Félix Lope de Vega Carpio

Uno de los más célebres poetas y autores dramá­ticos de España, el más famoso, con Cal­derón, del Siglo de Oro. Nació en Madrid el 25 de noviembre de 1562 y murió en la misma capital el 27 de agosto de 1635. Procedía de linaje humilde; sus padres poseían una casa solariega en la Vega de Carrieda, en la montaña; pero huyeron de allí, como dice él, «por faltar en ella el dinero» y por «ser corta la tierra». En realidad, aparte de la situación, el padre tuvo otro motivos; éste marchó, en efecto, a Madrid siguiendo los pasos de cierta dama, algo casquivana, de quien se había prendado; la madre de Lope lo hizo en pos de su marido; en Madrid se produjo la reconciliación de los esposos; de la reconciliación —nos lo dice él con su peculiar gracia, y en verso —, vino el poeta al mundo, y a esta circunstancia atri­buye la inclinación amorosa de su tempe­ramento. Tuvo Lope de Vega dos hermanos, una hembra, Isabel, y un varón, del cual se ignora el nombre, y apenas se sabe de su vida; de la hermana se dice que no sabía poner su firma, lo cual nos habla con cla­ridad de la situación poco brillante de la familia.

Fue Lope un muchacho precoz; según Montalbán a los cinco años «leía ya en latín y en romance; a los doce sabía tañer, can­tar, y manejaba la espada con brío,’ porque se dio cuenta ya muy temprano de que «las tres cosas eran necesarias para hacerse valer en el mundo». Estudió Gramática y Retóri­ca en el colegio de la Compañía de Jesús; fue, al parecer, mal estudiante; los estudios la atrajeron poco, o le atrajo demasiado la vida. Su asistencia a los jesuítas duró al parecer dos años; más adelante estudió en Alcalá, donde se graduó de bachiller, vol­viendo después a Madrid; hay quien cree que no terminó sus estudios; se dice, en efecto, que los dejó para correr en pos de una mujer. Es aproximadamente lo que ha­bía de hacer toda su vida, además de escri­bir versos, y versos admirables, que fue su ocupación principal. La vida de Lope de Vega se deslizaría, en efecto, entre galanteos, riñas, escapadas, arrepentimientos y bajo el ru­mor de los aplausos con que eran acogidas sus obras; fue una continua aventura, y en muchos momentos de ella, una fiesta.

Era aún muy joven, poco después de la muerte de su padre, cuando Lope de Vega huyó de su casa, concertado con un amigo, en busca, sin duda, de fortuna, cosa muy de aquel tiempo. La aventura terminó sin glo­ria y al poco .tiempo los fugitivos eran de­vueltos a sus casas por la Justicia. Se ha dicho que más adelante se enroló como sol­dado para las Terceras; es un extremo que no ha podido comprobarse. Se cree, en efec­to, que hubo en este punto confusión, ya que por el mismo tiempo aparece como estudiante en la Universidad de Alcalá. Por aquellos días conoció Lope, y se enamoró de ella, a Isabel de Molina, mujer atractiva y culta, e hija además de un personaje im­portante de la corte. Encontró oposición y tuvo al fin que recurrir al rapto, cosa que no debió de desagradarle. Antes de conocer a Isabel había tenido Lope de Vega amores con Elena Osorio, hija de unos cómicos, «muy bella, como se ha dicho, y algo coqueta»; se afirma que la cómica rechazó a Lope de Vega por otro que la pretendía, hombre de mucho dinero, y empujada a ello por la familia.

Lope de Vega, despechado, escribió irnos libelos contra la joven, contra el galán y contra su familia; contestó el otro; se desafiaron y el rival cayó herido. Lope de Vega fue detenido y encarcelado. Estaba ya de lleno en sus amo­res con doña Isabel, y desde la misma cár­cel se casó con ella por poderes; muy poco después escapó de su encierro, ayudado por un amigo, raptó a la que era ya su esposa y huyó con ella a Valencia, donde se de­dicó a escribir versos y comedias. Se pro­yectaba en aquel momento el envío de la expedición de la Gran Armada contra Ingla­terra; una oleada de patriotismo exaltaba a la nación. Lope de Vega, que había regresado a la corte, se incorporó a la expedición como soldado. Todavía en Lisboa halló el tiempo y la ocasión para una aventura con una portuguesa; según algunos, se encontró allí con un hermano suyo, alférez, con el cual no se habían visto desde la niñez, y que iba también en la expedición; después Lope de Vega le vería morir en sus brazos alcanzado por una bala en un combate con las naves ho­landesas, aunque todo esto no ha podido comprobarse.

Tuvo, ciertamente, que asistir al gran desastre, y regresó a España «des­engañado — se ha dicho — de la gloria mi­litar». Lo más seguro es que no se hubiese ilusionado nunca con ella, y que se con­funda este sentimiento con la amargura y decepción de aquella jornada desgraciada. Llegado a España, se trasladó a Valencia, donde pasó algunos años al lado de su es­posa; allí escribió nuevos poemas, nuevas comedias, con lo que creció su fama de poe­ta y autor dramático, situándose ya entre los primeros ingenios de la nación. Más tarde pasó a la corte, entrando entonces como secretario del duque de Alba; poco después de su traslado a Madrid, en 1588, perdía Lope de y a su esposa, y en seguida a su hijita, Teodora, antes de cumplir ésta un año de edad. Había entrado al servi­cio del marqués de Malpica desde el cual pasó finalmente al del conde de Lemos, el protector también de Cervantes y de otros escritores de aquel tiempo.

Con el conde de Lemos estuvo Lope en Valencia por las bodas de Felipe III y su hermana la infanta Isa­bel Clara con los archiduques de Austria, Margarita y Alberto. Con este motivo Lope de Vega escribió su poema Fiesta de Denia en que describía las dadas por duque de Lerma en Denia en honor de aquellos príncipes. Lope de Vega conoció por estos días a Juana Guardo, a vueltas acaso de algunas aventuras. Ésta, era hija de un abastecedor de carnes, mu­jer hermosa pero sin apenas instrucción. Su amor con Juana Guardo no fue obstáculo para que Lope de Vega dedicará su atención a otra mujer: Micaela Luján, hija de cómicos, cómica ella, y mujer casada y famosa por su belleza, con la cual tenía amores ya desde antes. Juana Guardo fue, no obstante, la esposa legítima, y Lope la quiso entraña­blemente. Sobre esta hija de carniceros le gastaron sus enemigos bromas pesadas, entre ellos Góngora.

Lope , no obstante, parecía feliz con su nueva esposa; Juana estaba enamo­rada del poeta, le dio dos hijos, y él mismo nos ha trazado un hermoso cuadro de su hogar en el que nada parecía faltar. Pero, como se ha dicho, no era su sino gozar en este mundo la felicidad durable; cuando no la destruía por sí mismo, se la arrebataba la suerte; esta vez, como la anterior, tocó a la suerte. Lope de Vega perdió a su hijo cuando éste tenía seis años, y desesperada por aque­lla pérdida, no tardó la madre en seguirlo dejando al poeta sumido en la desespera­ción. Esta desesperación no duraría mucho, como no había durado la felicidad; en su matrimonio, Lope de Vega no había dejado de verse con Micaela Luján. Micaela estaba ca­sada, como hemos dicho, pero su marido murió en 1603; fue una muerte deseada por los dos y bendecida, como nos explica el propio Lope de Vega no sin cinismo, y después de la cual vivieron ya juntos de manera declarada.

Micaela le dio siete hijos, entre ellos Marcela, a la que quiso su padre con amor entrañable. Micaela fue, puede decirse, el gran amor de Lope de Vega; a ella dedicó va­rias de sus obras, y en un momento de su existencia soñó ya en vivir con ella para siempre: «Y si tienes, Lucinda, mi deseo/ hálleme la vejez entre tus brazos / y pasa­remos juntos el Leteo.» Entre tanto, su fama había crecido sin cesar, y en este momento era Lope de Vega la primera figura indiscutible del país. Sus comedias eran estrenadas y aplaudidas en todos los teatros; su ocupa­ción era escribir sin cesar nuevas come­dias, reñir con sus enemigos, cada día más numerosos, batirse con la espada, cuando no bastaba con el libelo o la sátira declarada, reunirse con sus amigos, que los tenía tam­bién y apasionados, gastar el dinero a lo príncipe, y hacer el amor, que fueron las ocupaciones más constantes de su vida; por encima de todo escribía, pues a pesar de sus grandes éxitos, a pesar de su facilidad — algunas de sus comedias las escribió «en horas veinticuatro», como nos dice —, an­daba siempre falto de dinero, y los teatros le pedían de continuo nuevas comedias.

Pue­de decirse que este tiempo señala el punto culminante de su carrera, la plenitud de sus triunfos, después de lo cual las desdichas empezarían a cebarse en él. Coincide este momento con su entrada al servicio del duque de Sessa, cuyas relaciones tanto han dado que hablar. Era este duque veinte años más joven que Lope de Vega, mujeriego y libe­ral; colmó al poeta de dádivas y presentes; le procuró cargos y prebendas, y Lope de Vega en compensación puso sus experiencias amo­rosas al servicio de su señor, llegando en esto a extremos que costaría creer a no tener el testimonio del propio poeta. Las cartas cruzadas entre éste y el duque nos ilustran, en efecto, sobre el aspecto más triste del carácter de Lope de Vega Por estas fechas pasó el poeta por hondas crisis reli­giosas, y acabó ingresando en la Congrega­ción de Esclavos del Santísimo Sacramento, en la cual entraron asimismo algunos de los escritores de aquel tiempo, entre ellos Cer­vantes; lo hizo después en la del Oratorio, en la venerable orden Tercera.

Las desgra­cias habían empezado a cebarse en él, como en un encadenamiento, y una tristeza hon­da, una fatiga de todo, empezaba a traslu­cirse en sus versos, y sobre todo en sus cartas. En 1613 murió su hijo Carlos Félix, y por la misma fecha, debió de seguirle la madre al sepulcro. La impresión fue terri­ble, y él sintió crecer a su alrededor la sole­dad. Tras estas muertes y como lo había prometido, se ordenó sacerdote. No obstan­te, todavía las cosas del mundo tiraban de él, y sobre todo las mujeres: una lucha terrible empezaba a entablarse en su inte­rior y maldecía «del amor que quería opo­nerse al Cielo», al cual tendía cada vez más su alma, no obstante, lo cual, volvía a aquel amor. Continuó, en efecto, atado al mundo; tuvo aún algunas aventuras, y al fin la más triste: sus amores con Marta de Nevers, también casada. De esta mujer, amada como las otras apasionadamente, tuvo Lope de Vega una hija. La madre al poco tiempo quedó ciega; se volvió después loca, y aunque recupe­rada en algo, acabó sus días tristemente. La hija, Antonia Clara, nacida de estos amores, se fugó, siendo Lope de Vega ya anciano, con un noble de la corte. Él sabía algo de estas aventuras, y aún mucho — el Destino pare­cía castigarle con las mismas armas que él empleó — pero no por esto su dolor fue menos sincero, porque Antonia Clara era el último apoyo que le quedaba en el mundo.

No obstante, es de creer que el golpe más fuerte lo recibió Lope de Vega diez años antes, y fue el día en que su otra hija Marcela, tenida de Micaela Luján, le comunicó su resolución de ingresar en el convento; fue el más terrible, primero, porque Marcela había sido la preferida del padre, y en se­gundo lugar, porque en la resolución de la joven adivinó tal vez un reproche, un dis­gusto secreto, una tremenda decepción ante la conducta de su padre. Los versos que Lope de Vega le dedicó en aquella ocasión, lo hacen pensar así. Por su hija Marcela y con ocasión de aquel acto, escribió, en efecto, uno de sus poemas más sentidos, más rebo­sante de emoción y en el cual nos dijo toda la desolación de su alma en aquella hora. Tras la fuga de Antonia Clara la soledad del poeta fue total; a partir de entonces se le vio ya poco por Madrid. La mayor parte del tiempo lo pasaba en su casa, en la calle de Francos donde había de morir; allí es­cribía, rezaba en el oratorio que tenía en la misma casa, y aun aseguran que se dis­ciplinaba; tenía la casa un pequeño jardín, y Lope de Vega, a medida que se acercaba su fin, se dedicaba más a cuidar de las flores. De este modo, se fue acercando a la muerte, abatido por las desgracias, por las contra­riedades, por los reveses de la fortuna, en la más terrible soledad, y en aquella tris­teza que vemos reflejada en sus versos. Su muerte fue rápida, sin apenas enfermedad, y sin dolor. Estaba escuchando una diserta­ción del doctor Fernando Cardoso en el seminario de los Escoceses, cuando sufrió un desmayo. Se le trasladó en seguida a su casa, y dos días después expiró. Como hom­bre Lope de Vega se nos ofrece en los aspectos más contradictorios; violento por un lado, y arrebatado, humilde por el otro; capaz de elevar a una mujer al altar, cuando enamo­rado, y de insultarla y hasta difamarla, cuando celoso o humillado. Fuera del amor, fue hombre de odios, como de afectos.

«Yo he nacido con dos extremos — decía — que son amar y aborrecer. No he tenido medio jamás.» Se burló a menudo de las leyes, como de la opinión de los hombres, y su moral fue casi siempre personalísima y acomodada a sus conveniencias; pero en lo fundamental se mostró humano y bueno, y reverenció los grandes principios, las ideas grandes de su época, y aun los sentimien­tos. En el amor no tuvo freno, y atropelló por todo, en pos de su deseo, pero quiso a sus hijos con ternura, y sabemos que en la enfermedad de su esposa, Juana Guardo, cui­dó de ella como el mejor esposo y pasó no­ches enteras a su cabecera. Dos cosas le hacen perdonar a nuestros ojos los excesos en que incurrió: el mismo ardor de sus sentimientos, su bondad, y por encima de todo, su genio; en cuanto a aquéllos, a po­cos pudo aplicarse como a él la frase de Jesús a la Magdalena, de que mucho había amado y por esto sería perdonada. Como escritor fue de una fecundidad portentosa; se empleó en todos los géneros, y en todos, en unas obras más, en otras menos, hizo resplandecer las gracias de su genio, sus grandes dotes, y ya retirado del mundo, nos dio sus composiciones religiosas, nos dio sus versos, de un sentimiento místico, de una elevación en que pocos le superaron; hemos de acudir para hallar algo semejante a fray Luis de León, y sobre todo a San Juan de la Cruz.

Es difícil citar aquí todas las obras de Lope; nos limitaremos a las principales. Muy joven aún publicó La Ar­cadia (v.), novela pastoril, género predilecto de la aristocracia, y que escribió por en­cargo del duque de Sessa; escribió más ade­lante La hermosura de Angélica (v.), en que siguió las huellas del Orlando furioso, sin alcanzar las bellezas del original. Tras la Angélica dio a la estampa la Jerusalén conquistada (v.), imitando a Tasso, pero también esta vez quedó por debajo del mo­delo. No obstante, aquí, como en todas sus obras, Lope de Vega salva siempre por la belleza, por la inspiración y la gracia del verso, si no por el vigor de las evocaciones, que es donde falla. A la Jerusalén siguió La Dragontea (v.), poema épico en que trató de la muerte de Darke, el famoso corsario in­glés; escribió Corona trágica (v.), poema narrativo religioso sobre el destino trágico de María Estuardo; varios poemas de imi­tación de los antiguos: La Circe (v.), La Filomena (v.), La Andrómeda (v.), y el más conocido, La gatomaquia (v.), en que imi­tando a Homero en su Batracomiomaquia hace burla y ridiculiza los poemas caballe­rescos.

En El Isidro (v.) nos dio la vida del santo escrita en versos de sabor popular a la manera de los que circulaban entonces sobre las vidas de los santos; se ensayó en la novela con La Dorotea (v.), considerada como la mejor obra de Lope de Vega en prosa, y también la obra donde puso más de sí mismo; en ella se ha creído ver la historia más o menos exacta de sus amores con Inés Osorio. Escribió Arte nuevo de hacer co­medias (v.), mucho menos interesante que las comedias que escribió, al revés de lo que ocurre en general con los preceptistas, pero en el que, a vueltas de arbitrariedades y contradicciones, citas pedantescas, etc., se encuentran algunas afirmaciones de interés sobre el teatro, y sobre todo, sobre sus co­medias y las ideas que el autor sustentaba al respecto; escribió también algunas nove­las cortas, para complacer a Marta de Nevers, en el tiempo de sus amores, y no mejores que las largas y aun inferiores a ellas. Descolló asimismo Lope en los poemas sueltos, versos líricos, letrillas, canciones, etcétera, muchas de las cuales han sido re­cogidas aquí y allá en sus obras, y reunidas en un volumen; en estas composiciones está quizá lo mejor de Lope de Vega, el latido más íntimo de su alma y a la vez sus versos más bellos, los más inspirados que salieron de su pluma.

Donde halló sin embargo su grandeza mayor fue en las comedias. Puede decirse, y se ha dicho, que fue el verda­dero creador del teatro español. Él abrió el camino, ya siguiendo los cánones tradicio­nales, ya rebelándose contra ellos cuando le convenía, encerrándolos «con seis llaves», como dijo, e introduciendo una libertad que ensanchó considerablemente los horizontes de la escena; todos los que vinieron des­pués hubieron de seguir sus huellas. En nin­gún género se mostró Lope más inspirado, más rico en la invención, con más dominio de la materia, con una facilidad igual. Sus co­medias se hacen llegar a mil cuatrocientas, con lo menos cuatrocientos autos y un nú­mero crecido de entremeses; fue en verdad «el monstruo de naturaleza», como le llamó Cervantes. En sus obras imitó a todos los modelos; acudió como Shakespeare a la his­toria patria, a los cuentos populares y tra­diciones, y también como Shakespeare en­tró a saco, para sus argumentos, en los cuentistas italianos; imitó a los antiguos, y, en una palabra, cogió su bien donde lo en­contró, pero en todas las obras puso el sello de su genio, la marca de su carácter y de su grandeza.

Descolló Lope de Vega en la pintura de caracteres; no tanto en el desarrollo y menos en el desenlace de sus comedias, como de hombre que escribía con prisas y se en­tretenía poco en este punto; no obstante siempre está presente el gran poeta; su obra se salva siempre por las gracias, por las bellezas que sembró en los versos, en que pocas veces cedió la inspiración. Es difícil hacer una exacta estimación de la obra de Lope de Vega No tiene él una obra en que se defina su genio, una obra que destaque os­tensiblemente en el conjunto de su produc­ción, como Calderón tiene su Alcalde de Zalamea o La vida es sueño. No obstante, en el conjunto de su producción sobresalen algunas como Fuenteovejuna (v.), exaltada en nuestro tiempo como anticipación del llamado «teatro de masas», e incorporada al repertorio internacional; La estrella de Se­villa (v.), El caballero de Olmedo (v.), El acero de Madrid (v.), La moza del cántaro (v.), Las bizarrías de Belisa (y.), La noche de San Juan (v.) y El mejor alcalde el rey (v.), considerada por algunos como una obra maestra.

Los sentimientos que dominan en su teatro eran los más generales en la Es­paña de su tiempo: el sentimiento religioso, el monárquico con la reverencia a la per­sona del rey, sentimientos que hallamos también en Calderón, y, aunque con menos severidad, en el propio Cervantes; también hallamos en él el sentimiento del honor, aunque sin llegar a los extremos de Cal­derón, como menos sentido; aparte de éstos, abundan en su obra, otros dos sentimientos: el amor a la mujer, con todas las delica­dezas de la época, y el culto a la amistad, que fue tina de las grandes inclinaciones — yo diría virtud — de su alma. Fue el suyo un arte realista, y en sus comedias aparte de las expansiones líricas, los arrebatos, re­produjo fielmente las costumbres, los usos, las creencias, los sentimientos de su tiem­po. Fue, por esto, un autor eminentemente popular, como todos los grandes autores, porque fue el más representativo de su época; como todos los verdaderamente gran­des, como Shakespeare, como Molière, llegó con su obra al alma del pueblo, porque éste encontró en ellos el exacto latido de su alma.

S. J. Arbó