Nació el 4 de octubre de 1853 en Entralgo (Asturias), murió en Madrid el 3 de febrero de 1938. Pasa sus primeros años en Avilés, de donde se traslada a Oviedo para cursar el bachillerato, teniendo como profesor a Clarín, y a Madrid, en cuya universidad se licencia en Derecho. Dedicado en un principio al estudio de la Economía política, pasa pronto a dirigir la Revista Europea, iniciando con ello su carrera literaria. Publica en dicha revista una serie de ensayos y artículos de crítica a los que siguen entre 1871 y 1879 tres obras, igualmente de crítica literaria, reunidas más tarde bajo el título de Semblanzas literarias, y en colaboración con Clarín La literatura en 1881.
Ya en esta primera producción vemos, como frecuentemente ocurrirá después, que el tema tiene más bien carácter de recurso, y que lo que en definitiva interesa en su especial ambientación, los pequeños detalles y un tono narrativo en el que desde ahora ya se advierte un fino humorismo, tan poco frecuente, por lo demás, en la literatura española. Con estas características, Palacio Valdés llega, sin embargo, en un alarde de suavidad y de difuminada melancolía a un auténtico naturalismo. En 1881 aparece su primera novela, El señorito Octavio, sin más trascendencia que perfilar al futuro novelista y, en especial, al gran observador, y en 1883, Marta y María (v.), en la que ya podemos considerar desenvuelta su personalidad de novelista: con una técnica y un lenguaje sencillos, y bien desarrollado, se nos ofrece un mundo espontáneo y natural, protagonizado por personajes característicamente delineados, especialmente los femeninos, sin complicaciones psicológicas y carentes de todo sentido trágico. Lo que importa es el ambiente, la gracia, el vaho de una multitud de pequeñas incidencias, el paisaje, elementos en los que a veces el autor se pierde, como en su siguiente obra, El idilio de un enfermo (1883), a despecho del tema.
Siguen una serie de obras, de tono y tentativas diversas, en las que el interés vuelve, sin embargo, a centrarse en la característica ambientación que las enmarca: Aguas fuertes (1884), influenciada por Dickens: José (1885), Riverita (1886) y Maximina (1887), estas tres últimas sentimentales y lentas. Por esta época la fama del autor es enorme, alcanzando sus obras, vertidas a varios idiomas, grandes tiradas. Su producción es, como se habrá observado, profusa: «Para mí ha sido tan fácil escribir novelas…», diría más tarde. En 1888 reanuda su tradición humorística en El cuarto poder. Esta constante reaparición del humorismo, alternando con visiones más melancólicas y sentimentales, perceptible a lo largo de la producción, tiene una explicación en el hecho de que, en el fondo, estas formas son expresiones, más equivalentes de lo que pudiera creerse, aunque diversas, de la fuerte pasividad, adhesión y nostalgia vital que en último término son el resumen del espíritu de Palacio Valdés En 1889 publica La hermana San Sulpicio (v.), una de sus mejores obras en la que aparece el elemento religioso, más como otro factor de la novela que como auténtico problema; es precisamente esta ausencia de problemas lo que caracteriza su naturalismo, un tanto independiente y personal, frente al francés o al de la Pardo Bazán, y que en realidad marca y significa la liquidación del mismo en las letras españolas.
La espuma (1890) y La fe (1892, v.), suponen, no obstante, un acercamiento, no muy logrado, al naturalismo de Zola, pero que suponen en cuanto acción y dramatismo, sus novelas más interesantes. Nuevamente asoma el humorismo en El origen del pensamiento (1894) y, en 1898, con La alegría del capitán Ribot, se inicia una nueva ideología, que al cabo no es sino una depuración y reafirmación de su más genuino carácter en una dirección espiritualista. Hay un breve período de silencio, roto en 1903 con La aldea perdida. En 1906 es elegido académico de la Lengua, y publica Tristán, o el pesimismo (v.), exponente claro de su nueva tendencia. Con los Papeles del doctor Angélico (1911) y los Años de juventud del doctor Angélico, se introduce en su obra el elemento autobiográfico, manifiesto también en La novela de un novelista (1921). Interesa la habilidad de acción en La hija de Natalia, publicada en 1924 al igual que Santa Rogelia. En 1927 publica Los carmenes de Granada, sugestiva historia de amor. Sus últimas obras son Testamento literario (1929), confesiones literarias llenas de sinceridad; Sinfonía pastoral (1932), de tema y paisaje bondadoso, y Tiempos felices, evocación de su juventud (1933). Menos interesantes son sus obras Crotalus horridus (1878), El pájaro de la nieve (1880), La espesura (1891), El maestrante (1893), Los majos de Cádiz (1896), ¡Solo! (1899), Los amores de Clotilde (1900), La guerra injusta (1917), Cara o cruz (1929), El gobierno de las mujeres (1932).
Espíritu apacible, su vida transcurre tranquila —casi sin percances —. En 1924 fue presidente del Ateneo madrileño, dimitiendo al ser atacada la dictadura de Primo de Rivera por Rodríguez Soriano en una de las sesiones; su obra alcanzó extraordinaria popularidad, quizá debido al sentimentalismo, que como advierte su paisano Pérez de Ay ala, es «rarísimo en la literatura hispánica y muy frecuente en la novelística popular extranjera». Palacio Valdés es en efecto un artista de la literatura pacífica, exenta de grandes pasiones y de conflictos psicológicos, nacida de un difuso optimismo y pasividad inmersos en la existencia que nos va ofreciendo los diversos sentimientos a que lógicamente conduce: trascendente humorismo, sentimentalismo, paisajismo, nostalgia, etc. No siempre bien criticada esta literatura al calificarla de «finamente burguesa» y apacible: en su fondo no hay más que un tremendo aferrarse a la existencia, en el que late un elemento fuertemente perturbador — ajeno o no a la intención del autor—, apoyado en su misma sencillez, y al que no pocas veces también ayuda su redacción, rondando casi en lo ridículo: «Vivirás rodeada de pájaros y yo de flores. Por la mañana te llevaré a la playa y revolverás sus arenas y recogerás conchas preciosas». Retraído por temperamento de los aspectos más positivos del vivir, Palacio Valdés comunica a su obra una silenciosa fuerza, una tenacidad casi femenina que arrastra insensiblemente, con mansedumbre irresistible a los subterráneos fondos pasivos de la existencia.