David (Dāwidh)

Nació en Belén de Judá a mediados del siglo XI a. de C. y murió en Jerusalén el 972 a. de C. Su estrella empezó a brillar en el ocaso de Saúl: «El Señor dijo a Samuel: ¿Hasta cuándo habrás de llorar a Saúl, a quien he rechazado para que no reine sobre Israel? Llena tu cuerno de aceite y ven, que te enviaré a Jesé el betlemita, pues he escogido un rey entre sus hijos» (I Sam. — I Reyes, 16, 1).

La reprobación de Saúl supone la elección de David, pastor- cilio «rubio, de bello mirar y hermosa figu­ra», a quien Samuel consagró en la casa de Jesé movido por la divina inspiración que mil años después, en aquel mismo lugar, guiaría a los pastores hacia la gruta del recién nacido Hijo de David.

El último de ocho hermanos apacentaba rebaños y sólo más tarde el joven sería llamado a la corte para adormecer con su cítara el «espíritu maligno» que inquietaba a Saúl. Nombrado escudero del gran rey pecador y amado fra­ternalmente por Jonatán, su triunfo sobre el gigante Goliat, a quien dio muerte con su honda de pastor (había ido al campo a sa­ludar a sus hermanos), constituyó el inicio de su notoriedad y desventura.

Saúl, celoso, intentó por dos veces atravesarle con la lanza y luego trató de perderle ofreciéndole la mano de su hija Micol a condición de que el joven le llevara los prepucios de cien filisteos; sin embargo, David salió vencedor de la prueba y se casó con la doncella real. De esta suerte, y sin que los dos rivales se percataran de ello, toda la juventud del fu­turo monarca fue una oculta preparación para el trono que Dios le tenía destinado.

Los años sucesivos presenciaron un conti­nuo vagabundeo de Saúl, quien perseguía a David por desiertos y cavernas. Con el auxilio de Micol y Jonatán, el joven marchó a Rama, residencia de Samuel; allí le alcanza su perseguidor. No obstante, «el espíritu del Señor estuvo también sobre él, y durante el camino profetizó… y se despojó, además, de sus vestiduras, y profetizó asimismo ante Samuel, y permaneció desnudo en el suelo todo aquel día y toda la noche» (I Sam. = I Reyes, 19, 23-24).

David tuvo tiempo de sal­varse, y Saúl fue objeto de un mordaz pro­verbio: «¿También Saúl entre los poetas?» Durante los años de vida oculta, David casó con Abigaíl, la carmelita. Ni las persecuciones, ni su propio peligro, ni el de la familia y los partidarios lograron vencer la manse­dumbre del futuro rey, el cual en dos ocasio­nes llegó furtivamente junto al monarca enemigo adormecido y, en vez de matarlo, se limitó a cortar un pedazo de su manto y a mostrárselo después de lejos: «Y Saúl levantó la voz, y lloró, y dijo a David: Eres más justo que yo» (I Sam. = I Reyes, 24, 17-18).

No obstante, el destino del viejo rey se precipitó, y en 1012 él y Jonatán cayeron en la batalla de Gelboé contra los filisteos. Al volver de su destierro, David fue acogido por Aquis, soberano de los fiilisteos, y en Hebrón es exaltado al trono de Judá. El joven monarca llora entonces la muerte de Saúl, cuya melancolía consolara antes con su canto, en la elegía que, dentro de las formas tradicionales de la lamentación fú­nebre, alcanza una de las cumbres líricas de la poesía bíblica: «¡Oh esplendor de Israel, cómo caen muertos sobre tus alturas los valientes!» (II Sam. = II Reyes, 1, 19-27).

Tras siete años de reinado, con la mediación de Abner las tribus septentrionales abando­nan a Isboseth (Isbaal), hijo de Saúl, y re­conocen a David como rey de todo Israel; era entonces el año 1005 a. de C. El designio di­vino tan oscuramente empezado a poner en práctica en la casa de un pastor, se había cumplido: «David reconoció que Dios le constituía soberano de Israel y exaltaba su reino por amor de su pueblo Israel» (II Sam. II Reyes, 5, 12).

Los dominios de David se extendían desde el Líbano hasta el Negueb y además comprendían el territorio de los ammonitas y moabitas, las ciudades cana- neas y las zonas antaño sometidas a los filis­teos. Su capital estaba situada en Sión, la ciudadela arrebatada a los jebuseos, monte no perteneciente a tribu alguna, sino única­mente a la corte, de la que recibió el nom­bre: «ciudad de David».

Allí vivía el mo­narca, rodeado de una cohorte de mercena­rios filisteos (keretim o cretenses) y de las mujeres, las concubinas y los hijos; a este centro del reino pacificado hizo trasladar el soberano el Arca y el Tabernáculo, sobre el Ophel. Nace de tal suerte una sociedad civil y religiosa centralizada, y Jerusalén se convierte en la ciudad santa y real, trono del futuro Rey-Mesías.

Sin embargo, aque­llos años de poder estuvieron amargados con muchas culpas y dolores. David deseó a Betsabé y provoca la muerte de su esposo Urías colocándole en sitio peligroso en la batalla contra los ammonitas. Su falta le es repro­chada por el profeta Natán con la parábola del rico que da muerte al corderito prefe­rido del pobre: «David se irritó y dijo a Natán: Por Dios, que es digno de muerte el hombre que tal ha hecho… Y Natán dijo a David: ¡Tú eres ese hombre!» (II Sam. — II Reyes, 12, 6-7). Castigado con la muerte del hijo adulterino, el soberano manifestó su arrepentimiento en el Miserere, que ha­bría de convertirse en la plegaria de todos los pecadores.

Débil consigo mismo, también sus hijos crecieron violentos y sensuales. El primogénito, Amnón, violó a su hermanastra Tamar y fue muerto por su hermano Absalón. Éste, reconciliado con el padre al cabo de cinco años, no tardó en sublevar al pue­blo y, proclamado rey en Hebrón, logró ocu­par Jerusalén y penetrar en el harén paterno como prueba de su autoridad.

Sin embargo, la fortuna del insurrecto fue breve: derro­tado por Joab, fue muerto por éste al que-dar asidos sus cabellos en una encina du­rante la huida. David, que había ordenado a los soldados que no mataran al joven, esperó con ansia a los mensajeros, y cuando éstos le dieron la fatal noticia, «subió a la estan­cia situada sobre la puerta y lloró.

Y mien­tras andaba decía: Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón, ¿quién me concederá morir por ti, Absalón, hijo mío, hijo mío?» (II Sam. = II Reyes, 18, 33). La tumba del joven rebelde se levanta aún, como arro­gante monumento, en el valle de Josafat. Pronto una nueva desventura cayó sobre Israel cuando el rey llevó a cabo el censo y echó cuentas, como de una posesión pro­pia, del pueblo que era únicamente propie­dad de Dios. «Pero David sintió latir su corazón apenas realizado el recuento del pueblo, y dijo al Señor: He pecado mucho haciendo tal» (II Sam. = II Reyes, 24. 10).

Súbitamente, una peste que duró tres días desbarató el vanidoso cómputo del rey. En­tonces, en su palacio custodiado por tres héroes, treinta valientes y seis ministros, David vio llegar la muerte, por lo que hizo ungir a Salomón, el segundo hijo habido de Betsabé (Micol era estéril por haberse mofado del rey, que danzaba humildemente ante el Arca), y le asoció al trono; a guisa de tes­tamento le da una lista de personas a quie­nes beneficiar o castigar según sus acciones y las necesidades del reino, y una lección de fe: «Yo entro en el camino de toda la tierra: sé fuerte, sé hombre.

Observa los preceptos del Señor tu Dios, anda por sus sendas» (I Reyes = III Reyes, 2, 2-3). «Luego de cua­renta años de reinado, David durmióse entre sus padres y fue sepultado en la ciudad de David» (I Reyes = III Reyes, 2, 10). Bajo su cetro se habían unido las doce tribus, las ciudades cananeas todavía rebeldes, los rei­nos de Amón, Aram y Edom, y los dominios de Moab y Hadader. Su obra política y mi­litar habría de manifestarse plenamente du­rante el gobierno de Salomón, quien de su padre lo recibe todo: ion reino estable, un fuerte ejército e incluso los materiales con que edificar el templo.

Sin embargo, la verdadera herencia de David, hombre pecador y humilde, lleno de aflicción y piedad, fue la efusión de su espíritu religioso en los setenta y tres Salmos (v.) que se le atribuyen, en buena parte auténticos, y en los cánticos insertos en los libros históricos de la Biblia. Por el salmo 21, que describe las penas de Jesucristo, el rey es venerado como profeta de la Iglesia, la cual adora en el Verbo encamado al «Hijo de David».

El Eclesiastés (v.) le dedica un prolongado elogio: «…en todas sus obras dio gloria al Santo… El Señor purificóle de sus pecados, y exaltó eternamente su potencia, y le ase­guró con un pacto el reino, y el trono glo­rioso en Israel» (Ecli., 47, 9 y 13).

P. De Benedetti