John Keats

Nació en Londres el 29 o el 31 de octubre de 1795 y murió en Roma el 23 de febrero de 1821. Fue hijo de un caballe­rizo, luego «livery-keeper». Su breve vida fue toda ella una experiencia espiritual. En la escuela manifestó muy escasamente su vocación futura, y acostumbraba pasar el tiempo entre juegos y diversiones; de manera inesperada, empero, se entregó con gran afición a la lectura. A los quince años era asistente de un cirujano, y poco des­pués ingresó en el Guy’s Hospital con la misión de vendar a los heridos. Dedicaba todo el tiempo libre a la literatura; conmovieron su mente de una manera par­ticular La reina de las hadas (v.), de Spenser, y la traducción de Homero debida a Chapman, obra que le inspiró uno de sus sonetos más célebres. En el curso de este período Keats empezó a escribir sus primeras producciones poéticas, y rodeóse de un gru­po de amigos literatos y artistas en el cual figuraban Charles Cowden Clark, antiguo condiscípulo suyo; Leigh Hunt, quien le publicó algunos versos en The Examiner; Shelley, que parece haber adivinado muy pronto su talento, y el pintor Haydon.

Las poesías iniciales no permiten intuir fácil­mente la verdadera importancia de su autor, y contienen varias imperfecciones estilísti­cas y expresiones duras; la colección Poems de 1817 fue publicada, en efecto, contra la opinión de algunos amigos. En estos pri­meros versos resultan muy evidentes las influencias de Spenser y Chapman; la mano del poeta aparece insegura: indudablemen­te, Keats no había logrado dominar aún sus propias impresiones y expresarlas en un estilo maduro. Por aquel entonces, resuelto a consagrar su existencia a la literatura, abandonó la Medicina y empezó a trabajar en su extenso poema Endimión (v.), que, publicado en 1818, fue acogido con críticas violentamente hostiles por las dos impor­tantes revistas Blackwood’s Magazine y The Quarterly Review. Algunos aspectos de la obra, que no mostraban la segura maestría de los textos posteriores, merecían, cierta­mente, reservas y aun censuras; sin em­bargo, los críticos dieron muestras de su incapacidad para descubrir la promesa con­tenida en tales versos, y, por otra parte, descendieron a deplorables cuestiones de carácter personal.

Ello amargó profunda­mente a Keats, ya víctima de la enfermedad que habría de llevarle a la tumba apenas transcurridos dos años y, además, pertur­bado por su infeliz amor hacia Fanny Brawne. A pesar de todo, fue precisamen­te éste el momento de la madurez extra­ordinaria y casi milagrosa del pensamiento y las facultades del poeta; éste pareció entrar en posesión de una nueva fuerza. Raras veces un poeta ha conocido una as­censión tan rápida y creado una serie tan magnífica de poesías como la que, escrita en menos de dos años, fue publicada en 1820 (v. La belle dame sans merci, Lamia, Isabel, La víspera de Santa Inés, Hiperión, Odas). Las imperfecciones e inexperiencias de sus obras anteriores habían desaparecido por completo; los versos presentan una se­guridad profesional y una inspiración cons­tante. El volumen de 1820 habrá de per­manecer como una de las obras maestras de la literatura inglesa. Por otra parte, aun cuando Keats no publicara jamás un tomo de textos críticos en prosa, las cartas que es­cribió a su hermano durante pocos meses revelan una agudeza crítico-filosófica real­mente notable. Partiendo de Spenser y Chapman, emprendió un profundo estudio de Shakespeare; sus comentarios a la pro­ducción de este autor y las notas sobre el comportamiento de la conciencia poética son una demostración del genio de Keats casi tan evidente ahí como en sus poesías.

A pesar de los duros ataques dirigidos contra Endimion, el mérito del poeta no fue, en su tiempo, negado por nadie. Compañeros y amigos creyeron siempre en sus facul­tades excepcionales. Shelley le consideró a su misma altura; la noticia de su muerte le inspiró el lamento elegiaco Adonais. Leigh Hunt reconoció en él las cualidades de la verdadera grandeza y prodigóle su alien­to. Haydon, contemplándolo como pintor, afirmó: «Sus ojos tenían una mirada pro­funda, absolutamente divina, cual la de una sacerdotisa délfica acostumbrada a las vi­siones». A partir de entonces la fama de Keats no ha sido empañada por la evolución de los gustos literarios. La influencia del autor sobre los poetas posteriores ha sido constante, y, mientras que respecto al valor de Shelley las opiniones se han modificado, todo el mundo ha estado y sigue aún per­fectamente de acuerdo sobre el puesto que corresponde a Keats en la jerarquía de los poetas ingleses. Como es natural, resulta imposible adivinar qué hubiese podido es­cribir de haber vivido más largamente; sin embargo, la profundidad y la fuerza mani­festadas en las poesías de 1820 permiten ver en él un temperamento de escritor se­mejante al de Shakespeare, o sea una agu­da capacidad de penetración y un dominio del lenguaje poético muy por encima de un fácil lirismo.

A. Nicoll