Refinado escritor griego del s. II, su nombre es típicamente latino; sin embargo, había nacido en Oriente, en la remota región de la Siria Coma- gene, territorio de lengua y costumbres orientales. Ello, como la misma crónica de su vida, refleja bien el cosmopolitismo que la cultura griega primero y el Imperio romano luego habían creado en todos los países de la cuenca mediterránea. Por aquel entonces, el movimiento literario de la «segunda sofística» suponía en buena parte un intento destinado a reivindicar la civilización helénica ante la fuerza política y militar del imperialismo latino. El mismo Samosata fue esencialmente un «sofista» (contemporáneo de Elio Arístides y de Herodes Ático), o sea un hombre de cultura y de gusto, situado entre el retórico y el filósofo, que recorría las ciudades del mundo civilizado y daba en ellas lecturas y conferencias públicas sobre los más diversos temas. Estuvo en el Asia Menor y en Antioquía, llegó hasta Macedonia, Grecia, Roma-, recorrió la cuenca del Po y la Galia oceánica, y pasó incluso por Egipto, donde, ya de avanzada edad, estuvo empleado algún tiempo en la cancillería imperial romana.
Todos los datos de su animada e inquieta biografía pueden obtenerse de sus textos, constituidos por conferencias y libelos en forma de introducciones, así como por diálogos y narraciones, entre las cuales figura Sueño o Vida de Luciano (v.), en la que nuestro autor nos cuenta su infancia en el ambiente oriental, su primera ocupación como aprendiz de escultor, y, luego de un altercado con su tío marmolista, sus primeros éxitos en la sofística. Desarrolló su actividad de polígrafo y libelista en tiempos de los Antoni- nos, desde Adriano hasta Marco Aurelio, siglo de cultura decadente, pero intensa y de aspiraciones vagas, y época en la cual se mezclaron el racionalismo y la credulidad y agudizóse como nunca el contraste entre el logos y la fe, y el mundo antiguo y el nuevo. Samosata, sin embargo, permaneció resueltamente al margen de estos límites; pero, enamorado y desengañado de la civilización griega, la demolió implacablemente con las crueles armas de la ironía y la mofa. Durante algún tiempo había sido remunerado públicamente como sofista en una ciudad de la Galia; además, a lo largo de varios años ejerció la profesión de abogado en Antioquía.
Luego parece haber cambiado el rumbo de su vida una conversación que sostuvo con cierto filósofo platónico, referida en Nigrino (v.): el hecho tuvo efecto en Roma el año 159, cuando Samosata llegó allí como embajador de Samosata, según él mismo recuerda en Toxaris o De la amistad (v.). Con ello termina la primera fase de su actividad más superficial de sofista retórico. Pronto, empero, la aparente adhesión a la filosofía se tradujo en una crítica mordaz y terrible de la misma retórica, de las materias filosóficas y de todas las debilidades, vanidades, ilusiones y pretensiones de la naturaleza humana. El sofista filósofo domicilióse entonces en la propia Atenas, y desde allí prosiguió con renovado vigor el amplio ciclo de sus celebradas lecturas, que llevó incluso a Éfeso, en la Jonia, y Corinto, según resulta del interesante y constructivo opúsculo sobre el Cómo ha de escribirse la historia (v.).
Fue ésta la época de su más intensa y famosa labor, y se inició con diálogos de leve inspiración, como Imágenes (v.) y Anacarsis (v.), o bocetos de estilo delicado, como los Diálogos marinos (v.) y los Diálogos de las cortesanas (v.), donde van introduciéndose paulatinamente el motivo caricaturesco y la ironía burlona, como ocurre en los Diálogos de los dioses (v.) y, sobre todo, en los Diálogos de los muertos (v.). Con los temas de carácter social, tratados parcialmente en las Epístolas saturnales (v.), y con la crítica del Olimpo griego y de los filósofos y oradores, evolucionó entonces la madurez artística de Samosata hacia la composición de diálogos según el estilo platónico y en forma de sátira menipea, como Timón (v.), El sueño o El gallo (v.), Caronte (v.), Menipo (v.), El banquete (v.) y Vidas en subasta (v.); el mismo autor, en El acusado de doble acusación (v.), se jacta de la novedad literaria que en él supone la unión del diálogo a la comedia.
La presencia del ilustre conferenciante era reclamada en todas las reuniones intelectuales o populares; en ellas presentaba, tras una elegante introducción de tendencia sofística, alguno de sus diálogos cómicos, como son, más o menos, Viaje a los infiernos o El tirano (v.), Prometeo (v.), La asamblea de los dioses (v.) y Hermótimo (v.), o bien la lectura de cualquier narración extensa de aventuras, como Lucio (v.) y los dos famosos libros de la Historia verdadera (v.). En 167 asistió por cuarta vez a los Juegos Olímpicos. Allí presentó otra de sus divertidas creaciones de tendencia menipea, Icaromenipo, y presenció, incrédulo y disgustado, el suplicio en la hoguera, voluntario y anunciado previamente, del miserable Peregrino o Proteo, quien, torturado a lo largo de toda su vida corporal y espiritualmente, y vacilante siempre entre el ascetismo de las corrientes orientales y la virulencia de la escuela cínica, había sido encarcelado por su profesión de cristianismo y expulsado de la Roma de Marco Aurelio por insolencia y subversión. Samosata, empero, no manifestó, respecto de tal figura, comprensión ni compasión de ninguna clase, y sí únicamente desprecio y náuseas; y ello de una manera violenta que excluye cualquier duda sobre su incomprensión de la nueva creencia.
No vio tampoco sino impostura y vanagloria en la conducta de otro famoso personaje, Alejandro de Abonutequia, el cual, anteriormente discípulo de un pariente del célebre Alejandro Tianeo, adoptó luego actitudes de gran mago y adivino y poseyó un centro para la emisión de oráculos oficialmente reconocido por las jerarquías romanas. Ante éstas procuró Samosata crearle una situación desventajosa, como refiere en Alejandro o El falso profeta; su aversión hacia él fue tan intensa e instintiva que en cierta ocasión dio, en lugar de un beso, un mordisco a la mano que le tendía el celebérrimo santón. Esta obra documental acerca del taumaturgo de Abonutequia está dedicada a Celso (a quien conocemos como autor de un arrogante libro contra los cristianos), y contiene, además, un ardiente elogio de la labor de Epicuro. En realidad, empero, Samosata no perteneció a ninguna escuela filosófica; el platonismo, el cinismo y el epicureismo le ofrecieron de cuando en cuando motivos sustanciales y formales para sus composiciones literarias; pero no un sistema de doctrinas morales y especulativas.
El mismo autor definió en El pescador (v.) su naturaleza y la esencia de su vida con las siguientes palabras: «Odio a los impostores, picaros, embusteros y soberbios; y a toda la raza de los malvados, que son muchísimos, como sabes… Pero conozco también perfectamente el arte contrario a éste, o sea el que tiene por principio el amor: amo la verdad, la belleza, la sencillez y cuanto merece ser amado. Sin embargo, para muy pocos debo ejercer tal arte, en tanto para muchos el opuesto; y así, corro el riesgo de ir olvidando uno por falta de ejercicio y de conocer demasiado el otro.»
C. Gallavotti