Edith Wharton

Nació en Nueva York el 23 de enero de 1862 y murió el 11 de agosto de 1937 en Saint-Brice-sous-Forét (Francia). Su nombre de soltera fue Edith Newbold Jones. Perteneció a una antigua familia norteamericana muy rica y de elevada con­dición social. Formóse, pues, en el ambiente de la sociedad aristocrática y sólo fue ale­jándose de ella a medida que su fidelidad a los debilitados ideales de tal clase con­virtióla en una notable escritora de sátiras sobre sus costumbres corrompidas, decaden­tes o viles. Ante sus amigos de Nueva York, empero, resultó siempre «demasiado inteli­gente para poder estar a la moda»; su mis­ma familia consideró una gran desgracia su actividad literaria. En el Faubourg St. Germain encontró Edith un ambiente más ade­cuado.

Europa le era familiar ya desde la niñez; y Francia, país en el cual pasó una parte considerable de su vida (desde 1906 en adelante) y donde falleció, fue para ella un sinónimo de «civilización». Educada priva­damente, y mantenida lejos de los libros leídos por los niños más corrientes^ conoció ya desde la infancia, en la selecta biblioteca de su padre, a los clásicos franceses e in­gleses. Cuando niña preocupóse menos de los cuentos de hadas que «de los dioses y las diosas del Olimpo, cuyo comportamiento era tan semejante al de las damas y los caballe­ros invitados a las cenas». Apenas transcurri­da la niñea, poseía ya los sólidos principios de decoro, dignidad, disciplina, aislamiento, formalismo y discriminación que luego ca­racterizaron su conducta de «grande dame» tanto en las altas esferas internacionales como en las letras norteamericanas.

Su respetabilidad pública, empero, viose com­pensada por una notable cordialidad en la vida privada. Aun cuando hubiese empezado a escribir ya a los once años, sus facultades se desarrollaron lentamente; hasta los cua­renta, y tras el matrimonio con Edward Wharton, un neurasténico aristócrata de Boston, no acabó la primera de sus nume­rosas novelas. Probablemente, las graves tensiones emotivas determinadas por este enlace influyeron mucho en la evolución de su pensamiento. Cuando, tres años después, completó La casa de la alegría (1905, v.), las dudas insistentes y las vacilaciones ha­bían hecho paso a una permanente concien­cia de auto-descubrimiento y de dominio artístico. Debió algo a los ejemplos de sus buenos amigos Paul Bourget y Henry James; sin embargo, y aun cuando en toda su obra puedan hallarse ecos de ambos, no fue discípula de ninguno de ellos.

Por lo demás, conocía a fondo, por dentro, los temas que trataba: una sociedad aristocrática (la suya) que iba perdiendo la vitalidad interior, las virtudes personales y sociales que habían constituido su fuerza, pero que, al mismo tiempo, asumía «valor dramático» (para la novelista) «a través de lo destruido por su frivolidad», o sea lo mejor de ella. Bajo el doble papel de «extraña» y disciplinada pro­sista escribió luego Ethan Frome (1911, v.), en la cual se interesó no por la «sociedad» sino por los rigores del espíritu puritano de Nueva Inglaterra. Como fría, aguda y un tanto maliciosa escritora satírica trató, en La costumbre del país (1913, v.), el tema «internacional» grato al Henry James del primer estilo.

Autora fecunda, describió de vez en cuando, como en La edad de la ino­cencia [The Age of Innocence, 1920], los usos, las costumbres y la moralidad de la sociedad neoyorquina de 1870, y, como en Los niños (v.), la desintegración de la forma y la esencia de la mencionada colectividad humana. Vivió suficientemente para recibir innumerables honores oficiales (llevó a cabo destacados servicios en la obra de asistencia durante la primera Guerra Mundial), sobre­vivir al hundimiento definitivo del mundo que encarnaba con su persona y represen­taba (o traicionaba) con su arte, y ver sus principios estéticos superados por otros dis­tintos, que sólo podía considerar bárbaros.

S. Geist