Nació en Constantinopla el 30 de septiembre de 1762 y murió en París el 20 de julio de 1794. Su padre desempeñaba en aquella ciudad el cargo de cónsul francés y su madre era griega o quizá del Levante.
Instalada la familia en Francia, Chénier vivió durante su primera niñez en Carcasona, junto a su tío y padrino, y luego en París fue alumno del Collège de Navarre, donde entabló relaciones que más tarde — tras su frustrado ingreso en la carrera militar, fracaso debido no sólo a sus escasas disposiciones respecto a ella, sino también a la persistencia de los dolores nefríticos que sufría — le permitieron participar en la vida de las’ tertulias y viajar por Suiza e Italia.
En 1787, como secretario del embajador de Francia, marchó a Londres, donde permaneció por espacio de tres años. Vuelto a París, descubrió en la Revolución la promesa de una existencia más equitativa, que, entre otras ventajas, podría facilitar la consecución de cierta notoriedad a quien, como él, pertenecía a una modesta clase social.
Y así, ingresa en el club revolucionario de los Fuldenses, y escribe en el Journal de Paris, órgano del partido constitucional, una serie de artículos sólo interrumpida por la suspensión del periódico ordenada en agosto de 1792.
Tras la ejecución de Luis XVI, Chénier, consciente del peligro que corría, buscó primeramente en Normandía y luego en Versalles la paz y la seguridad que necesitaba para escribir. Sin embargo, el 7 de marzo de 1794 se trasladó a Passy y fue sorprendido en casa del marqués Pastoret, a quien se buscaba activamente.
Detenido, y aun cuando su hermano Marie-Joseph era entonces diputado, pasó a la cárcel parisiense de Saint-Lazare, donde compuso la célebre oda La joven cautiva (v.) y los Yambos (v.). Una conjuración verdadera o supuesta entre los presos políticos y en la cual se le juzgó complicado, lo condujo al patíbulo; guillotinado en la Place du Trône Renversé, la actual Place de la Nation, fue una de las últimas víctimas del Terror.
Su obra — a excepción de los textos políticos y de dos poesías—y su gloria fueron póstumas. Encarecidamente elogiado en 1802 por Chateaubriand, la edición de H. Latouche (1819) manifestó el clasicismo puro de las Bucólicas (v.), la delicada sensibilidad de las Elegías (v.) y el ímpetu de los Yambos.
Sus herederos literarios más directos son los parnasianos; pero resulta conmovedor comprobar que también los representantes de tendencias distintas y opuestas, entre ellos en primer lugar los románticos, han tributado la admiración merecida a la Musa, largo tiempo ignorada, de este poeta mártir.
P. Marchetti