Nació en Chapelle-Biron, cerca de Agen, hacia 1510; murió en la Bastilla en 1590. Muy joven y, sin embargo, ya hábil artesano vidriero, viajó por Francia y Alemania observándolo todo hasta que en 1543, cuando Francisco I estableció el impuesto sobre la sal, le fue dado el encargo de medir islas y pantanos salinos de Francia y proceder a la ejecución de su plano topográfico. Obtuvo por ello una buena remuneración que le permitió iniciar en el campo de la cerámica sus conocidas experiencias, probando y volviendo a probar mezclas de materias diversas (él ignoraba totalmente la técnica tradicional), durante dieciséis durísimos años de fatigas y trabajos, al término de los cuales había logrado, sin embargo, dominar la resistencia de la materia. Inmediatamente adquirió gran fama: príncipes y señores, maravillados de la belleza de sus cerámicas, le colmaron de encargos. Fue nombrado «inventor de figurillas rústicas para el rey», y ello le valió también alguna protección contra las persecuciones que llovieron sobre él por ser calvinista: encarcelado, pudo salir de la prisión, aunque se le obligó a establecerse en París, donde Catalina de Médicis le protegía y le exceptuó, juntamente con sus hijos, en la noche de San Bartolomé.
Fue entonces cuando se dedicó a estudiar, a escribir y a meditar. Y a los sesenta y cinco años inició los ciclos de lecciones de Historia natural, a los cuales acudieron, durante diez años, los más doctos científicos de Europa. De aquel tiempo datan sus singularísimos libros: Discursos admirables sobre la naturaleza de las aguas y de las fuentes (v.), Receta verdadera con la que todos los hombres de Francia podrán aprender a multiplicar y aumentar sus tesoros (v.), en la que se ocupa, con visión totalmente moderna, de agricultura, economía, geología y química, de ciencias naturales y de reforma religiosa. Pero los teólogos no permitieron por mucho tiempo la extremada y activa libertad de este hombre ejemplar. En 1588 fue recluido en las cárceles de la Bastilla, donde Enrique III, después de haberle ofrecido en vano la libertad a cambio de la abjuración, apenas pudo conseguir que se le dejara morir de muerte natural. Agrippa d’Aubigné refirió más tarde la belleza moral de la muerte de aquel gran viejo enfermo y humillado, cuyo legendario amor a su arte culmina en el célebre episodio, casi un símbolo: cuando para mantener vivo el fuego de los hornos quemó sus muebles y aun el pavimento de madera de su casa.
Ignorante del griego y el latín, desprovisto de conocimientos eruditos, no tuvo otra guía que la observación y la experiencia animadas por un ardiente anhelo de saber que le llevó a abordar toda suerte de problemas. Vivamente interesado en la historia de la Tierra, fue uno de los primeros geólogos. Su estilo, a veces arcaico y difuso, alcanza a menudo auténtica elocuencia y posee indudable encanto. Él mismo escribió: «Prefiero decir verdad en mi rústico lenguaje, que mentira en un lenguaje retórico».