Estación de tránsito, de CLIFFORD D. SIMAK

«La región sudoccidental de Wisconsin está limitada por dos ríos, el Mississippi al oeste, y el Wisconsin al norte. Más allá de los ríos hay una amplia llanura con prósperas granjas y ciudades. Pero la tierra que cae hacia el río es áspera y escarpada, con elevadas colinas, ris­cos, profundos barrancos y despeñaderos, y ciertas áreas que for­man bahías o zonas aisladas. Los caminos de alrededor son inade­cuados y las pequeñas y toscas granjas están habitadas por un pueblo que tal vez se encuentra más cerca del tiempo de los pione­ros, cien años atrás, que del siglo XX.» Así describe uno de los perso­najes el escenario de esta novela, la región donde Simak nació y se crió. Es un escenario al cual el autor ha vuelto casi obsesivamente en todas sus obras, al igual que William Faulkner al condado de Yoknapatawpha. Quizá sea un rasgo demasiado provinciano, conser­vador y nostálgico para un escritor de ciencia ficción. Es cierto. Sin embargo, cada vez que Simak recrea el Wisconsin del Sudeste, le otorga características de otro mundo, extraterrestres, y convierte esa región casi salvaje en una encrucijada del cosmos. En ninguna otra obra lo consigue con tanta eficacia como en Estación de tránsito (Way Station).

Es la historia de un legendario ermitaño, Enoch Wallace, de ciento veinticuatro años, veterano de la guerra civil. A finales de la década del sesenta del siglo pasado, hastiado de la guerra, se retiró a la pequeña granja de su padre en Wisconsin. Allí un día se le acercó un extranjero alto y delgaducho, de orejas «demasiado puntiagu­das». El visitante resultó ser un emisario extraterrestre –a quien Enoch bautiza «Ulises»– que busca un lugar apartado, adecuado para instalar una estación galáctica de tránsito. Actualmente, casi un siglo después, Enoch, eternamente joven, todavía vive en su abandonada granja, trabajando como jefe de estación para una ci­vilización interestelar. La casa en que vive es indestructible merced a la tecnología extraterrestre, y está repleta de equipos de telepor­tación. De vez en cuando, alguna criatura ex-traterrestre se mate­rializa allí y utiliza la casa de Enoch como escala en su ruta hacia otro punto de la galaxia. Muchas veces, Enoch comparte comida y café con sus «huéspedes», y éstos le retribuyen con regalos extra­vagantes.

En una ocasión, un viajero extraterrestre murió en tránsito, y Enoch enterró el cuerpo con gran reverencia en la tumba familiar. Un agente del gobierno norteamericano, a quien habían enviado para que investigara la milagrosa longevidad de Enoch, encuentra la tumba, la abre y retira los restos del extraterrestre. Esa acción pone en movimiento la intriga de la novela. Los parientes del extraterrestre se enteran de que el cadáver ha sido trasladado y acusan a Enoch. Ulises, el emisario de la Central Galáctica, le advierte que la estación de tránsito puede ser clausurada. Mientras tanto, Enoch tiene problemas con sus vecinos: una hermosa chica sordomuda es­capa de un padre brutal y Enoch la esconde en la casa. Descubre que la chica tiene dones telepáticos, con lo que activa uno de sus re­galos extraterrestres, una pequeña pirámide de esferas rotativas que hasta entonces había permanecido inerte. Tal vez ese miste­rioso artefacto sea la clave de la armonía galáctica y de la paz en la Tierra.

Parece un fárrago increíble, pero esta lenta y reflexiva histo-ria tiene un considerable encanto. Él medio rural es descrito con au­téntico sentimiento, y el tema de la armonía universal tiene una in­mediatez que no es demasiado empalagosa. El mensaje de la novela parece ser el siguiente: No te muevas y sabrás; simplemente escu­cha las estrellas…

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