Nació el 10 de noviembre de 1483 en Eisleben, donde murió el 18 de febrero de 1546. Su padre, el minero Hans Luther, llegó mediante su trabajo a la condición burguesa; el muchacho, empero, primero de varios hijos, conoció durante su infancia la pobreza. Estudió en Mansfeld, a donde sus padres se habían trasladado, y luego en Magdeburgo y Eisenach; consolidada mientras tanto la posición del progenitor, cursó leyes en la Universidad de Erfurt. Sin embargo, una repentina decisión llevóle al convento de los religiosos agustinos de esta última localidad en 1505 (17 de julio). Tras un noviciado feliz empezó la crisis, no de la vocación, a la cual no renunció hasta una época avanzada y contra su voluntad, a consecuencia de la entonces ya prosperada Reforma, sino de la conciencia de su propia adecuación a las supremas exigencias de la vida cristiana, de la concepción ascética y legalista dominante, y, en un segundo tiempo, de este mismo criterio en cuanto interpretación legítima del orden de salvación del cristianismo.
Sin embargo, tal crisis, que pasó por momentos profundamente dramáticos y casi desesperados acerca de los cuales nos informa retrospectivamente el mismo Lutero, no influyó en su carrera monástica (circunstancia que es, por lo tanto, un testimonio de su carácter elevado). Al finalizar el año de noviciado pronunció los votos (1506); recibió las órdenes sagradas en 1507, en 1508 pasó a la enseñanza universitaria como profesor de exégesis bíblica en la recién fundada Universidad de Wittenberg (electorado de Sajonia), y, finalmente, fue enviado a Roma en 1510-11 para la solución de asuntos de la orden. La amistad con el vicario general de ésta, Juan Staupitz, significó para él una preciosa ayuda en la superación de la crisis, que, en sus aspectos personales, había llegado ya a la fase final. Por aquel entonces, empero, inicióse (1517), con la cuestión de las indulgencias, el período revolucionario de la existencia de Lutero (publicación de noventa y cinco tesis de discusión «sobre la eficacia de las indulgencias» en la iglesia del castillo de Wittenberg, 31 de octubre de 1517). El futuro heresiarca había llegado, a través de sus lucubraciones, a algunos criterios nuevos que constituyeron las bases de su obra de reformador.
Para él, la verdadera penitencia no es principalmente la eclesiástica (a la cual, sin embargo, nunca pretendió renunciar), sino la «metanoica», o sea la de la renovación de la mente. La «metanoia» consiste en el reconocimiento de nuestra corrupción irremediable, la aceptación del veredicto divino de condena, la acusación de sí mismo y el odio a nuestra persona; es, por ende, «perpetua penitencia», equivalente a la admisión de los dolores y las «tentaciones» cual vehículos de una disciplina divina y participación en la cruz de Cristo (theologia crucis). Dios, empero, perdona generosamente, por los méritos de Jesucristo, a quienes se consideran reos. La condición única requerida al penitente es una fe absoluta, exenta de vacilaciones, en la realidad de este perdón: «Quien cree obtiene, quien no cree no obtiene». La verdad de la expiación representativa de Cristo, en cuanto hecho de la existencia personal, se halla íntimamente vinculada a la fe, y resulta inoperante y como inexistente para los incrédulos.
Cuantos creen son «justificados», o sea «considerados justos», por Dios, y ello aun cuando su conciencia siga acusándoles e induciéndoles todavía a juzgarse pecadores; más fuerte que el sentimiento debe ser la fe, la cual se funda exclusivamente en las declaraciones divinas y en la incondicionada autoridad de éstas. Tales concepciones características, que imprimieron a toda la piedad luterana su sello peculiar, no aparecieron, sin embargo, en el primer plano de la discusión abierta por las noventa y cinco tesis y continuada primeramente por una polémica de imprenta, luego en la pública «disputa de Leipzig» (4-14 julio 1519), y más tarde en una serie de «textos reformistas», como el manifiesto A la nobleza cristiana de la nación alemana (v.), El cautiverio babilónico de la Iglesia (v.) y De la libertad del cristiano (1520); el debate se desarrolló, al principio, sobre una cuestión disciplinaria (las indulgencias), posteriormente acerca de la autoridad pontificia (disputa de Leipzig) y conciliar, y, al final, respecto de las reformas necesarias.
No obstante, el espíritu de todas estas reivindicaciones residía en la nueva concepción de la fe y de la vida cristiana, que un número de adeptos cada vez mayor inspiraba en las enseñanzas directas, las predicaciones y las publicaciones teológicas de Lutero, a quien todo ello convirtió rápidamente no sólo en adalid de las viejas reclamaciones del reformismo católico del siglo anterior y de las aspiraciones autonomistas del catolicismo germánico, sino, además, en maestro del «Evangelio» descubierto de nuevo y mejor comprendido, al cual acudían almas sedientas de una renovada espiritualidad. En adelante, las fases de su vida personal se identificaron con las de la Reforma. Excomulgado en 1520 (bula Exsurge Domine, 15 de junio) y proscrito en el Imperio por la dieta de Worms (26 mayo 1521), Lutero fue llevado al castillo de Wartburg (4 mayo) por el príncipe elector Federico el Sabio, quien le protegió. De allí salió, violando las órdenes de su señor, en marzo de 1522, cuando las primeras escaramuzas de la insurrección de los campesinos y las violencias iniciales provocadas por la Reforma reclamaban su presencia moderadora.
A partir de entonces vivió tranquilo en Wittenberg, donde enseñó exégesis bíblica en la Universidad, y orientó el movimiento reformista con la palabra, el ejemplo y los escritos (la Kirchenpostille, colección de sermones para todo el año eclesiástico, iniciada en Wartburg en 1522 y sucesivamente ampliada y concluida con la colaboración de sus discípulos y a través de una serie de ediciones que terminó en la definitiva de 1543; la Misa alemana; el Pequeño catecismo y el Gran catecismo, 1529; etc.). El año 1525 señaló un momento crucial en la historia de la Reforma y en la biografía de Lutero Por una parte, la guerra de los campesinos alejó la corriente reformista de las aspiraciones populares a la justicia, la discusión con Erasmo respecto del «libre albedrío» y el «albedrío esclavo» (v. Del servil arbitrio) opuso el agustinismo de la Reforma a las tendencias humanísticas, la polémica sobre los «profetas celestiales» (Widder die hymmlischen Propheten) separó el espíritu bíblico luterano de las corrientes místicas y espiritualistas, y el debate con Zuinglio acerca de la Santa Cena hizo decaer las esperanzas de un frente común protestante contra la reacción católica ya en ciernes.
De otro lado, aquel mismo año, denso en acontecimientos decisivos para el futuro de la Reforma y de Europa y en los cuales influyó notablemente la intransigencia de Lutero, éste, atormentado por graves pensamientos y creyéndose próximo a la muerte, llevó a cabo un acto lógico respecto de sus ideas: puesto que había autorizado a tantos colegas en el sacerdocio y el monacato a quebrantar sus votos, no quiso aparecer sospechoso de reservarse, como más seguro, el camino del celibato, y, ya cuarentón, se casó con Catalina de Bora, joven de veintiséis años y muy pobre aun cuando perteneciente a una familia noble, y que, huérfana de madre y recluida por su padre en un convento, había huido de éste e ido a ponerse, junto con ocho compañeras, bajo la protección del reformador. Tal matrimonio resultó, en conjunto, afortunado; repentinamente Lutero ensalzó las virtudes domésticas de «Kate», la cual cuidó de sus seis hijos (Juan, Isabel, Magdalena, Martín, Pablo y Margarita) y llevó el prolífico hogar procurando cubrir las múltiples necesidades con el modesto sueldo del profesor de exégesis bíblica.
Éste recibió como regalo del príncipe elector el antiguo convento de los agustinos de Wittenberg, y, a fin de aumentar sus ingresos, estableció en él una pensión para estudiantes, los cuales sentábanse a la misma mesa de Lutero y sus familiares; en ella, y una vez terminada la comida, el profesor acostumbraba a entablar conversación con sus discípulos, quienes, llenos de admiración, iban anotando sus palabras, ya agudas, sabias o vigorosamente realistas: nacieron así los Dichos de sobremesa (v.), fuente abundante, pintoresca y poco segura desde el punto de vista crítico de la vida, el temperamento y las ideas de Lutero. Durante los años siguientes la existencia del reformador discurrió sin grandes acontecimientos externos. En el transcurso de ellos siguió siendo el profesor universitario, doctor en ciencia bíblica y dedicado a comentar, escribir y predicar, y atento singularmente a una traducción de la Biblia (v.) que resultó una obra maestra y contribuyó más que cualquier otra de carácter literario al establecimiento del alemán moderno.
En adelante sólo participó en las vicisitudes de la Reforma en calidad de consejero técnico de los príncipes territoriales; y, aun cuando su palabra fuera siempre la más atendida y él venerado como padre espiritual y profeta del movimiento, su intransigencia llegó a ser considerada a veces perturbadora, y, en tanto hubo esperanzas de conseguir un arreglo, ardientemente deseado por Carlos V, fue discretamente relegado a un segundo plano. Y así, a Melanchthon y no a él se debe la redacción de la Confesión de Augsburgo (1530), documento oficial de la Reforma luterana; sólo de lejos, desde la fortaleza de Coburgo, asistió Lutero a las negociaciones de Augsburgo, siquiera como testigo no precisamente pasivo, y que, en última instancia, se pronunció en favor de la intransigencia. Andando el tiempo, sus enseñanzas, aun sin perder en nada su aspereza polémica respecto del catolicismo (Contra el papado romano, 1545), aparecieron cada vez más concretas y moderadas, de acuerdo con un tipo medio que sería el fundamento de toda la ortodoxia luterana.
Desde muchos años atrás Lutero tenía un defecto en la arteria coronaria que, indudablemente, contribuyó a sus angustiosas crisis, y, hacia esta época, su salud física empezó a menguar. Llamado como árbitro en un litigio surgido entre los señores de Mansfeld, emprendió el viaje, ya enfermo, a principios de 1546, y falleció en Eisleben después de haber cumplido ya esta última misión, fiel a sus doctrinas y algo desengañado de los hombres y de los acontecimientos. Sus postreras palabras, escritas en su cuaderno, fueron: «Indudablemente, somos mendicantes». Melanchthon pronunció su elogio fúnebre. El Concilio de Trento, inaugurado pocos meses antes, pero ya demasiado tarde, no pudo sino asistir a una ruptura irremediable. Aquel mismo año empezó la guerra contra la Liga de Esmalcalda.