Kurt Weill

Nació en Dessau el 2 de mar­zo de 1900 y murió en Nueva York el 3 de abril de 1950. Estudió primeramente en Berlín con Albert Bing y, por breve tiempo, Humperdinck y Krasselt; a Ferruccio Busoni debe, empero, en particular, la formación de su personalidad. Sus primeras composi­ciones instrumentales pertenecen al clima de la experiencia atona! propio de los dece­nios iniciales de nuestro siglo; así, Fantasía, Pasacalle e Himno para orquesta (1923), Divertimento para orquesta de cámara (1923), Quodlibet, también para conjunto orquestal (1924) y otras obras. Pronto, empero, re­nunció Weill al cultivo de la tonalidad como fase destructora del lenguaje tradicional y de exasperada interioridad individual.

Con­trariamente a los intentos de Schonberg, destinados a la reconstitución de la expre­sión sonora según la nueva sintaxis de la dodecafonía, propugnó el retorno de la mú­sica al sistema tonal diatónico y a su fun­ción melódica, movido no tanto por una mentalidad reaccionaria como por una ten­dencia estética inclinada a la realización de un arte que, por realismo y capacidad de comunicación, pueda interpretar las aspira­ciones de los hombres al establecimiento de un mundo más libre y feliz, aunque bajo la cruel y violenta acusación de las orde­naciones sociales, las convicciones morales y la actuación práctica de la sociedad de nuestra época en perjuicio de los explota­dos y los miserables de siempre. En este aspecto resultó definitiva en Weill su relación con el poeta y dramaturgo Bert Brecht, cuya colaboración dio lugar a uno de los bino­mios más sugestivos en la historia de las afinidades espirituales existentes entre dos artistas.

Ya en la primera ópera, Der Protagonist, con libreto del poeta expresionista Georg Kaiser, podía advertirse el sentido en que desarrollaría luego sucesivamente la obra de Weill Más tarde siguieron, sobre tex­tos de Brecht, Mahagony (1927), La ópera de los tres ochavos (v.) [Die Dreigroschenoper, 1928] y El que dice sí [Der Jesager, 1930], tres producciones más importantes que manifiestan perfectamente la concepción teatral del autor, y, a través de ella, su visión del mundo. Asimismo en su pa­tria, antes del advenimiento del régimen hit­leriano, que le expulsó de Alemania por su origen hebreo y sus convicciones políti­cas, escribió otras dos óperas, La fianza [Die Bürgschaft, 1932], con texto de Caspar Neher, y El lago de plata [Der Silbersee, 1933], cuyo libreto es de Georg Kaiser. Luego, tras un par de años de vida errante entre París y Londres, marchó a América, donde pasó los últimos quince años de su vida. La mú­sica de Weill supone, por lo tanto, la necesidad del consentimiento y la exigencia de la comunicación, de una relación con los de­más, con «los hombres de cada día».

El compositor no exaspera, como Schonberg, su soledad, antes bien busca por todos los medios el contacto con el exterior para reconstituir una perdida convivencia humana a la que confiar el mensaje de la renovavación cuando más falta de luz parezca la humanidad circundante y cuanto más el cinismo, la exageración satírica y la amar­gura sarcástica se manifiesten cual únicas armas capaces de herir y llevar claridad de conocimiento. Así, la cancioncilla, el motivo de jazz y el ambiente de cabaret pasan a ser expresión musical de un planteamiento teatral tenazmente opuesto al intelectualismo, y elementos de un lenguaje accesible a todos precisamente por cuanto originado en las mismas raíces de la vida colectiva.

Independientemente, pues, del mayor o me­nor éxito de sus ensayos y del predominio de un estilo que, en el curso del período pasado en Estados Unidos, esterilizó la ins­piración creadora de sus años mejores, la obra de Weill, que conoció las adversidades del ambiente y de los hombres, y también, posiblemente, una situación histórica de in­suficiente madurez, será tal vez, andando el tiempo, un importante modelo para la si­guiente generación de compositores alema­nes y norteamericanos.

B. Boccia