Nació el 11 de abril de 1357 probablemente en Lisboa; murió en la misma capital el 14 de agosto de 1433. Es el fundador de la segunda de las tres dinastías de reyes portugueses, la de Aviz. Hijo natural del rey Pedro I y de una tal Teresa corrió peligro de ser asesinado a la muerte del emperador (337), como lo habían sido su padre y otros miembros de su familia, por los soldados del nuevo emperador Constancio. Cuando tenía catorce años, Constancio lo desterró con su hermano Galo a Macello, un pequeño pueblo de Capadocia. En 351 lo envió de gobernador a Antioquía, donde pudo satisfacer su pasión por los estudios. Ejercieron mucha influencia sobre él Libanio, que enseñaba entonces en Nico- media, y más todavía Máximo, un neoplatónico que obraba milagros, alumno de Jámblico a quien conoció en Éfeso.
Uno y otro le hicieron definitivamente adversario del cristianismo. En 354, Constancio hizo ajusticiar a Galo y J. corrió peligro de sufrir la misma suerte. Pero la intervención en su favor de la emperatriz Eusebia le salvó la vida, y en el mismo año fue nombrado césar por Constancio y enviado a la Galia para combatir a los alamanos. En los cinco años que permaneció en la Galia, el estudioso J. se mostró inesperadamente como un gran general: en la batalla de Estrasburgo (357) rechazó más allá del Rin a los invasores. En 360, en Lutecia (París), se rebelaron sus soldados contra Constancio y lo aclamaron como Augusto; vacilante J. al principio, amenazado y espiado por el suspicaz emperador, acabó por aceptar. Llegado al Danubio, dirigió una proclama en la que justificaba su conducta y manifestaba su propósito de hacer revivir la antigua religión. La muerte inesperada de Constancio le abrió las puertas de Constantinopla y subió al trono sin oposición (361). Unos meses después comenzó su obra de restauración religiosa: reconstruyó los templos paganos destruidos, eliminó a los cristianos de los cargos verdaderamente importantes y prohibió enseñar a los maestros cristianos.
En 363, habiendo reanudado la guerra contra los partos comenzada por Constancio, cuando ya avanzaba victorioso sobre Ctesifonte, fue herido de muerte en una escaramuza, y murió discurriendo de filosofía en brazos de sus amigos, los filósofos neoplatónicos. Todas las obras de J. son escritos de circunstancias. Algunas se han perdido, como los Comentarios a la guerra de las Galias y la obra Contra los galileos. Nos quedan ocho Discursos, dos opúsculos satíricos, Los Césares (o Los Saturnales) y el Misopogon (v.), y alrededor de 200 Epístolas (v.). J. ha sido definido como «un sofista coronado». Pero él no quiso ser un sofista; quiso ser, y se creyó y lo fue verdaderamente, como Marco Aurelio, un filósofo coronado. Este hombre cautivador, que fue signo en vida, y después de su muerte, de infinito odio y de amor infinito, era al mismo tiempo un general y un sofista, un pedante y un héroe, un frío razonador y un soñador entusiasta, que creía en los milagros de Jámblico y de Máximo y no creía en los milagros de Cristo; en resumen, una singular mezcla de mezquindad y de grandeza.
G. Perrotta