Escritor español. Nació en Belmonte, cerca de Calatayud, el 8 de enero de 1601; murió en Tarazona el 6 de diciembre de 1658. Sabemos poco de la vida de este gran escritor; que era hijo de familia noble, y que tuvo varios hermanos, casi todos religiosos; sabemos, por su testimonio, que se crió en casa de un tío suyo, licenciado, llamado Antonio Gracián. Muy joven aún, en 1619, ingresó en la Compañía de Jesús, en la cual hizo la profesión de los cuatro votos en 1635; de aquí que se hayan confundido a veces las fechas del ingreso. Debió de pasar algunos años en Calatayud; con toda seguridad estuvo en Huesca. Fue amigo de Lastanosa, el famoso bibliófilo y numismático, en cuya casa se hospedó en sus estancias en la citada ciudad y el cual editó después la mayoría de las obras; en casa de Lastanosa tuvieron efecto frecuentes tertulias, donde acudía lo más distinguido de Huesca: el canónigo don Manuel Salinas y Lizana, el historiador Ustarruz y Pablo de Parada, militar como el propio Lastanosa, que fue capitán en las guerras de Cataluña, donde G. estaría de capellán castrense.
En los cenáculos oscenses, como en los de la Academia de los Anhelantes de Zaragoza, donde asistió también, no cabe duda que G. despertó siempre la admiración entre sus amigos y contertulios por la agudeza de su ingenio y la gracia y amenidad de su conversación; parece, en efecto, que fue un conversador excepcional. G. hablará luego de Huesca con elogio, y con elogio de su amigo, al que cita en su Criticón (v.) bajo el anagrama de Sebastano; el museo que tiene de medallas y obras de arte, es llamado allí el «museo del discreto». Lastanosa, por su parte, hizo de su amigo grandes elogios; según él, «fue excelente la perspicacia y agudeza de su ingenio, grande y bien lograda la aplicación en los estudios y no menor su juicio, sabiduría y discreción», cosa que se compagina muy bien con el fondo de sus obras. En 1640 pasó G. a Madrid; muy pronto se impuso allí por la fama de su talento y por sus condiciones de orador; alcanzó gran renombre como predicador e hizo amistad con los hombres más destacados de la capital, entre ellos con Antonio Hurtado de Mendoza; frecuentó los salones de la aristocracia de Madrid, pues era de carácter sociable, amigo de reuniones y conversador, de que vino su gran conocimiento de los hombres y de aquí también su pesimismo. Al estallar la guerra de Cataluña, pidió permiso a sus superiores y se trasladó a los lugares donde se luchaba; asistió como capellán castrense a la batalla de Lérida, en la cual con su oratoria enardeció a los combatientes contra los franceses y los catalanes sublevados. «Estuve — dice — exhortando a los Tercios así como iban a pelear.»
Residió en Tarragona, donde fue rector en el colegio de su Orden, y donde recogió antigüedades; predicó en diversas ciudades, admirando en todas partes a su auditorio. Parece que en Valencia, en uno de sus sermones, surgió el primer roce con la Compañía. Se asegura, en efecto, que G. «para atraer gente a sus sermones» — así se ha dicho — declaró a sus oyentes que les leería una carta que acababa de recibir de los infiernos. Es posible que G. anunciara esto e incluso leyera la carta — no hace falta explicar la idea —; lo dudoso, y casi deja de serlo, es que lo hiciese para atraerse ‘a la gente. Y es dudoso, primero porque tal cosa no podía estar en su carácter; en segundo lugar, porque sus grandes dotes de orador y la fama que tenía adquirida hacen creer que para atraerse al público no necesitaba de tales recursos. Sea como fuere, lo cierto es que G. fue obligado a retractarse en público; de aquí nació, a lo que se dice, la crítica que hizo de Valencia después en «El Criticón», y ésta sí que fue cierta y le valió muchos sinsabores; fue el principio de una carrera de censuras, de persecuciones, que habían de llevarle al fin a la condena, al encierro y al castigo, y a la muerte, que no había ya de tardar.
En 1651 apareció la primera parte de El Criticón firmada con el seudónimo García de Morlanes, anagrama de sus apellidos, según se acostumbraba en aquel tiempo; apenas apareció el libro, su autor, que se había atraído ya muchos enemigos, fue denunciado ante el superior de la Orden «por haber publicado algunas obras poco serias y muy alejadas de su profesión». La batalla entre él y la Compañía había empezado y no era difícil prever el final. Las obras «poco serias y muy alejadas de su profesión» eran El héroe (v.), que había aparecido en 1637 y ha sido traducido en todo el mundo; El político, que se publicó en 1640; el Arte de ingenio (v.), que lo fue en 1642; El discreto, en 1646; el Oráculo manual (v.), en 1647, y Agudeza y arte de ingenio (v.) (refundición de Arte de ingenio) que vio la luz en 1648. Con la publicación de la primera parte de El Criticón se produjo el estallido.
G. recibió una severa amonestación, se habla incluso de sanciones disciplinarias; el hecho es que se le prohibió que escribiera y publicase libros profanos y se le envió a Graus, destinado a un colegio de la Compañía que estaba para fundarse, mas sé desistió de ello «por lo abrupto e inculto del lugar», y le dejaron con las prohibiciones. No obstante, unos años después, en 1657, aparecía la tercera parte de El Criticón. Esta vez la ira de las alturas estalló con toda su violencia; el hecho se interpretó ya como un reto a sus superiores, a la propia Compañía, que se sentía aludida en sus sátiras. No le valió que dijera, o dijeran, que la obra se había publicado sin su autorización; esta vez Graus ya no pareció demasiado abrupto para él, y tal vez lo pareció poco. G. fue desterrado al citado pueblo, con reprensión pública y pena de ayuno a pan y agua. Él se asustó y quiso escapar al castigo; solicitó salir de la Orden, pero la solicitud no le fue aceptada. Recluido en Graus, apenas se supo ya nada de él. Parece que G. sintió toda su vida horror de la soledad; sabemos también que, por lo mismo, fue aficionado a la sociedad de los hombres con los cuales se sentía a gusto, sobre todo, si la compañía le era grata.
Esto hace más terrible su fin, y explica que sobreviviera a poco de la imposición de aquel castigo. En efecto, al año siguiente moría en el encierro, y la rapidez de su muerte nos dice cómo debieron ser sus sufrimientos y la desesperación en que el hecho le debió de sumir. G. es uno de los escritores más importantes de España, en su especialidad el primero. Entre nosotros se le han reprochado a menudo los excesos en el conceptismo, el barroquismo de estilo, llevado por él a lo máximo; siempre se ha dado a este punto una excesiva importancia al enjuiciar al escritor y se la ha dado, sobre todo, Menéndez Pelayo. En el extranjero no se han preocupado demasiado del hecho, y después de El Quijote sus libros han sido los más traducidos y su autor el más admirado. La importancia de G. está, en efecto, en el fondo de sus escritos, en la profundidad y ciencia de las sentencias, en el conocimiento del corazón humano que revela, y en la profunda y continua lección; no obstante, aun en su mismo estilo alcanza tantas gracias, tanta belleza en la acumulación de metáforas, de sutilezas, sentencias y refranes, que es preciso también aquí rendirle tributo de admiración, sin contar aquella exactitud en el concepto, y aquella concisión, que constituyen uno de los mejores méritos de su prosa.
Las obras más leídas de G., las más traducidas, son sin duda El oráculo manual y El héroe, más asequibles al público por sus dimensiones y su clara exposición. Pero la gran obra de G. y una de las primeras de la literatura universal — la primera tal vez en su género —, es El Criticón, obra maestra, como se la ha llamado, de la novela alegórica española. El Criticón encierra una amplia alegoría en que se abarca la existencia entera del hombre sobre la Tierra; la continua batalla que es la existencia del hombre y los peligros que le rodean, entre los cuales no es el menor el propio hombre. Pocos como G., en efecto, hicieron sentir la verdad de la vieja sentencia: «homo homini lupus». Los peligros se ofrecen siempre a base de representaciones simbólicas, y al lado de ellos nos expone G. la manera de evitarlos, de acuerdo con las creencias del autor y de su fe; su fe de cristiano se abre como una claridad sobre el panorama desolado del mundo, atenuando las durezas.
Dos criaturas encarnan la idea de la obra: Andrenio y Critilo, el salvaje criado en plena naturaleza, y el civilizado caído en ella y en ella perdido. Andrenio, el primero, guiado por el instinto, o más bien cegado por él, se despeña en el mundo de pasiones desordenadas, mientras el segundo, Critilo, guiado por la luz de la razón, va sorteando los peligros, cada vez más dueño de sí mismo, y conocedor cada vez más de las cosas del mundo. Al final de la ruta, entre asechanzas y peligros, se halla el bien supremo; está situado en la Isla de la Inmortalidad, en la cual hallan al fin entrada, el uno, como se ha dicho, purificado en sus sufrimientos; el otro, por sus estudios y reflexiones. G. se mostró en este libro inagotable en las ideas, de una ardiente y poderosa fantasía, con rasgos de humor, a veces feroz, que, aunque templados por su fe, llegan en su violencia, en su amargura, a igualar a los grandes maestros de la sátira. En ellos ha de ser situado entre los primeros, e incluso como el primero, si tenemos en cuenta esta luz de fe, de esperanza, que hace descender sobre su mundo en la presencia de la religión.
Gracián ha gozado de gran fama en el extranjero, siendo conocido y elogiado por los escritores de más renombre. En Alemania le leyeron y admiraron Goethe y Nietzsche; en Francia, Voltaire, La Rochefoucauld y La Bruyère, en todos los cuales podemos descubrir huellas del gran aragonés; no obstante, el que le admiró más, el que verdaderamente le impuso fuera de España fue Schopenhauer. El descubrimiento de G., al que se tenía poco menos que en el olvido, debió de ser para el filósofo motivo de asombro y admiración. Su entusiasmo por el escritor español fue continuo y fervoroso, cosa explicable si se tiene en cuenta su visión del mundo; Schopenhauer tradujo al alemán el Oráculo manual, y no vaciló en situar El Criticón entre los mejores libros del mundo.
S. J. Arbó