UNA PREMONICIÓN DE ACTUALIDAD

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Joseph Roth, El Anticristo,
Introducción de Ignacio Vidal-Folch,
El anticristo (J.Roth)
por Anna Rossell
Trad. de José Luis Gil Aristu,
Capitan Swing, Madrid, 2013, 224 págs.

Increíble, por clarividente, este ensayo del austríaco Joseph Roth (Brody –Galitzia-, 1894-París, 1939), escritor y periodista prolífico y brillante, que es hoy aún de rabiosa actualidad. Publicado en 1934, fruto de una poderosa capacidad de observación de los signos de los tiempos, el autor nos brinda una magnífica reflexión sobre los males que amenazan al género humano con el cataclismo universal. Roth, quien ya en 1923 -fecha en que se comenzó a publicar por entregas su novela «Das Spinnennetz» («La tela de araña») en el diario «Arbeiterzeitung»-, que sorprendió al mundo con la lúcida profecía anunciadora del fatídico nazismo, sigue en su «Anticristo» dando muestras de la misma agudeza premonitoria. Él, que reprochó a la «Neue Sachlichkeit» («Nueva objetividad») construir una literatura sólo con los puros hechos, muestra cuál es su concepción de la literatura yendo más allá: no sólo describiendo sino interpretando los acontecimientos.

Roth, nacido judío pero convertido al catolicismo, revela en este libro, a pesar de su juventud, una portentosa experiencia y madurez. Si bien, como ya se echa de ver en el título, «El Anticristo» está escrito desde la perspectiva de la fe de su autor, éste dota a su ensayo de un registro metafórico, que le otorga la validez universal de un clásico. A pesar de que elude a conciencia nombres de países y de personas, Roth no renuncia a escribir con meridiana claridad sobre aquello a que se refiere; al lector no le queda duda alguna. Llevado por una profunda convicción religiosa en el sentido más genuino de la palabra, Roth llama «Anticristo» a cualquier actitud ambiciosa, hipócrita, explotadora y dominada por el prejuicio. Estructuradas en doce capítulos, por sus páginas desfilan, inconfundibles, todos y cada uno de los fenómenos de la emergente modernidad que sentó los pilares del pasado siglo XX: la rutilante superficialidad de la industria cinematográfica de Hollywood, la nueva arquitectura, el socialismo soviético, el sionismo, el antisionismo, el ascenso del nazismo, la dialéctica de la democracia y la manipulación de masas. Roth no deja títere con cabeza. Así llama “nuevo hombre” a “aquél en quien ha comenzado a actuar el Anticristo” y detecta tal actuación en la pasión embriagadora por la riqueza material y en la frivolidad que se respira por doquier en los EEUU, en los desmanes de los especuladores del capitalismo codicioso, incapaz de producir felicidad; en la ciega cicatería materialista de la URSS, en la connivencia por interés del Vaticano con los poderes fácticos del mundo. En definitiva, Roth llama «Anticristo» a las amenazas que ve proyectarse en la modernidad emergente y a la desespiritualización general que se impone por doquier. Adelantado a su tiempo, «El Anticristo» es, más allá de todo esto, un alegato contra la expoliación de la tierra, una advertencia que ve en el desequilibrio ecológico y la deshumanización -consecuencia inmediata de la explotación petrolífera y la fabricación de armas químicas- la vorágine que lleva a la definitiva catástrofe.
Con un lenguaje tan plástico como el de una película expresionista, Roth describe la excavadora como un monstruo, una máquina infernal de destrucción. Su admonición acusatoria de que en un extremo del mundo tres hombres estampan una firma y en el otro miles se ven sumidos en la miseria es, en nuestro mundo globalizado, de la más descarnada actualidad.
Con buena dosis de sarcasmo Roth se despacha a gusto con todo lo que le parece denunciable, incluyendo a sus propios jefes, Benno Reifenberg primero y Friedrich Sieburg después, del periódico «Frankfurter Zeitung», del que Roth era en aquellos años corresponsal en el extranjero, y a quienes el autor llama irónicamente «El señor de las mil lenguas». Por encargo de Sieburg, Roth se desplazó a los países de los que habla.
Cabe destacar especialmente la interesante reflexión que aborda Roth sobre el fenómeno del cine, que el escritor considera uno de los primeros y más esenciales síntomas desespiritualizadores y al que dedica varios capítulos específicos –Entre nosotros y la gracia de la razón se ha interpuesto un poder y Hollywood, el Hades del hombre moderno-, pero que ejerce de hilo conductor en todo el ensayo.

© Anna Rossell

(Publicado en Quimera. Revista de Literatura, nº 366, mayo 2014, p. 57

MÉXICO LINDO Y QUERIDO

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Jorge Ibargüengoitia, «Las muertas»,
Joaquín Mortiz, México, 2012, 156 págs.
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Las muertas
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por Anna Rossell
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Fruto de la más genuina tradición mexicana, esta novela de Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato –México-, 1928; Madrid –España-, 1983), nos sumerge en el mundo cicatero de un México que él conoce profundamente, la región que le vio nacer. Ubicada en los estados de Michoacán y Guanajuato en los años sesenta del siglo pasado, el autor pergeña una historia de venganza y enredo que entretiene e ilustra al mismo tiempo. Con su habitual sentido del humor, tan propio, Ibargüengoitia nos presenta como puro realismo lo que pudiera creerse un manido tópico de antiguas películas del oeste mexicano. Sus personajes, que ridiculiza con gran habilidad, son prototipos fruto de una larga tradición histórica que reproduce caracteres vividores, naturales de un México más actual de lo que muchos pudieran creer y desear. Hija del más rancio acervo novelístico mexicano, como se echa de ver por el título –»Las muertas»-, glosa una historia de disparate en la que la muerte es tan cotidiana como la misma vida y el enredo sórdido, el gesto habitual para burlar la ley. La novela, que comienza con un acto de venganza contra el panadero Simón Corona por parte de su examante abandonada, perpetrado por tres hombres y la mujer ofendida en su panadería, se despliega a partir de aquí en retrospectiva. Hacia atrás en el tiempo iremos descubriendo las razones que llevaron a Serafina Baladro a maquinar el desquite, así como las de los acompañantes a colaborar. Con este pretexto conoceremos la vida de las madrotas Serafina Baladro y su hermana Arcángela, sabremos de cómo medraron en el negocio de la prostitución fundando «La Casa del Molino» y «El Casino del Danzón», de cómo entra en acción el Capitán Bedoya y de las triquiñuelas que organizan las protagonistas con sus protegidas para salir airosas de los múltiples embrollos en los que se ven metidas.
Con el dislate y el sarcasmo por consigna, Ibargüengoitia muestra una radiografía de un México que, si bien tratado con jocosidad, no renuncia a la aspiración de crónica objetiva, pues el narrador desaparece tras los testimonios de una larga retahíla de personajes, que prestan declaración ante el Ministerio Público y que dan cuenta de este modo de todos los pormenores desde el punto de vista de cada uno. Así protagonistas y situaciones conforman cuadros a caballo entre el grotesco realismo y el surrealismo, a medio camino entre la comedia y la tragedia.
Ibargüengoitia es prolífico autor de artículos periodísticos, obras y ensayos teatrales, cuentos y novelas. Su novela Las muertas ha sido llevada a la ópera por Enrique González-Medina con el título de «Serafina y Arcángela».

Anna Rossell

LA MADRE DE LOLITA. Un análisis de los Nabokov.

lolita

Fotograma de la película

Vladimir Nabokov fue famoso en Cornell, donde enseñó entre 1948 y 1959. Lo fue por varias razones, pero ninguna de ellas tuvo que ver con la literatura. Poca gente conocía lo que había escrito y muy pocos habían leído su obra. Destrozar a Dostoievski frente a doscientos estudiantes universitarios causó una enorme impresión, como también la aserción de que los buenos libros no deben hacernos pensar sino estremecernos. La fama se derivaba, también, del hecho de que el profesor nunca llegaba solo a la sala. Llegaba al campus conducido por la señora Nabokov, lo cruzaba con ella, y de vez en cuando llegaba a clases del brazo de ella, que le llevaba los libros. De hecho, el hombre que habló tan frecuentemente de su aislamiento, fue uno de los hombres más acompañados de la historia: especialmente en Cornell, donde se le vio siempre en compañía de su esposa. Y eso lo hizo legendario. La señora Nabokov se sentaba en la primera fila de la sala o, más a menudo, en el estrado, a la izquierda de su marido. Rara vez perdía una clase, y llegó hasta a ocupar el lugar de su marido frente a los estudiantes cuando Nabokov enfermaba. A menudo corregía ella misma los exámenes. Pero no hablaba cuando su marido estaba en la sala. Poca gente sabía algo de ella. Cuando Nabokov se refería a ella, lo hacía maliciosamente, llamándola su asistente. Solía decir entonces: «Ahora mi asistente moverá la pizarra al otro lado de la sala», «Mi asistente les entregará las tarjetas de examen», «Quizás mi asistente encuentre la página que busco», «Mi asistente dibujará un rostro ovalado [Emma Bovary] en la pizarra». Y la señora Nabokov lo hacía. Las acotaciones no aparecen en las lecturas publicadas.

Vera Nabokov era una mujer sorprendente, de pelo blanco y piel de porcelana, de figura fina y delgada. La discrepancia entre el pelo y el joven rostro era particularmente dramática. Era «mnemónica», como escribió Nabokov sobre Clare en ‘The Real Life of Sebastian Knight’, «dotada sutilmente del don de ser recordada». Y es aquí donde comienza el problema. De acuerdo a sus colegas de la facultad y a los estudiantes de Cornell, ella era luminosa, principesca, la elegancia personificada, «la mujer adulta más bella que mis ojos han visto»; o bien, una mujer patética, sin gracia, famélica, la Bruja Más Malvada del Occidente. A esos estudiantes y eméritos les hice la pregunta obvia: ¨Qué hacía, sesión tras sesión, la señora Nabokov en las clases de su marido? Las respuestas debían ser introducidas recordando que fue Nabokov mismo quien llamó al rumor la poesía de la verdad.
*La señora Nabokov estaba ahí para recordarnos que estábamos en presencia de la grandeza, y que no debíamos abusar de ese privilegio con nuestra falta de atención.
*Porque Nabokov tenía problemas del corazón. Ella lo acompañaba siempre con una ampolla de medicinas, dispuesta a intervenir en el momento oportuno.
*Esa no era su esposa, sino su madre.
*Porque Nabokov era alérgico a la tiza y porque no le gustaba su propia letra.
*Para ahuyentar a las alumnas. [Esto fue antes de la publicación de ‘Lolita’].
*Porque ella era su enciclopedia, en caso de que él olvidara algo.
*Porque él no tenía idea de lo que diría y, como no tenía memoria, ella tenía que escribir todo para que él recordara qué preguntar en los exámenes.
*El era ciego, y ella un lazarillo, lo que explica por qué llegaban a veces del brazo.
*Ella era ventrílocua.
*Ella llevaba una pistola en el bolso, y lo acompañaba para defenderlo.
Nadie está seguro sobre quién ponía las notas a los exámenes, y algunos ex estudiantes admitieron haber llegado a dominar el hábito de sonreír a la señora Nabokov, en la presunción de que su genialidad se dejaría ver en las notas. A menudo fue ella misma quien puso las notas, aunque esto no explica qué hacía en clases.
En la sala, era una presencia misteriosa y amenazante; era terriblemente rigurosa, pero estaba lejos de ser un ogro cuando se trataba de poner notas. Después de todo, Nabokov tenía sus propios asistentes, uno de los cuales recuerda haber leído y evaluado, aplicando una rigurosa escala de notas, ciento cincuenta exámenes.
Después de leer un examen dos o tres veces, llevaba la pila de tarjetas al despacho del profesor Nabokov, con la esperanza de poder conversar con el gran hombre. La señora Nabokov recibía los exámenes en la puerta, como si fuese un centinela entre el asistente y su marido. Los tomaba, subía inmediatamente todas las notas, y despachaba al asistente.

VERA NABOKOV CONOCIO A SU MARIDO en Berlín, en 1923. Tenía entonces 21 años. Había nacido en San Petersburgo como la segunda hija de un rico industrial judío que estaba a punto – cuando su hija vio por primera vez a su futuro marido – de perder lo que quedaba de su fortuna. Su familia dejó Rusia probablemente en 1921. Cuando la pareja se conoció, Nabokov tenía 24 años, era poeta y escribía en ruso; Vera Slonim conocía y admiraba su obra antes de conocerlo. Tenía sus propias aspiraciones literarias, que dejó rápidamente de lado, a menos que casarse con Nabokov en 1925 también cuente. Los dos sobrevivieron feliz aunque pobremente, con el dinero que ganaba ella trabajando como secretaria y con sus traducciones comerciales. Nabokov, por su parte, era, como dijo de sí mismo, «una escuela para señoritas», instructor de tenis y figurante de películas. Hacia mediados de los años treinta, estaba claro que los Nabokov (1) no volverían a Rusia en nada que se pareciera a un futuro cercano y (2) debían dejar alemania. Pasaron tres meses extremadamente difíciles en Francia, la mayor parte del tiempo en el sur, y se embarcaron hacia América. Para cuando embarcaron, como se lee al final de ‘Speak, Memory’, se habían derrumbado detrás de los Nabokovs tres mundos míticos y florecientes. Se habían aventurado ya tres veces a través del espejo.
Cuando llegaron a los Estados Unidos, Vera Nabokov tenía 33 años, un hijo de seis, un dominio deficiente del inglés, y un marido sin esperanza de obtener un trabajo fijo. De acuerdo a la leyenda, los Nabokov tenían sólo un billete de cien dólares en el bolsillo, que la señora Nabokov casi regala en su primer taxi en Nueva York, cuando creyó que debía al taxista 99 dólares en lugar de 99 centavos. Pero el taxista era un hombre honesto. Los padres de Vera habían muerto en Berlín; los otros parientes y amigos se encontraban en Europa, en estados diversos de peligro. Su alemán era excelente, su francés casi perfecto – fue probablemente su primera lengua – pero en su diario de vida admite que no le era fácil seguir en inglés cualquier tipo de conversación. El apartamento de los Nabokovs – en un edificio de piedra rojiza en la calle West Eighty-seventh – fue recordado por ella como «atroz de chico». Siempre leemos con fruición estos detalles familiares a la luz de Vladimir Nabokov y su obra, que para la señora Nabokov se traducen de otra manera, ya que nunca dejó de maravillarse con la laboriosidad del ama de casa norteamericana. Le escribió a su cuñada, exagerando, que como ama de casa no era mala, sino simplemente horrenda.
En los ocho años que tomó a los Nabokovs inmigrantes transformarse en norteamericanos, y a Vladimir en llegar a ser miembro de la facultad de Cornell, continuaron sobreviviendo casi de la misma manera que en Berlín. La señora Nabokov daba lecciones privadas de francés a algunas víctimas involuntarias que eran enviadas por sus padres, gente dispuesta a hacer cuanto pudieran por ayudar a los Nabokovs pero que sabían que ellos no aceptarían caridad. Ella trabajó como secretaria de varios profesores de lenguas de Harvard. Ayudaba a su marido a reescribir sus lecturas sobre literatura rusa, de modo que pudiera leerlas tres veces a la semana en Wellesley. Y se ocupaba, como lo había hecho desde los días en que eran novietes, como Clare lo hace en ‘Sebastian Knight’, de los asuntos literarios de Nabokov. Era la que primero leía todo lo que escribía Nabokov; ella suavizaba la prosa – cuando aún «estaba tibia y húmeda» -, aunque más tarde, cuando los estudiosos cuestionaron esto, ella negó todo tipo de injerencia.
Sin embargo, su letra se encuentra ahí, y es difícil no imaginar que Vera era en realidad la ficticia Clare, levantando una página de la máquina de escribir y declarando, «No, mi amor, no puedes decirlo así en inglés… Sí, por ejemplo», diría, y propondría una sugerencia precisa. (Veintiséis años más tarde, su marido describiría el papel de Vera en su vida literaria con palabras casi idénticas, como si estuviese citando su propia novela). Se ocupaba de ofrecer el trabajo de su marido a los editores, pasaba a máquina sus lecturas, e investigaba para él. Una vez llegó a ser la conservadora de facto de los lepidópteros en el Museo de Zoología Comparativa de Harvard. Meses después de su llegada al país, después de haber publicado su primer poema en ‘The New Yorker’, Nabokov se quejó de sus «horribles dificultades y problemas en manejar una lengua nueva». Al mismo tiempo, el inglés de la señora Nabokov se hacía más firme, más fluido, aunque sonaría siempre algo tieso. Ella decía que era el lenguaje que ella escribía con más facilidad y la lengua en la que respondía a sus correspondientes rusos.
A los pocos años de su llegada a los Estados Unidos, ella se ocupaba sin ayuda de nadie de las relaciones con los editores. Se debía esto en parte a que Nabokov se pasaba el tiempo mostrando mariposas en el museo o enseñando en Wellesley. Pero en realidad era lo que quería hacer. (En una lista de las cosas que Nabokov se jactaba de no haber aprendido nunca, se encuentran: escribir a máquina, conducir, hablar alemán, encontrar un objeto perdido, responder al teléfono, doblar planos, abrir paraguas, darle la hora a un filisteo. Es fácil imaginar en qué gastaba su tiempo la señora Nabokov). Muchas de sus cartas comenzaban así: «Vladimir comenzó esta carta pero tuvo que dedicarse apresuradamente a otra cosa y me pidió que siguiera yo». Hacía todo lo que podía para que su marido no existiera en el tiempo sino sólo en el arte, y así le evitó el destino de tantos de sus propios personajes, encarcelados en sus varias pasiones. Su genialidad estaba destinada al trabajo, no a la vida (algo que la señora Nabokov tenía que explicar regularmente a los parientes de su marido, cuyas cartas se las pasaba a ella para que se ocupase de responderlas). Esto condujo a una comprensible confusión acerca de la autoría, una confusión que se hizo peor con los años.
De una manera perfectamente nabokoviana, las dos identidades comenzaron a confundirse en el papel. Las cartas llegaban dirigidas a toda suerte de entidades: «Queridos VV», «Querida VerVolodya», «Querido Autor y Señora Nabokov». Muchas de los personajes distintivos de la narrativa de Nabokov – los dobles, los imitadores, los gemelos siameses, las imágenes del espejo, las imágenes distorsionadas del espejo, los reflejos en el cristal de la ventana, las parodias de sí mismo – se manifestaban ya en el esquema ideado por los Nabokovs para vérselas con el mundo, un esquema que podía dejar a un correspondiente sintiéndose como un libro: apabullado por una enredada y espléndida broma confidencial.
En los años cincuenta, Vera le escribió a un amigo de Wellesley:
«A V. le pidieron que sugiriera un candidato para la Guggenheim y creo que hice una carta muy adecuada, mencionando tus altas calificaciones. Por supuesto, V. la firmó, y la respuesta fue entusiasta». Este tango de pronombres fue usado con muy buenos resultados. Con dos voces a su disposición, los Nabokovs podían suavizar una observación o hacerla dos veces más cortante. La señora Nabokov le podía escribir a un editor que su marido pensaba que ella podía insinuar que ellos pusieran algunos anuncios – anuncios grandes, montones de anuncios. Y al mismo tiempo podía transformarlo en alguien distante y hacer sus juicios más divinos:
«Mi marido me pide que le diga que él piensa que ‘Ulises’ es, de lejos, la novela inglesa más grande del siglo, pero que detesta ‘Finnegans Wake'». Cuando ella necesitaba una voz más neutral, escribía como J.G. Smith, una secretaria ficticia de Cornell, que compartía la letra con la señora Nabokov.
A menudo escribía y firmaba las cartas de su marido, pero por lo general estaba claro que ella las había escrito. Pero también Nabokov se hacía pasar por Vera: muchas de sus cartas fueron escritas por él usando la tercera persona, en el tono más seco de su esposa, y dejaba que la señora Nabokov las pasara a máquina y firmara. Usaba su identidad, aunque ella nunca intentó utilizar la de él. Como su esposa estaba siempre a su lado, podía hablar en la primera persona del plural. Y, como a menudo la correspondencia no era con Nabokov sino sobre él, se creó un ser totalmente nuevo: un monumento llamado VN, alguien que ni siquiera era Nabokov. A él le gustaba explicar que el Nabokov vivo, el Nabokov que respiraba y que tomaba desayuno, era un pariente pobre del autor, y le encantaba referirse a sí mismo como «la persona que habitualmente personifico en Montreux». Este distante e inabordable VN fue, de muchas maneras, una construcción de Vera Nabokov. ¨De qué otro modo habría podido Nabokov fundar este estatuesco otro yo? Con la ayuda de Vera, el Vladimir Nabokov real desaparecía. Este juego de manos culminó en otro truco ilusorio del espejo, uno merecedor de ‘Despair’: se decía en Montreux que Vera era el negro de su marido, porque era a ella a quien se veía en el escritorio.
Vladimir escribía sólo cuando estaba en cama, o parado frente a su atril, o en la bañera.

¿DONDE APARECE VERA NABOKOV EN LA LITERATURA? En todas partes y en ninguna. Ella fue claramente más una musa que un modelo: es más su influencia que su imagen la que se cierne sobre las páginas. Ella queda menos manifiesta como autor que como inspiración e instigación. Es mencionada en el título original de ‘Speak, Memory’, ‘Conclusive Evidence’, con las dos V que a Nabokov le gustaban tanto, y, por cierto, en la página dedicatoria de casi todos sus libros. Es más fácil documentarla como la mano que guía que como musa, aunque Nabokov le reconoció este último papel en algunas entrevistas, y Brian Boyd habla de esto extensamente en su maravillosa biografía. ‘Speak, Memory’ ha sido interpretado como un homenaje a Vera; ‘Look at the Harlequins!’, escrito muchos años más tarde, exige ser leído de la misma manera.
Ciertamente, algunos de los años más productivos en la vida de Nabokov fueron aquellos inmediatamente posteriores al matrimonio.
Entre 1925 y 1935, escribió como si estuviese afiebrado. Cuando Vera Slonim conoció a Vladimir Nabokov, este era poeta; terminó su primera novela a los meses del matrimonio, y su octava ocho años después, antes del fin de la década. Nabokov recordaba un sueño que había tenido en 1924 en que se veía sentado al piano junto a Vera, pasando las páginas de una partitura. Cuarenta años después tuvo un sueño similar, en el que se ve dictando una novela a Vera, tan consciente de que lo hace «para agradarla y sorprenderla» que es repentinamente capaz de hablar en voz alta y con gran elocuencia. De todas formas, la podemos ver más claramente guiando la obra de su marido si la imaginamos en Cornell tal como se decía, llevándolo del brazo para animarlo a entrar en clase. En 1944, cuando mucha de la energía de Nabokov se invertía más en su trabajo lepidóptero que en sus escritos literarios, Nabokov le escribió a Edmund Wilson: «Vera ha tenido una seria conversación conmigo a propósito de la novela. Después de haberla sacado, de mala gana, de debajo de mis manuscritos sobre mariposas, he descubierto dos cosas: la primera, que la novela está bien, y la segunda, que las primeras veinte páginas deben ser pasadas a máquina otra vez, lo que haré con la mayor rapidez». (La novela se tituló ‘Bend Sinister’. Wilson comentó, luego de leerla: «Mi única posible objeción sería que tú, a veces, escribes frases ligeramente enredadas»). Sabemos que la señora Nabokov se impuso cuando su marido le anunció que planeaba escribir una novela sobre unos gemelos siameses; en lugar de ella, tenemos el cuento ‘Scenes from the Life of a Double Monster’. Sabemos que para ‘Speak, Memory’, ella escribió sus propios recuerdos de los primeros días de su hijo Dmitri, a petición de Nabokov. El ambicioso proyecto de traducir a Pushkin comenzó a insistencia de Vera. Nabokov se había quejado amargamente acerca de las traducciones existentes; y ella, inocentemente, sugirió que lo intentase él mismo. Aquí casi destronó a la esposa de Tolstoy. Puede que no haya transcrito innumerables veces ‘La guerra y la paz’, pero sí pasó a máquina las trescientas páginas del manuscrito de ‘Onegin’, y se pasó horas investigando para las notas.
¨Le gustaba a ella lo que hacía? Debe de haber tenido sus dudas.
En 1959, después de que Nabokov hubiese terminado una modesta traducción en la que ella había colaborado, le escribió a un amigo: «Juro que esta será la última traducción que le dejo hacer en mi vida». Trabajarían aún cinco años más antes de terminar ‘Onegin’.
La famosa ‘Lolita’ no habría sido concebida jamás sin la señora Nabokov: si ella no hubiese existido en la época de su publicación americana, su marido habría tenido que inventarla, tanto identificaba la gente a Vladimir Nabokov con Humbert Humbert. En los ágapes en torno a la publicación, los admiradores le dijeron al matrimonio Nabokov que ellos no habían esperado exactamente que el autor se apareciese con una esposa de treinta y tres años y de pelo blanco. «Sí», respondería ella, sonriendo, imperturbable:
«Por eso estoy aquí». Por lo menos dos veces, Nabokov se propuso echar su novela al incinerador de Ithaca, tal como John Shade con sus manuscritos en ‘Pale Fire’. Su mujer lo detuvo. Ella era la mujer que conducía el Oldsmobile donde, en el asiento trasero, él escribió la novela; ella fue la mujer que durmió en todos los cuartos en que lo hizo Humbert Humbert. Ella hizo todos los arreglos para su publicación. Una vez, ella recorrió Nueva York con una bolsa de papel marrón en la mano en la que se encontraba el manuscrito que su marido había descrito a su editor como una «bomba de tiempo». ¨Hay algún rastro de la señora Nabokov en la novela? No, pero sus huellas se encuentran en todas partes.
(Algunas personas han insistido en buscarlas. Después de que Lionel Trilling conoció a los Nabokovs, en Ithaca, le dijo a su esposa que tenía el vago presentimiento de que Vera Nabokov era Lolita).
Cuando la señora Nabokov aparece en la narrativa, lo hace más a menudo como su anti-yo que como ella misma. Las esposas que aparecen en la obra de Nabokov son mujeres que ya se han ido o que están prontas a hacerlo: son esposas muertas, caprichosas, extraviadas, idiotas, vulgares, abandonadas, inútiles, intrigantes. En comparación, Clare, en ‘Sebastian Knight’, parece ser una reencarnación tardía de un personaje que aparece en la obra de Nabokov después de que Vera y Vladimir se conocieran. En ‘Sounds’, una corta historia de septiembre de 1953, Nabokov introduce a una mujer radiante, delicada, de manos delgadas, de ojos claros y mirada evasiva, con una cabellera que se confunde con la luz del sol. Esa descripción física se aplica igualmente bien a Zina, de ‘The Gift’, la primera novela que cualquiera que haya conocido a los Nabokovs en Berlín mencionará cuando se hable de Vera. Las voces narrativas de Nabokov pueden ser apasionados admiradores de secretarias inteligentes, entre las cuales la descripción de Clare corresponde más estrechamente a la de la señora Nabokov.
«Pero lo mejor de todo era que ella era una de esas raras mujeres que no dan las cosas por sentadas y que ven las cosas cotidianas no solamente como espejos familiares de su propia femineidad. Tenía imaginación – el vigor del alma – y esta tenía una cualidad particularmente fuerte, casi masculina. Poseía, también, ese sentido real de la belleza que tiene menos que ver con el arte que con la constante agilidad para discernir la aureola alrededor de una sartén o la similaridad entre un sauce llorón y un terrier Skye. Y, finalmente, estaba dotada de un fino sentido del humor.
No sorprendía que ella calzara tan bien en su mundo».
Sibyl Shade se parece a la señora Nabokov de manera superficial; una doble de Vera hace una corta aparición del brazo de un escritor en ‘King, Queen, Knave’. Pero solamente el ‘Tú’ de ‘Speak, Memory’ y de ‘Look at the Harlequins!’ – el ‘Tú’ sobre el cual Nabokov rehusó rotundamente responder – reflejan verdaderamente a su mujer.
Mientras que Nabokov mismo admitía que a menudo aparecía, en los espejos de su obra, una especie de imagen reflejada de Vera, la señora Nabokov negaba categóricamente cualquier semejanza. Por supuesto, yo no soy Zina, protestaría ella: Zina es solamente mitad-judía, y yo lo soy enteramente. De la misma manera, a Nabokov le gustaba negar cualquier semejanza entre sus personajes y él: ­Pero él identificó mal a una mariposa! A mí no me ocurriría jamás. ­Pero él habla mejor alemán que francés!, por lo tanto yo no soy ese personaje. Para complicar las cosas, la señora Nabokov, tan puntillosa en todo lo que concernía a su marido, hacía lo posible por ser vaga, evasiva o directamente imprecisa. Cuando le preguntaban cómo había conocido a su marido, no titubeaba en responder, incluso a un buen amigo: «No me acuerdo». En una ocasión, cuando Nabokov comenzó a revelarle a un estudioso americano cómo se habían conocido, Vera interrumpió la historia de su marido con una virulenta pregunta: «¨De dónde es usted, de la KGB?» Otras esposas han sido exiliadas de los libros de historia; esta se exilió enérgicamente a sí misma.
No hay necesidad de elaborar sobre los correlatos ficticios porque, primero, mientras nos ocupamos activamente de encontrar a Vera en las novelas, tenemos la impresionante versión de él en sus cartas. Y en la vida misma, Nabokov era de muchas maneras su propia contraparte fictiva. Como advirtió uno de sus editores favoritos: «Es una idea falsa imaginar que existe un Nabokov real». Se inventaba a sí mismo, estaba constantemente imitándose, era tanto en la vida como en el papel un actor actuando, un conspirador conspirando. Y el acto del mago, a medida que se desarrollaba con los años, necesitaba de una asistente.
El resentimiento hacia la señora Nabokov se acumuló en igual proporción que la mística. ¨Quién era esta Aguila Gris en la sala, se preguntaban los estudiantes, mientras que los miembros de la facultad – muy conscientes de que Nabokov no había sacado el doctorado, no tenía estudiantes graduados ni mechones y, hacia los años cincuenta, sí tenía matrículas altamente envidiables – se irritaban con la rutina del marido y su esposa. Cuando Nabokov fue considerado para una ocupación en otro lugar – y él buscó otra colocación durante un año después de llegar a Cornell -, un ex colega puso freno a la idea, diciendo: «No se preocupen de contratarlo; su esposa lo hace todo».
Nabokov no hizo nada para contener este tipo de insolencias. Le dijo a sus estudiantes que Ph.D. quería decir ‘Departamento de filisteos’. Pasaba sus horas de recibo a Vera. E incluso se tomaba sus propias y buenas actuaciones de manera displicente. Cuando un amigo insistió en asistir a una de sus lecturas, Nabokov concedió, diciendo: «Bien, si insistes en tu masoquismo». Sus colegas se sentían celosos de su cantidad de estudiantes, desconcertados por su cazamariposas, atónitos ante la lealtad de la esposa. En esto último se hacían eco de Edmund Wilson, que odiaba que ella se metiera en los exámenes y su devoción. En su diario, Wilson se quejó: «Vera está siempre de lado de Volodya y uno la siente erizarse de hostilidad si, en su presencia, uno está en desacuerdo con él». A las esposas de otros escritores se les ha preguntado a bocajarro porqué no podían parecerse más a Vera, que era considerada el patrón oro, la Campeona Internacional del Concurso Esposa-de-Escritor, como dijo el novelista Herbert Gold.

 

SE HA DICHO QUE LOS NABOKOVS HICIERON de su matrimonio una obra de arte. Más exactamente, su matrimonio fue refinado por el arte del trabajo. La correspondencia editorial comenzó a aumentar después de la aparición de ‘Lolita’, cuando la señora Nabokov debió escribir cuatro cartas diarias a un solo editor. «Le escribí hoy, pero Vladimir me pide que lo haga otra vez», comenzaba una nota dirigida a Putnam’s en 1958. Muchas de esas cartas estaban apiladas como un helado napolitano: en inglés, en francés, en ruso. La máquina de escribir iba a todas partes, no para él sino para ella. No hay ninguna evidencia de que hayan salido alguna vez de vacaciones. Dmitri Nabokov observó: «El tiempo de atención que podía dedicar a la entretención pura, era muy limitado». A mediados de los años sesenta, cuando los Nabokovs se encontraban viajando por Italia, ella negociaba una cláusula en el contrato con Putnam’s en cada ciudad. Después de ‘Lolita’, el Nabokov público, la voz de Nabokov era Vera Nabokov. El estudiante que mencionó que ella era ventrílocua no estaba muy lejos de la verdad.
Cuando Nabokov quiso tener información sobre la versión fílmica de ‘Lolita’, le escribió a Stanley Kubrick varias veces. Vera firmó una carta: «Vladimir me pide que le diga que le alegraría hablar con usted, provisto que no le moleste que él hable a través de mí». Por alguna razón, VN se sintió obligado a escribir él mismo, o como si fuese él mismo: «Me gustaría hablar con usted, pero odio las conversaciones por teléfono, especialmente si son de larga distancia. Si usted habla con mi esposa, yo estaré a su lado durante la conversación». Nabokov raramente atendía el teléfono.
Se rumoreaba que su esposa lo tenía como rehén.
¨Cómo se sentía ella en esta situación? Se excusaba ante los amigos por el retraso en responder, pero rara vez permitió que las disculpas se transformaran en un tema. Así se la ve en 1963, tan cerca del borde como parece haberse aventurado: «Estoy completamente agotada con las cartas de Vladimir (quiero decir, con las que recibe y yo debo responder) y no se trata solamente del trabajo físico sino también de que quiere que yo tome todas las decisiones, que me exigen más tiempo aún que el pasar a máquina. Incluso cuando Dmitri era un bebé aún, tenía más tiempo de ocio que ahora. No creas que me quejo, pero no quiero que pienses que soy descuidada». Ella habitualmente enfatizaba lo poco calificada que estaba para el trabajo. Justo después de la publicación de ‘Lolita’, le escribió a un amigo acerca de la insoportable presión del trabajo – especialmente, dijo, porque su marido se negaba a mostrar el menor interés en sus propios negocios. «Además, no soy de ninguna manera una madame Sevigné, y escribir diez a quince cartas al día me deja exhausta».
Veinticinco años más tarde, después de que no había cambiado nada excepto la cantidad de trabajo, le dijo al mismo amigo que ella era una muy mala escritora de cartas, lo había sido toda la vida, pero que sin embargo en los últimos treinta o cuarenta años de su vida no había hecho otra cosa. Con un poco de pena, reconoció en determinado momento que todos sus nietos eran de letras. Pero se dedicaba a ellos con meticulosa atención. Pasaban los años y ella cada vez trabajaba más duramente. Corrigió la versión alemana de ‘Speak, Memory’, la francesa de ‘Strong Opinions’, la poesía de Nabokov en italiano, y comenzó a traducir ‘Pale Fire’ al ruso, después de la muerte de su marido. La última traducción fue difícil, le escribió a algunos amigos, pero a los ochenta años se sentía sola y mal de salud, y el trabajo la hacía feliz. Ese año, calculó ella para sus abogados, trabajó seis horas al día respondiendo la correspondencia, en negociaciones y en traducciones. Poca gente se ha dado cuenta de lo mucho que trabajó. A comienzos de los años setenta, el crítico literario Alfred Appel le dio un consejo: «No tienes que pedir excusas por atrasarte con la correspondencia de VN. Hay sólo una solución. Haz una huelga exigiendo mejores horarios y condiciones de trabajo.
Manifiéstate frente al Montreux Palace – el hotel que era su hogar en Suiza – con una pancarta, diciendo algo como ‘VN es injusto con los servicios auxiliares’. Seguro que surtirá algún efecto».
Por supuesto, ella no hizo nada de esto; las cartas personales están, en cambio, llenas de preocupación acerca de lo duro que está trabajando Nabokov, de lo difícil que es convencerlo de que descanse. Y ella estaba altamente calificada para el trabajo. Su ruso era, según su marido, «estupendo»; su memoria poética excepcional (entre otras muchas cosas, se sabía de memoria ‘Eugene Onegin’ y prácticamente toda la poesía de Nabokov); y era sumamente sensible a las frases bien hechas; parecía empecinada en vivir una vida fuera de la suya propia. Era el ayuda-de-campo ideal en la guerra contra el snobismo. Como Nabokov, era sinestésica, que en el caso de ambos quería decir la habilidad de ver y visualizar letras y sonidos en color. Fue una opción de esposa tan perfectamente lógica para Nabokov que el hecho de que se hubiera casado con ella por otra cosa que por razones prácticas era fácilmente pasado por alto. Compartía con su marido el cuidado por el detalle: en su diario de vida, Nabokov citaba frecuentemente sus oportunas y poéticas observaciones. Pocos vieron este lado de ella. Ella no mostraba su encanto en el papel; uno tenía que ganar primero su confianza antes de poder presenciar su humor, su ternura, sus ágiles giros lingüísticos. (Durante una visita que hicieron con unos amigos al Montreux Palace, Nabokov quiso poner azúcar a su café pero la volcó fuera de la taza. Vera le informó, con agudeza: «Querido, te acabas de azucarar los zapatos». Más a menudo, la gente sólo vio a la dura partidista, luchando por reconocimiento literario en un mundo de filisteos. No parece haberse dado cuenta de la mala voluntad de la gente, de su reputación matahari. Si sabía que una mujer vergonzosa, reservada hasta lo enfermizo y altamente honesta podía resultar irritable, distante e intransigente, no parece que le haya importado. La perfecta asistente del mago, podía ser aserruchada en dos sin perder ni la compostura ni la dignidad.
Su abogado se impresionó cuando – en el penumbroso bar del Pierre Hotel en 1967 – ella acosó al editor americano de su marido para que accediera a concesiones sin precedente. Lo hizo sin decir una palabra. El mismo abogado pensó que era casi una clarividente cuando ella insistió en aumentos por razón del costo de la vida en los contratos de su marido – aumentos que luego probaron ser altamente provechosos. El abogado no había estado en San Petersburgo ni en Berlín en los años veinte; la señora Nabokov sí.
Estaba acostumbrada a tocar fondo. En Nabokov marcó su obra; a ella le formó la personalidad.
Sus frustraciones eran las de vivir una vida metódica en un mundo desordenado, de producir textos perfectamente mecanografiados en un universo donde los tipógrafos son humanos. Juzgaba a la gente – y sobre todo a ella misma – de acuerdo a las normas de la literatura de su marido: normas que pocos de nosotros, y menos los editores, pueden satisfacer. Ella y Dmitri le dieron a Nabokov lo que el mundo había tratado de quitarle: estabilidad, privacidad y un ambiente de gusto europeo, de humor original, de opiniones fuertes y de un ruso exquisito e incorrompido. Durante muchos años, Nabokov fue un tesoro literario en busca de una nación; Vera fue algo así como el país en el cual él vivió. Juntos, ocuparon un reino aislado propio, el tipo de mundo de fuera de este mundo en el que los personajes de Nabokov a menudo encontraban solaz.
«Inseparables y autosuficientes, ellos dos forman una multitud», observó un antiguo estudiante de Cornell. ¨Qué podría haber sido más desorientador que esa larga serie de casas alquiladas en Ithaca, de gatos alquilados, de vajilla alquilada y fotos de familia alquiladas? No sorprende que Nabokov haya tratado todo esto como si no fuera real. Y lo era. Le gustaba insistir en su aislamiento, para probar que había sido la quimera de otro. Cuando un biógrafo le presentó una lista con la gente que esperaba entrevistar, Nabokov agregó algunas observaciones. Las notas dicen: «Le caigo mal / apenas lo conozco / un enemigo / lo conozco muy poco / desconocido / lo conozco apenas / no estoy seguro de conocerlo / nunca le vi / desconocido / un primo / un hombre con una gran imaginación, que me vio en 1916 la última vez / un producto de su imaginación».
Volvamos brevemente a la sala de clases de Cornell. Nunca sabremos exactamente qué estaba haciendo allí la señora Nabokov, tal como no sabremos nunca cuál era el papagayo de Flaubert. (Ella poseía un arma, pero no hay evidencias de que la haya portado consigo a clases; Nabokov gozaba en general de buena salud y no era alérgico a la tiza. Ella era una enciclopedia, pero también lo era él). Un indicio de una respuesta quizás se encuentre en ‘Bachmann’, un cuento de 1924. La estelar carrera del pianista Bachmann comienza el primer día en que su admiradora, la señora Perov, se sienta «muy recta y bien peinada» en la primera fila de uno de sus conciertos. Y termina la primera noche en que ella no aparece, cuando, después de sentarse al piano, él se da cuenta de que hay una butaca vacía en la primera fila. Un cornelliano parece apreciar el secreto de Bachmann al recordar las actuaciones del profesor Nabokov. «Era como si dictara la clase para ella», caviló el estudiante. Nabokov decía que la mejor audiencia que un artista puede imaginar es «un cuarto lleno de gente llevando la misma máscara que él». Refiriéndose a la señora Nabokov, le dijo a un entrevistador: «Ella y yo somos mi mejor audiencia. Debería decir, mi principal audiencia». ¨Para quién pudo haber estado escribiendo ese día en Cornell cuando apuntó en la pizarra los nombres de los cinco más grandes poetas rusos? Incluyó a alguien llamado Sirin, su propio pseudónimo de los años transcurridos en Berlín. «¨Quién es Sirin?», preguntó un estudiante intrépido. «Ah, Sirin. Voy a leer algo de él», dijo Nabokov, sin inmutarse y sin más explicación. Una mañana particularmente obscura en Ithaca, Nabokov comenzó a dictar clases en la obscuridad. A los pocos minutos, Vera se levantó de su silla en la primera fila para encender las luces del anfiteatro. Cuando lo estaba haciendo, una beatífica sonrisa apareció en el rostro de Nabokov. «Señoras y señores», dijo, gesticulando orgullosamente: «Mi asistente».
Probablemente la persona que más trataba de hacerse invisible – ante él – era la más visible. Seguramente ella lo sabía. Nadie parece haberse atrevido a preguntarle si se sentía oprimida, eclipsada o, igualmente, fundamental, indispensable, una compañera creativa. Ella estaba demasiado ocupada en desviar la atención de sí misma como para que alguien hubiese tenido oportunidad de preguntarle. Cuanto menos me menciones, le dijo a un biógrafo, más cerca estarás de la verdad. Elevó el Ser la Señora Nabokov a una ciencia y un arte, pero pretendía que esa persona no había existido nunca. Sentía claramente que estaba, no a la sombra de su marido, sino a su luz. Cuando lo vio la primera vez, pensaba que él era el más grande escritor de su generación; y a esa simple verdad se mantuvo leal por sesenta y seis años, como si quisiera compensar todas las pérdidas y agitación, los accidentes de la historia. Un colega de Cornell observó en un artículo que cuando la señora Nabokov se veía obligada a leer las conferencias de su marido, no modificaba ni una palabra. En los márgenes, sin embargo, la señora Nabokov lo reprendía. ­Por cierto, ella no había cambiado una sílaba! ¨No había comprendido aún que una conferencia era una obra de arte?
Un admirador americano encontró a los Nabokov en Italia, en 1967.
Estaban bajando por el sendero de una montaña, con cazamariposas en las manos. Nabokov estaba radiante; antes en ese mismo día había avistado un especimen raro, precisamente el que había estado buscando. Y había vuelto a casa a buscar a Vera. Quería que ella estuviera con él cuando lo capturara.

Stacy Schiff

Copyright ©The New Yorker/Traducción Claudio Lisperguer

EN BUSCA DEL LENGUAJE ÚNICO

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DVD: Videolibro-objeto nº 1: «El luto de los colores & Metáfora en busca del lenguaje único»,

La Náusea Ediciones, Monistrol de Montserrat, 2012 /  CD: Bluesía, La Náusea Records, Monistrol de Montserrat 2012-2013.

Oxímoron (Marian Raméntol, Jaume Vendrell, Cesc Fortuny i Fabré)

http://www.oximoron.tk http://www.facebook.com/OximoronPoesia

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por Anna Rossell

Oxímoron, Metáfora en busca del lenguaje único

Dividido en cuatro partes: «Metáfora, en busca del lenguaje único», «El luto de los colores», «Galería» y «Biografías», los tres componentes de este grupo pictórico-poético-musical llamado Oxímoron –Marian Raméntol, Jaume Vendrell y Cesc Fortuny Fabré-, nacido oficialmente en 2012, nos ofrecen un conglomerado artístico polifacético en cuantas vertientes son capaces de manifestarse. El conjunto pretende alcanzar, como ya intentara Wagner, una Gesamtkunstwerk -una obra de arte total-, en la que todos los elementos que intervienen buscan el equilibrio y se hibridan entre sí, evitando que cualquiera de ellos esté al servicio del otro. Así, exceptuando Biografías, que da cuenta del perfil artístico-cultural de cada uno de los miembros de Oxímoron, las otras tres partes participan de esta idea común y están hilvanadas por un hilo conductor, que las unifica más allá de las características propias que las diferencia como parte.

Como anuncia el título del videolibro, Raméntol, Vendrell y Fortuny construyen una Metáfora en busca del lenguaje único, a partir de una performance, filmada en los bellos y sugerentes jardines de asilvestrada decadencia e interiores del edificio de El Konvent de Cal Rosal (Berga, Barcelona, España). Estas instalaciones de Movimentpuntzero, salpicadas de objetos artísticos y esculturas, nos sumergen en un ambiente de naturaleza y artificio. Ellos lo llenan de voz, movimiento, impacto visual y color, hasta formar un todo artístico integral, integrado y orgánico, en tanto que su concepción supera la duración limitada de su obra, sugiriéndonos la idea de arte no tanto como producción artística sino como un modo de vivir, una concepción que determina absolutamente la vida de los implicados.

El oidor-visionador del videolibro goza de la imagen de Marian Raméntol moviéndose por el bellísimo espacio del Konvent a la vez que escucha su melodiosa, reposada voz, en ningún momento sensiblera, recitando sus propios poemas, textos densos y contundentes: Soliloquio de preceptos en pentagramas de sílice, / mi vida andada cubrirá la piel / y la aprendida bañará la greda en ríos / de una sola lágrima. / Quien quiera nuevas huellas en el coraje de mi crónica / le componga un réquiem a mi biografía. (Epitafio nº 2 en Si bemol) . Su léxico descarnado contrasta con la paz y la armonía que transmite el recitado y el desplazamiento reposado, que la cámara de Fortuny subraya, buscando efectos combinatorios de arte conceptual en movimiento. Voz y música, ésta de Fortuny, ejecutada por él, buscan una lograda simbiosis con la palabra a través de estridencias, crujidos, disonancias a base de instrumentos varios –armónica, mortero metálico, gong, guitarra…-, clara muestra de su gusto por la experimentación y su interés por el esoterismo y las religiones comparadas. Fortuny nos brinda también su voz recitando sus propios poemas, como los de Raméntol igualmente categóricos, que gustan del lenguaje y la imagen sexual, y de los que destacan muy especialmente los versos finales, de una impactante rotundidad: […] al caer en el útero veremos raíces y troncos, / comprenderemos el léxico de la humedad, la ortografía del musgo, / encontrando el palo cerrado en la basura y cayéndonos los ojos como al ciervo quieto. / Cuando los siquiatras pacen en los campos / y el negro semen de la codicia me emborracha como a los árboles / se alzan los muros y las cruces que conducen al olor del fuego, / de la llama ardida tantas veces. / Como un montón de tallos clausurados por el aire, / que son cobijo blasfemo, y como la madre que se peina bajo las aguas, / en la pureza de la gangrena. / No hay medicación para soportar la existencia. (El negro semen de la codicia)

El mismo concepto viene corroborado en la segunda parte, «El luto de los colores», grabada en el barrio del Raval de la ciudad condal, cuyo principal protagonista es Vendrell, pintor y poeta, que, en una entrevista en movimiento, nos permite asistir al proceso pictórico del nacimiento de un cuadro de impresionante colorido y trazo, al tiempo que nos describe su modo de trabajo, su estilo de vida y su idea del arte. Vendrell entiende la pintura como una extensión de la poesía: “sacar mi poesía fuera, pero de un modo más visual”, algo que atestiguan las artísticas portadas de sus poemarios, una verdadera obra pictórica que se extiende hasta la contraportada. Al igual que Raméntol y Fortuny, busca nuevos lenguajes a través del arte, para el que le interesa especialmente el tema orgánico –su cuerpo está artísticamente tatuado- y en el que convive lo surrealista con lo figurativo.

La tercera parte, la «Galería», presenta una relación de instantáneas, bellísimas fotos fijas, que reiteran la idea del lenguaje único de un interarte polifacético y orgánico en el que conviven y se relacionan naturaleza y artificio, ser vivo y objeto, para incitar nuestra imaginación y brindarnos, en este casamiento interactivo, a través de los objetos -usados como meros trampolines para la idea-, una viva muestra de arte conceptual, en el que los propios artistas devienen parte integrante de su obra de arte y de la idea.

Por otra parte, el CD, titulado «Bluesía», que delata claramente la intención de hibridación artística de Oxímoron en su búsqueda de aquel lenguaje único, trabaja ahora con la palabra y la música como únicos elementos para su experimentación. El álbum no especifica la autoría de los textos recitados al son de la música de armónicas y guitarra –Cesc Fortuny-, a menudo dialogando, mientras las voces de Marian Raméntol y Jaume Vendrell recitan, alternándose. También este hecho es revelador de la voluntad del grupo de ofrecer su trabajo como un todo compacto en el que la distinción de sus componentes carece de importancia. No obstante, quien haya leído u oído anteriormente la poesía de los autores, identificará qué texto pertenece a cada cual; su sello es inconfundible, a pesar de la solidez de su denominador común, que les consolida como grupo. A diferencia del recitado del videolibro, ahora las voces suenan majestuosas, amenazadoras a veces, con clara intención de subrayar con silencios, pausas o acentos ciertos momentos del poema, que tiende a lo escatológico, a lo descriptivo en clave surreal, a lo tremendista, casi a lo apocalíptico. Recita Raméntol invocando a la madre: […] Vendrás con tu Dios entre los dientes / para que pueda ejecutarle / con las balas marinas que me queden / […]. O bien Vendrell: […] la semilla es un nudo en la garganta, / que me ahoga y apuesta por desvelarme / en el punto álgido del sueño / sin haber hallado al hombre / que calza mis zapatos. / ¿Hacia dónde se dirige? / ¿Hay algo que responda al grito de las piedras? […]. La única similitud entre promesas y progreso / son las tres primeras letras.

Al igual que en el videolibro, la música de autoría y ejecución de Cesc Fortuny, tiene personalidad propia; no es en ningún momento un mero acompañamiento de fondo, sino que tiene el mismo protagonismo de los textos, ofrece un marco donde estos se encuadran y se desarrollan; sus sonidos sugieren a quien escucha imágenes asociativas del mismo o similar ámbito semántico que las palabras recitadas. Sintomático para la personalidad de Oxímoron es el hecho de que elijan para uno de los poemas, Promesas, la versión musical de El blues de les bestias, de la película SandWoman, de Samuel Sebastian que se resume como sigue: SandWoman es la historia sobre una mujer escritora de 35 años, cuyas peores pesadillas están repletas de fantasmas y de espíritus necrófagos que la invaden, hasta el punto de no distinguir realidad de imaginación. Su marido, de 40 años, es un asesino que explica a su mujer todos sus crímenes para que así consiga la inspiración para escribir su novela, un libro sobre la pasión y la muerte. Una tarde, la mujer comienza a ser transformada en una bestia, y poco a poco se da cuenta de que el personaje principal de su novela, la mujer muerta, la está poseyendo. El video-libro y el CD pueden adquirirse en las direcciones editoriales del encabezamiento.

© Anna Rossell

ARTHUR SCHNITZLER, EXPONENTE DE LA LITERATURA VANGUARDISTA DE FIN DE SIÈCLE JUNG-WIEN

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Arthur Schnitzler, Doctor Graesler. Médico de balneario,
Traducción de María Esperanza Romero
Marbot Ediciones, Barcelona, 2012, 152 págs.
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por Anna Rossell

Bienvenida sea la traducción al español de este relato, nunca publicado antes en España, de Arthur Schnitzler, un vienés vanguardista y rompedor de los moldes y tabúes de su tiempo, de quien sí se conoce en nuestro país la obra narrativa más destacada, si bien no su obra teatral –con excepción de La ronda (Der Reigen) y Anatol-, que, sin embargo, no ha perdido actualidad.
Arthur Schnitzler (Viena 1862–Viena 1931), médico y escritor interesado desde joven en la psicología, conoció y mantuvo correspondencia con Freud y supo reflejar este interés en su obra, lo cual habría de provocar escándalo y reportarle problemas con la censura, el estamento militar y la justicia (Liebelei, Professor Bernhardi, Der Reigen, Leutnant Gustl…). Su desenfadada presentación del deseo, la seducción, el poder o el adulterio chocaban con las convenciones morales de su tiempo que en buena parte siguen vigentes aún. Recuérdese la película Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick, que hace pocos años dio a conocer al gran público la novela corta de Schnitzler Relato soñado. Su obra es valiente y rompedora no sólo en los temas sino también en lo formal –El teniente Gustl (1900) fue el primer relato en lengua alemana escrita en forma de monólogo interior, seguiría en este mismo registro La señorita Elsa (1924)-. La prohibición de representar sus obras teatrales estuvo vigente hasta 1982.

Probablemente porque conocía mejor sus ambientes y su psicología, la mayoría de sus personajes tienen que ver con su propia vida; sus protagonistas son a menudo oficiales del ejército, médicos o artistas y éste es de nuevo el caso de Doctor Graesler. Médico de balneario. En consonancia con su interés por la ciencia freudiana, Schnitzler dedica muchas de sus narraciones a individuos –como el título anuncia- y al estudio de su idiosincrasia. El subtítulo, Médico de balneario, avanza un prototipo profesional de connotaciones negativas, que entra en conflicto con la convención social de fin de siglo: el supuesto refinamiento de los “pacientes” y de la atmósfera de los baños termales. Porque este médico soltero de cuarenta y ocho años, que ejerce su profesión a caballo entre balnearios de Tenerife y Berlín, se nos presenta como un individuo inseguro, egocéntrico y superficial que anda por la vida con el único objetivo inmediato de satisfacer su necesidad de compañía femenina, sin importarle nada más que la apariencia física y sin ser siquiera un Don Juan. Su debilidad de carácter y su egoísmo se manifiestan en todos los niveles: la ausencia de verdadera vocación médica en la reticencia que manifiesta de asistir a la única paciente realmente enferma que se le presenta, la nula relación que ha tenido con su hermana, con quien ha convivido muchos años antes del suicidio de ésta; la incapacidad de adquirir responsabilidad o compromiso también en lo personal, lo cual le lleva a cambiar constantemente de pareja sin pestañear ni sufrir la más mínima agitación emocional. La mediocridad esencial de Emil Graesler queda más subrayada aún por el carácter del personaje que el autor vienés le inventa como contrapunto: Sabine, una joven mujer resuelta, de notorio intelecto y segura de sí misma, que contrasta fuertemente con el “maduro” doctor.
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El relato ha sido llevado al cine en varias ocasiones; las más recientes A Confirmed Bachelor, por Herbert Wise, en 1973, en Gran Bretaña (BBC), con Sheila Brennan, Rebecca Saire y Robert Stephens, y en 1991, en Italia, Mio caro dottor Gräsler, por Roberto Faenza, con Keith Carradine, Kristin Scott Thomas, Sarah-Jane Fenton y Miranda Richardson.
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© Anna Rossell

http://annarossell.blogspot.com.es/