Jacint Verdaguer I Santaló

Poeta catalán, figura destacadísima de la «Renaixenca». Nació el 17 de mayo de 1845 en el pequeño pueblo de Folgaroles, cerca de Vich, y murió en Vallvidrera (Barcelona) el 1.° de junio de 1902. Pertenecía a una familia hu­milde de campesinos del llano de Vich, y de niño, el futuro poeta ayudaba a su padre en los trabajos de la tierra. Fue un mucha­cho travieso y hasta brutal, fuerte y reñidor, ya desde sus primeros años, pero al lado de esto alentaba en él un sentimiento de ternura, una nostalgia y suavidad que con­trastaban violentamente con su rudeza. Éste sería el doble aspecto de su carácter, y tam­bién el de sus obras; no obstante, dominó en él la nota violenta, el ardor de un tem­peramento primitivo que habría de llevarle finalmente al conflicto con sus superiores y a la tragedia que llenó por un momento el clima espiritual de Cataluña.

Ya en su niñez mostró Verdaguer claramente las dos inclina­ciones más vehementes de su espíritu: la religión y la poesía. Nos cuentan, en efecto, que ya en aquellos días construía en su casa capillitas, y revestido con hábitos más o menos sacerdotales, decía la misa con toda seriedad, con unción, ante un pequeño grupo de niñas, entre las cuales se contaba su hermana, y nos hablan ya de sus arre­batos de cólera cuando alguien osaba inte­rrumpir la «ceremonia» o se permitía alguna burla. Tenía Verdaguer once años cuando dejó la escuela del pueblo, donde había recibido las primeras lecciones, e ingresó en el Semina­rio de Vich. Era éste, por entonces, uno de los más famosos de Cataluña, y a él acudían a estudiar desde los lugares más apartados del país y aun de fuera de él.

Durante mu­cho tiempo, el futuro cantor de La Atlántida compartió los estudios con los trabajos de la tierra; en este tiempo empezó asimismo a componer los primeros versos. Lo hacía, no obstante, a escondidas, pues fue siempre huraño de carácter, salvaje y de una gran timidez, condiciones que, más o menos ate­nuadas, conservó toda su vida. No fue Verdaguer un estudiante destacado, ni mucho menos; con­tó en su carrera con más de un suspenso, y en algún momento, llevado por el disgusto y por la cólera, estuvo a punto de renunciar a ella. Fue hombre sobre todo de sensibili­dad, pero de inteligencia limitada y él mis­mo confiesa que no podía con la Filosofía y la Teología, cuyo estudio le ponía enfer­mo.

En aquella constitución robusta — era, en verdad, de una fortaleza física excepcio­nal — la cabeza fallaba lamentablemente. En el Seminario empezó muy pronto a ser conocido por sus versos; había empezado escribiendo composiciones burlescas, de un tono satírico, imitación de las que do& si­glos antes escribiera el rector de Vallfogona, que gozaba entonces de gran favor. En ellas Verdaguer satirizaba sobre todo a algunos de los catedráticos, a los que debía algún disgusto, y que, a causa de tales burlas, le propor­cionaron algunos disgustos más, como es de suponer. No obstante, como es natural tam­bién, estos versos gozaban de una gran popularidad entre sus condiscípulos y empe­zaron a darle fama.

En este tiempo el poeta se ocupaba ya en composiciones más serias, de más ambición, y esperaba con ellas pre­sentarse muy pronto a los Juegos Florales. Estos certámenes estaban entonces en su mayor auge: todos los años se celebraba aquella fiesta en Barcelona con inusitado esplendor, y a ella acudían los poetas desde todos los lugares de Cataluña. Ser premiado en los Juegos era a la sazón el máximo honor a que un poeta podía aspirar; era el sueño de todos los poetas y el sueño ahora de aquel campesino del llano. En el año 1865 Verdaguer presentó a los Juegos dos composi­ciones, viéndoselas premiadas las dos. Por consejo de Collell, su amigo más íntimo de este tiempo, se presentó el poeta en Barce­lona, a recoger el premio, con su traje de campesino y la típica barretina.

La ovación con que se acogió su presencia duró largo rato; fue para él un momento inolvidable, y Verdaguer quedó ya consagrado entre los jóvenes poetas de Cataluña. Por este tiempo había hecho (amistad con algunos muchachos de Vich, condiscípulos suyos, aficionados a las letras, y muy especialmente, con Collell, canónigo con el tiempo y escritor combativo, y famoso después en las luchas políticas de Cataluña. Con Collell y otros amigos fundó Verdaguer el «Esbart de Vich», cenáculo literario por el estilo de muchos otros que estaban de moda a la sazón y, sobre todo, de los que Mistral había organizado en Provenza con el nombre de «El Felibre». Las reuniones se celebraban al aire libre, en el lugar de­nominado «La font del desmai», y llegaron a hacerse famosas, ya que en ellas acudie­ron las personalidades más destacadas de Cataluña.

Verdaguer había entrado últimamente a trabajar en la masía de unos parientes suyos, donde ayudaba en las faenas del campo, a cambio de la manutención, tanta era la pobreza en casa de sus padres; “El poeta trabajaba en la masía, cerca de Folgaroles, a donde se trasladaba de tiempo en tiempo, para ver a su madre; en las horas libres estudiaba, y en el tiempo que aún le quedaba — generalmente, en horas robadas al sueño — se ocupaba en secreto en su pri­mera obra ambiciosa. Por este tiempo Verdaguer, casi siempre por las noches,, en la soledad de la masía, escribía su poema La Atlántida (v.), con el pensamiento puesto en los Jue­gos Florales.

Precisamente aquél era un año excepcional en la fiesta de Barcelona; se había concedido la presidencia a Víctor Balaguer y éste había querido dar al cer­tamen una especial solemnidad, un sentido también universal: aquel año habían sido invitados a la fiesta nada menos que Mistral; José Zorrilla, el autor del Tenorio; Núñez de Arce; Ruiz de Aguilera, y otras figuras nacionales y extranjeras. Verdaguer no vivía. No obstante, esta vez, cuando más lo deseaba, se quedó sin el premio. Su poema no gustó al Jurado. El disgusto, la cólera que se apo­deró de él, no son para decir. Collell nos lo ha explicado; hablaba de bajar a Barce­lona, de emprenderla a garrotazos con los del jurado, etc., y poco faltó para que co­metiera una barbaridad.

No obstante, era ya conocido como poeta; fue a Barcelona, y lo presentaron a Miltral, que era su gran admiración, y Mistral le habló; trazó sobre su rostro la señal de la cruz, y le auguró un brillante porvenir, con lo cual salió conmo­vido y consolado. Mucho tiempo después, siendo ya Verdaguer sacerdote, La Atlántida, corre­gida por el poeta y modificada en algunas de sus partes, recibió el premio en los Jue­gos Florales, que resultó para él una fiesta de apoteosis, pues entonces ya era conocido como el gran poeta de Cataluña. Termina­dos los estudios en 1870 se ordenó de sacer­dote en la pequeña ermita de San Jorge, en el llano de Vich. Estuvo un tiempo en esta ciudad, y pasó de allí a Vinyoles d’Oris, pequeño pueblo de montaña, cuya rectoría había quedado vacante.

En Vinyoles d’Oris pasó dos años consumiéndose de nostalgia y de soledad, y acabó por enfermar; una especie de anemia cerebral, con dolores de cabeza irresistibles, le atacó de súbito, obli­gándole a dejar aquel destino. Pasó a Bar­celona, donde anduvo un poco perdido, es­cribiendo versos y pasando hambre — dos cosas que solían ir bastante unidas en aquel tiempo y ocultándose de la gente. Com­padecido de él, un amigo le procuró una recomendación para el marqués de Comillas, y Verdaguer fue admitido como capellán de uno de los buques del marqués, que hacía el viaje entre España y América. Hizo el poeta al­gunos viajes; recobró la salud, con ella el entusiasmo que había perdido, y volvió a sus oraciones que tenía casi olvidadas.

De los navíos pasó más adelante al palacio del marqués, que le admiraba, y que hizo de él su limosnero y su amigo. Entonces empe­zó la gran época de Verdaguer; fue huésped perpetuo de los marqueses, que lo sentaban a su mesa y se hacían acompañar de él en sus viajes; en este tiempo aparecieron sus mejores obras, entre éstas sus Idilios y cantos místicos (v.), y su gran poema de la reconquista, Canigó (v.), sin duda su mejor obra. Su fama de poeta había llegado ya a la cima; Cataluña le quería y le admi­raba, y también se le admiraba fuera de Cataluña. En su tierra era Verdaguer entonces el primer poeta indiscutible, la figura impres­cindible en todas las fiestas espirituales. Gracias al marqués pudo realizar grandes viajes, algunos como el de Tierra Santa, que era la gran ilusión de su vida; visitó también Roma, París y otras ciudades; es­tuvo en Alemania, en Rusia, en un viaje que causó en él una tremenda impresión y del cual nos habló en uno de sus libros.

Estaba en la plenitud de su fama; vivía en el seno de una familia poderosa y en ella era también admirado y querido. Nada pa­recía presagiar el temporal que se acercaba; nadie lo hubiese podido adivinar. Sin em­bargo, en este momento, cuando su vida parecía haber alcanzado la plenitud, se pro­dujo el desastre, y se produjo con una violencia y rapidez que dejó a todos asom­brados, y a él, al poeta, envuelto en las sombras de una tragedia que todavía hoy nos hace estremecer. El hecho estaba rela­cionado con su cargo de limosnero; Verdaguer riñó con su protector; se vio echado del palacio donde había pasado la mayor parte de su vida; se enzarzó en una violenta disputa con su obispo; se vio perseguido, rodeado de amenazas y peligros, y escribió sus famosas cartas «en defensa propia», que, publicadas en un periódico de izquierdas y en un tiem­po de encendidas pasiones políticas, provo­caron el escándalo mayor que se había visto acaso en Cataluña.

Fue el final del poeta; se le negaron las licencias para la misa; fue declarado rebelde, y, refugiado en el seno de una familia que él decía honradísima y los otros despreciable y causa de su ruina, vivió sus últimos años en la mayor miseria, arruinada su salud, y casi incapaz de crear ninguna obra nueva. En los últimos años logró que se le devolviesen las licencias; hubo una aparente reconcilia­ción con el obispo, escribió aún algunas obras, pero no recobró ya la paz, ni la salud, que tenía perdidas, ni la brillante inspiración a que se deben sus primeras obras. Vivió ya, hasta el fin, abandonado y sólo esperando su última hora, el des­canso. Verdaguer es indudablemente el primer poeta de Cataluña; tocó todos los géneros, pero sus obras mejores las dio en la mística, en que imitó a San Juan de la Cruz, y en épica, donde siguió sobre todo, las huellas de Tasso.

Tres obras destacan en su producción poética: La Atlántida, cuya fama pasó las fronteras de su tierra; Idillis i cants místics en la línea de San Juan de la Cruz y de los grandes místicos, y Canigó, en la cual se dan todos los tonos, y donde Verdaguer nos ha dado sin duda lo mejor de su alma. Estas tres obras bastarían por sí solas para si­tuar a un poeta entre los poetas más gran­des. Verdaguer escribió asimismo en prosa; es tan admirable en la prosa como en el verso; puede decirse que ha sido él el verdadero creador del catalán moderno, y su poesía como su prosa son de una honda raigambre popular. Del pueblo tomó sus leyendas y sus consejas; sus primeros versos son, en general, imitaciones de canciones populares, y el elemento popular debido a su continuo contacto con la tierra, se encuentra, con más o menos fuerza, en todas sus obras, y aun en aquellas que, como La Atlántida o Canigó parecen aceptarlo menos.

Fue el gran poeta popular de su tiempo y de todas las épocas, y todavía hoy sus versos, como su prosa, conservan su frescura y su espontaneidad; se leen como el primer día. De aquí también la inmensa popularidad de que gozó en vida, manifestada especial­mente en el día de su entierro. El cadáver había sido expuesto en el Ayuntamiento de Barcelona, y ante él puede decirse que Bar­celona entera desfiló durante todo el día y toda la noche; toda Cataluña le acompañó en una manifestación de duelo como no se había visto otra en la ciudad.

S. J. Arbó