal novelista ciertos retratos pictóricos, lo cierto es que no exis­te documento alguno completamente digno de fe que nos permita conocer la verdadera apariencia física de Cervantes.

D. Alonso