Cayo Valerio Catulo

Nació en Verona el 87 a. de C., según parece, y Murió en Sirmione el 54 también a. de C. Hijo de una familia notable, que tuvo relaciones con César, llegó a Roma entre los años 70 y 65, y pasó a formar parte de un círculo de jóvenes refi­nados en cuanto a gustos y cultura y de una escuela poética, la «neotérica», de la que habría de convertirse en el más insigne representante; dicha tendencia obtenía de las fuentes helenísticas las corrientes reno­vadoras de un arte docto y sagaz, buscaba su inspiración preferida en el tema erótico, se complacía en glosas y metros nuevos, y reaccionaba frente a la tradición nacional y arcaica, oponiendo a los dilatados poe­mas los breves epilios y las elegías de verso cincelado.

Se trataba de una poesía tendente al individualismo, sensible a los pro­blemas inquietantes de la crisis republicana y, aun cuando no disimulaba su espíritu de «fronda» contra los nuevos dictadores, opo­níase en literatura al tradicionalismo, si­quiera racional, de Cicerón.

Lírica y sub­jetiva, expresaba las pasiones con un vigor muy distinto al de las composiciones helenísticas. Y así, en los versos de C. bullen alegrías, dolores, amores y odios fruto de una experiencia vivida, y aun su gusto lite­rario refleja un ambiente y una cultura intensamente reales.

Sin embargo, por en­cima de todo se percibe en aquéllos la ex­presión de un alma sinceramente expan­siva, que en cierto momento traspasa los límites de las convenciones literarias para desahogar con franqueza los sentimientos, ya manifestados con ingenuidad o crudo rea­lismo.

De manera análoga, la admirable duc­tilidad de su lenguaje pasa de la expresión culta a las formas de uso más corriente y hasta triviales, aunque siempre llena de con­tenidos afectivos. El momento central de la vida y la inspiración del poeta es el en­cuentro con Lesbia (seudónimo de Clodia), hermana del tribuno Clodio, mortal enemigo de Cicerón, y esposa de Q. Metelo Celer. Bellísima, despreocupada y no me­nos infiel a C. que a su marido, aun cuan­do posiblemente no tan corrompida como la presenta Cicerón en el discurso Pro Caelio, Lesbia exaltó la imaginación poética de su amante.

Las alternativas de este amor, he­cho de rupturas y reconciliaciones, ardientes esperanzas y desengaños crueles, alegrías y dolores, desdén y deseo apasionado, siem­pre en continua agitación en el espíritu del poeta, se reflejan en el Libro de Catulo (v. Poesías), cancionero que es cuanto de C. ha llegado hasta nosotros.

Ofrece, sin em­bargo, otros temas: la amistad, en la que el autor confía con abandonos de ingenui­dad entusiasta y a la cual sigue una des­garradora aflicción cuando se ve abando­nado; la sátira, ya encubierta y bondadosa, o bien drástica y mordaz; la propia pobre­za, expresada con afortunados matices de sutil ironía; etc.

Tales motivos están des­arrollados con intimidad calurosa y paté­ticos estremecimientos en las «nugae», bre­ves poemas, con frecuencia ocasionales, en diversos metros. Siguen luego las composi­ciones «doctas» y más importantes, de ar­gumento casi siempre mítico y factura ex­quisitamente helenística: dos epitalamios, Attis (v.), Las bodas de Peleo y Tetis, La cabellera de Berenice (traducción de Cali­maco dedicada a Q. Ortalo), etc.

Final­mente, en la última parte del cancionero figuran breves epigramas en dísticos ele­giacos, algunos de ellos encendidos por la misma pasión de las «nugae», y otros más literarios y reflexivos. La poesía de los afec­tos familiares halla dentro de la obra su más pura exaltación en el poema dedicado a la muerte del hermano.

Catulo es conside­rado, antes que Cornelio Galo, el verdadero creador de la elegía romana, y ello aun cuando las verdaderas composiciones de este carácter no ocupen sino una pequeña parte del Libro; en realidad, es el primero que une a la técnica helenística sus propias experiencias, fundando el género «autobiográ­fico», que distingue la elegía romana de la griega, y expresa con fantástico vigor su personalidad, la cual, aun en las traduccio­nes o reducciones del griego, presenta una interpretación propia y hace revivir el do­lor incluso de las figuras mitológicas con la profunda humanidad con que canta el de su propia persona.

El amor a Lesbia se ha­bía extinguido ya cuando el poeta, en el 57 a. de C., un tanto para olvidar a la mujer infiel, al propio tiempo que para rehacerse del golpe experimentado con la muerte de su hermano, y también en la esperanza de mejorar su economía exhausta debido a una existencia disipada, siguió a Bitinia al pretor C. Memmio; no obstante, de allí no trajo sino el consuelo de haber visitado en el cabo Reteo la tumba de su hermano. De nuevo en Italia, se retiró a Sirmione, junto al lago de Garda, y allí murió poco después.

A. Ronconi