José de Espronceda

Poeta español. Se da como fecha de su nacimiento el 25 de marzo de 1808, aunque no parece demasiado se­gura; murió en Madrid el 23 de mayo de 1842.

El padre de Espronceda era coronel del ejército; casó con doña María del Carmen Delgado, a la que doblaba en edad, y de este matrimonio nació el poeta. Una casualidad hizo que viera la luz en un pueblecito de Extrema­dura, en Pajares de la Vega, cuando el coronel se trasladaba con su esposa a Ba­dajoz, adonde iba destinado con motivo de los hechos que se estaban preparando. Ter­minada la guerra, el matrimonio regresó a Madrid con el pequeño.

Hizo Espronceda sus pri­meros estudios en el Colegio de San Mateo, donde estaba de director Alberto Lista. No tardó este crítico y poeta en adivinar en Espronceda al futuro gran poeta e hizo de él su dis­cípulo predilecto. Fue para él una suerte, pues se vio alentado en sus principios y, sobre todo, aconsejado.

Corrían entonces por España vientos de agitación, vientos de vio­lencia, que soplaban desde Francia y que encendían la mente de la juventud en an­sias de aventuras y de libertad. Los jóvenes estudiantes se agitaban, las sociedades se­cretas crecían incesantemente y la conspiración estaba a la orden del día.

Espronceda no tar­daría en figurar en una de aquellas socie­dades, «La Numantiná», fundada hacía poco y de carácter liberal y patriótico. En las sesiones de «La Numantina», Espronceda inflamaba los ánimos con sus discursos, pese a sus  pésimas condiciones de orador. Su primera composición cantará la jornada del 7 de julio.

A raíz de la muerte de Riego, ocu­rrida en Madrid por aquellos días, en los «Numantinos» se despertó un sentimiento de indignación; como es de suponer, Espronceda no fue de los menos exaltados, y en aquel estado redactaron una protesta que, firmada por todos, fue enviada al Gobierno. Poco des­pués, el poeta salía preso camino de Guadalajara, donde quedaba encerrado en el convento de San Francisco, lo cual no fue mucho para las prácticas dé la época.

Pasado algún tiempo le dejaron en libertad, aunque sujeto a vigilancia, regresando a Madrid. Permaneció algún tiempo en la capital, pero al poco tiempo, fatigado de aquella exis­tencia, decidió emprender un viaje. Se diri­gió primero a Gibraltar, y de allí a Lisboa. Cuentan de su llegada a esta capital una anécdota que le retrata y señala como poeta e hijo de su tiempo.

En efecto, se dice que al llegar a Lisboa le quedaba un duro por todo capital; pagó tres pesetas en el mismo buque como impuesto de Sanidad y, co­giendo las dos que le devolvieron, las arrojó al Tajo, diciendo que no quería entrar en tan gran ciudad con tan pobre capital. En Lisboa conoció a Teresa, su gran amor, su musa inspiradora, según el uso de la época, en que todo poeta parecía necesitar su musa.

Teresa había llegado a Lisboa acompañan­do a su padre, don Epifanio Mancha, que estaba allí desterrado, también él coronel como el padre del poeta. Teresa había de tener una gran influencia en la vida de aquel exaltado; en ella se había de inspirar para su poema El diablo mundo (v.), y a ella iría dedicado el fragmento más bello, el famoso «Canto a Teresa».

El padre de su amada hubo por este tiempo de partir para Londres, con el padre fue la hija, y detrás de la hija, el poeta, no se sabe si «en pos del amor», como decía él, o por miedo a las reclamaciones de España, o por afán de aventuras, de ver tierras nue­vas, que es lo que parece. Inglaterra era, además, la patria de lord Byron, su admi­ración más viva de aquella hora. Espronceda no vaciló.

Durante el tiempo que estuvo en Londres, dedicó su tiempo a cantar a Te­resa, a leer a Shakespeare y a Byron, a decirnos en versos sus nostalgias de España, de poeta, de amante de la libertad y des­terrado. De este sentimiento nació su «Oda a la patria», escrita en Londres por este tiempo. En aquel momento, por el lado de Europa, Espronceda se sintió llamado a la acción.

De muchacho, ya lo sabemos, en España se había inflamado pensando en luchas y aven­turas; había ahora que buscar algo, una empresa noble por la que combatir, como lo había hecho su gran modelo. Espronceda encontró en Holanda su Grecia, y corrió a Holanda a batirse por la libertad. De Holanda, ter­minada la lucha, pasó a Francia, y por el mismo motivo; en París se había encen­dido la lucha contra el ministerio Polignac.

Espronceda tomó parte en los combates de 1830; se batió en las barricadas y fue, según dicen, o lo dijo él, uno de los héroes de las luchas en el Puente de las Artes. Terminada esta aventura, entronizado Luis Felipe — no se sabe si era esto lo que buscaban —, Espronceda em­pezó a pensar en una nueva empresa. Esta vez el impulso le llevaba a España, en la que no dejaba nunca de pensar.

Con un grupo de exaltados, decidieron librar a la patria, donde se estaba preparando la en­trada de las tropas de Angulema; puestos de acuerdo, se dirigieron a la frontera con la intención de entrar en España por Vera. La expedición terminó en desastre: la hueste fue dispersada y su mayoría, entre los cua­les se hallaba Espronceda, se refugiaron en Francia.

No se apagó con ello el entusiasmo del poe­ta, el ansia de lucha que ardía en él, y apenas vuelto a París, le hallamos ya incor­porado a otra expedición liberadora. Con otro grupo de exaltados, se dispuso a par­tir hacia Polonia a luchar por la desgra­ciada nación. Esta vez, la suerte le cortó el paso para aquella empresa en la persona de Luis Felipe, que desbarató la expedición. Espronceda tuvo que permanecer en la capital de Francia, donde le reclamaban ahora asun­tos relacionados íntimamente con su per­sona.

En París había encontrado a Teresa, pero con un nuevo aliciente: estaba casada. No podía pedir más un poeta romántico. Espronceda se sintió de nuevo enamorado de ella, más enamorado que nunca; le propuso la huida y partieron para España, a favor de una reciente amnistía. De momento, Espronceda pa­reció acomodarse a una existencia más so­segada, al lado de su amor; ingresó en la Guardia de Corps, pero al poco tiempo, y por unos versos que había escrito contra el Gobierno, se vio perseguido de nuevo, echado del Cuerpo y desterrado a la villa de Cuéllar.

Vuelto del destierro y con el cambio de la situación política, Espronceda se dedicó al periodismo. En este tiempo formó parte de la redacción de El Siglo y escribió ar­tículos inflamados, lanzó protestas y fue de nuevo perseguido. Otra vez le vemos en las barricadas, ahora en Madrid, tomando parte en los hechos del 35 y 36. Entretanto, sus asuntos sentimentales le habían producido grandes sinsabores; Teresa había huido de su lado y la anduvo buscando de un lado a otro.

La encontró en Valladolid y la obligó a volver con él a Madrid; pero poco des­pués, aprovechando unos días en que el poeta estaba oculto, perseguido por motivos políticos, Teresa volvió a escapar y esta vez de manera definitiva. Parece que ella se lanzó entonces a una vida de desórdenes, de disipación, muriendo al fin en plena ju­ventud, consumida por la tisis. El poeta pudo ver aún su cadáver a través de la reja en una casa de la calle de Santa Isabel.

Entretanto, en 1840, Espronceda estuvo en los Baños de Santa Engracia, fugitivo también; de allí volvió a Madrid, incorporándose a la octava compañía de Cazadores, de la que era teniente, se ocupó nuevamente de polí­tica y volvió a verse perseguido. Su vida pareció entrar ahora en un período de más calma; el recuerdo de Teresa se fue apa­gando y le vemos ir en pos de otra mujer. En 1841 partió para Holanda, pero esta vez no iba a luchar por la libertad: iba a ocu­par un pacífico cargo en la secretaría de la Legación de España.

Su estancia en el Norte duró poco; Madrid le llamaba de nue­vo, con su vida agitada, y al recuerdo de otra mujer, Espronceda regresó a España; volvió a las luchas políticas y fue elegido diputado por Almería. Al parecer, había regresado de Holanda con la salud algo quebrantada por los fríos y la humedad. Sea lo que fuese, lo cierto es que se sintió repentinamente enfermo; se metió en cama, atacado de una afección de garganta, una especie de dif­teria, con fiebres altas, que en pocos días le llevó al sepulcro.

En aquel momento es­taba a punto de contraer matrimonio con una muchacha de la buena sociedad. Murió Espronceda joven; tenía treinta y tres años. Fue una pena; tal vez con el matrimonio y con los años se hubiese curado del hastío y la des­esperación, que son, como se sabe, enfer­medades de la juventud y, ganada la sere­nidad, si era posible, nos hubiera dado la obra que podía esperarse de su genio; ahora ha quedado toda en fragmentos, desigual, con altibajos, según el ritmo de su vida.

Sus obras más ambiciosas, El estudiante de Sa­lamanca (v.) y, sobre todo, El diablo mun­do, muy superior a aquélla, han enveje­cido; se salvan sólo en algunos fragmentos y éstos se leen con admiración. No hable­mos de su intento en el campo de la novela, con su Sancho Saldaña, caída en un póstumo olvido. Lo mejor de nuestro autor ha quedado en sus poemas sueltos, en sus com­posiciones: «Himno al Sol», exaltado y ro­mántico; en «El canto al cosaco», en la «Canción del pirata», llenos de ímpetu y de violencia, y sobre todo, en su poema «A Jarifa en una orgía», de un hondo y sin­cero sentimiento, como un llanto, personalísimo, en que nos ha dado toda la amar­gura, toda la desesperación y la ira que despertó en él su fracaso amoroso, y casi casi los de su paso atormentado por la vida.

Son de notar también en otro tono, en El diablo mudo, que no llegó a terminar, la «Introducción» y el ya mencionado «Can­to a Teresa», que han de colocarse asimis­mo entre lo más bello que salió de su plu­ma. En verdad, Espronceda ha quedado por su vida y por algunos de sus versos, y por esto sólo pasa por el primer poeta del movi­miento romántico y uno de los primeros de España.

S. J. Arbó