AUTO DE FE (Elias Canetti)

auto da fe Canetti cuenta en sus memorias que Auto de fe nació de una imagen que, como un pequeño demonio pertinaz, lo obsesionaba: un hombre que prende fuego a su biblioteca y arde junto con sus libros. Comenzó a escribir la novela en el otoño de 1930, en la Viena deslumbrante y preapocalíptica de Broch y de Musil, de Karl Popper y de Alban Berg, como parte de una «Comedia Humana de la locura», que iba a constar de ocho historias, cada una de las cuales tendría como protagonista a un hombre desmedido, en las fronteras de la sinrazón. Del ambicioso proyecto sólo se materializó esta ficción (la que, dice, de alguna manera resumió todas las otras) centrada en torno a un excéntrico incendiario, el hombre-libro Peter Kien. Su propósito era escribir un texto «riguroso y despiadado conmigo mismo y con el lector», muy distinto de la literatura vienesa entonces en boga, de la que tenía una pobre opinión: «Me hallaba inmunizado contra todo cuanto pudiera ser agrabable o complaciente…»

Las afirmaciones de un novelista sobre su propia obra no son siempre iluminadoras; pueden ser incluso confusionistas, erróneas, porque el texto y su contexto son para él difícilmente separables y porque el autor tiende a ver en aquello que hizo lo que ambicionaba hacer (y ambas cosas, así como pueden coincidir, muchas veces divergen considerablemente). Pero estas confesiones de Canetti sobre Auto de fe —novela que, publicada en 1936, conoció primero un entusiasta reconocimiento en Europa, quedó luego enterrada en el olvido durante la guerra y la posguerra, tuvo un débil renacer en los países occidentales en los sesenta, hasta alcanzar un nuevo estrellato a partir de 1981, con el premio Nobel concedido a su autor —son útiles y ayudan al lector a orientarse por la maleza de sus páginas.

Pues Auto de fe, una de las ficciones más ambiciosas de la narrativa moderna, es también una de las más arduas, una de aquellas que, como La muerte de Virgilio de Broch o El hombre sin atributos de Musil, exigen un esfuerzo intelectual y una buena dosis de perseverancia antes de revelar al lector su sentido profundo, las claves de su complicado simbolismo.

La dificultad mayor que ofrece no es entender lo que en ella sucede sino, más bien, hacerse una idea coherente del conjunto de episodios que la componen. Éstos, aislados, son muy claros: hechos triviales o truculentos; banalidades domésticas y desmesuras visionarias; los estereotipos y clisés pequeño burgueses que surten sin tregua de la boca y la mente de un ama de llaves y las reflexiones extravagantes de un orientalista neurótico; las sórdidas brutalidades de un portero matón y las hazañas delincuentes de un enano jorobado salido del hampa; complicaciones callejeras de una absurdidad demencial, enredos burocráticos, crímenes y violencias de todo orden. Cada uno por separado, todos estos sucesos son inteligibles y están dotados de poder persuasivo. Por su concatenación, en cambio, es difícil de establecer; la relación de causa a efecto que los vincula o debería vincularlos es tan soterrada que, con frecuencia, se eclipsa. Las bruscas mudas de tono, contenido, humor y sentido entre episodio y episodio resultan a veces desconcertantes. También a este respecto es instructivo el testimonio de Canetti: «Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil.»

La palabra importante es aquí desintegración. El de Auto de fe es un mundo desintegrado —«Un mundo sin cabeza», «Una cabeza sin mundo» y «Un mundo en la cabeza» se titulan, adecuadamente, cada una de sus partes-y a primera vista incoherente, una amalgama de hechos y personajes cuya índole y articulación no responden a una lógica racional sino a la sola arbitrariedad artística. Su anarquía, su carácter entre grotesco y pesadillesco, las trayectorias histéricas que siguen sus sucesos, sus extraños disparates, las greguerías que salpican su texto («Se redujo tanto que al final se perdió de vista»), la atmósfera recargada, moralmente insalubre de muchas de sus páginas, no son gratuitas, desde luego. Los críticos han visto en todo ello el santo y seña, la cifra literaria, de la Europa germánica de la entreguerra, preñada de todos los demonios que precipitarían, pocos años después de escrita la novela, las catástrofes de la segunda guerra mundial.

Esta lectura de Auto de fe, como alegoría ideológica y moral, es perfectamente lícita, sin duda. El cráter de la historia, aquella imagen de la biblioteca presa de las llamas y la inmolación de su dueño, prefigura gráficamente las inquisiciones de nacionalsocialismo y la destrucción de una de las culturas más creativas de su tiempo por obra del totalitarismo nazi. Y, también, la responsabilidad que cupo en ello a muchos artistas e intelectuales que fueron cómplices de la enajenación colectiva o incapaces de detectarla y combatirla cuando se estaba gestando. Si la cultura no sirve para prevenir este género de tragedias históricas, ¿cuál es entonces su función?

Es una pregunta de total pertinencia en el caso de Peter Kien, el sinólogo de Auto de fe a quien su inmensa sabiduría —domina una docena de lenguas orientales y muchas occidentales— no le sirven literalmente de nada que pueda ser apreciado por sus contemporáneos. Porque nada de lo que sabe —de lo que aprende y piensa— revierte sobre los demás; más bien levanta una muralla de incomunicación entre él y su mundo. ¿Cuál es la razón de que se niegue a enseñar? ¿De que publique con tamaña avaricia? ¿De que viva enclaustrado en esa biblioteca de 25.000 volúmenes a la que nadie más tiene acceso? El conocimiento, para Peter Kien, no es algo que deba compartirse, un puente entre los hombres; es una manera de tomar distancia y de alcanzar una superioridad vertiginosa sobre el común de las gentes, esos analfabetos cuyo «despreciable objetivo vital es la felicidad». Peter Kien no quiere ser feliz; quiere ser sabio. Lo consigue, sin duda, pero, aunque ello tal vez alimente su soberbia, en la práctica su sabiduría no impide que sea vejado, maltratado, expulsado de su hogar y empujado a la pira por aquellos seres —el ama de llaves que desposa, el portero brutal, su hermano psiquiatra— a los que tanto desdeña. Entre las manías del sinólogo se cuenta la de jugar al ciego. No es extraño, pues, aunque sus lecturas e investigaciones le permiten moverse como por su casa entre las religiones y filosofías del Oriente, Peter Kien nunca fue capaz de ver a la ciudad en la que vivía ni a las gentes que lo rodeaban.

Si él no es una figura simpática, lo son todavía menos los otros protagonistas y comparsas de la historia. Egoístas, obtusos, ávidos, convencionales, prisioneros de un mundillo limitado por intereses abyectamente mezquinos, sólo salen de esas celdas que son sus existencias para hacer daño o ser victimados. La desintegración de este mundo obedece a la falta absoluta de solidaridad entre sus miembros, ninguno de los cuales parece alentar por los demás algún sentimiento generoso o cierta forma de lealtad. Las jerarquías son estrictas: amos y esclavos; jefes y servidores; fuertes y débiles. Las relaciones humanas sólo se establecen en un sentido vertical. Mandar u obedecer: no hay alternativa. Bajo una aparente coexistencia, la trama social está corroída por toda clase de enconos y prejuicios. Discretamente, se libran mil guerras a la vez. Los hombres desprecian a las mujeres —el machismo y el antifeminismo campean— y éstas odian a aquéllos y conspiran para arruinarlos, como Teresa Krumbholz a su marido.

El antisemitismo es una manifestación, entre otras, del odio generalizado que se profesan los ciudadanos de esta sociedad. Se trata de un sentimiento que ha gestado al personaje más pintoresco y vivaz de la novela, el enano jorobado Fischerle, jugador de ajedrez, chulo y hampón, caricatura viviente cuyos rasgos grotescos —su nariz ganchuda, su rapacidad— y su trágico fin —morir apachurrado bajo el puño de Johann Schwer cuando intenta tragarse un botón— son segregados por ese instinto cruel, discriminatorio, hambriento de violencia, que parece anidar en toda la fauna humana del libro. Aunque la novela soslaye la política no hay duda que, sobre todo leyéndola ahora, con la perspectiva que nos da la historia del pueblo alemán bajo el hechizo hitleriano y los campos de exterminio donde perecieron seis millones de judíos, Auto de fe nos parece una escalofriante metáfora de una sociedad que está a punto para caer en brazos de la sinrazón y la demagogia más fanáticas y para rodar hacia el cataclismo.

Pero ver en Auto de fe sólo una alegoría política es insuficiente y no hace justicia a la novela. Ella es, sobre todo, un mundo de ficción, una realidad paralela, soberana, con una vida propia que no es refleja de aquella, real, de la que proceden sus materiales históricos y culturales, sino algo distinto, emancipado de su modelo, del que reniega y toma distancia enfrentándole una imagen paroxística en la que las diferencias superan a las semejanzas. Se ha hablado de las afinidades de esta novela con Kafka —a quien Canetti descubrió, con deslumbramiento, mientras la estaba escribiendo— pero, salvo la obvia relación de ser ambos escritores judíos de lengua alemana, huéspedes en cierto modo de una cultura que, presa de la histeria racista, pronto los expelería como parásitos decadentes, y en cuyas obras de ficción el presentimiento de catástrofe próxima ha dejado una impronta, las distancias entre ambos me parecen considerables. En el mundo absurdo de Kafka hay una ternura soterrada y un patetismo baña a sus solitarios personajes sobre los que se desencadenan misteriosas fuerzas destructoras, que permiten al lector identificarse emocionalmente con ellos y vivir sus angustiosas peripecias como propias. Canetti mantiene a raya al lector, impidiéndole, con deliberación, ese género de vampirismo. La crueldad, banalidad, morbosidad y extravagancia que denotan sus creaturas son tales que abren un abismo difícilmente franqueable por el lector; son personajes concebidos para intrigarlo y, a ratos, maravillarlo; también, para exasperarlo, pero no para conmoverlo.

La falta de sentimentalismo es un rasgo central en Auto de fe, así como en los ensayos y el teatro de Canetti. La frialdad cerebral de sus visiones, ese extraño control que la inteligencia parece ejercer aun en los momentos de más incandescente delirio, en aquellos episodios —como la arenga de Peter Kien a sus libros, encaramado sobre una escalera, o las fantasías ajedrecísticas de Fischerle en torno a Capablanca— en los que, en la realidad ficticia, se eclipsa la frontera entre los hechos objetivos y los deseos y la vida se vuelve una fantástica aleación de ambas cosas, hacen pensar en una novela expresionista. Como en los cuadros de un Kirchner o de Dix, o como en los grabados y caricaturas de Grosz, la intensidad y los contrastes de color, la virulencia del trazo, la alteración de la perspectiva, es decir la factura formal de la obra, se adelantan hacia el lector como un espectáculo, revolucionando aquella realidad exterior que el objeto artístico aparenta representar hasta convertirla en una realidad propia, que debe más a la subjetividad y a la destreza del artista que al parecido con el modelo que lo inspiró. Una vida objetiva se percibe, sin duda, débil y lejana, recompuesta en la ficción de acuerdo al capricho y fantasías de un creador que se ha valido de aquélla para expresar a éstas. Auto de fe es, como los más logrados de estos cuadros del expresionismo alemán, una pesadilla realista.

Al mismo tiempo que los demonios de su sociedad y de su época, Canetíi se sirvió también de los que lo habitaban sólo a él. Barroco emblema de un mundo a punto de estallar, su novela es asimismo una fantasmagórica creación soberana en la que el artista ha fundido sus fobias y apetitos más íntimos con los sobresaltos y crisis que resquebrajan su mundo. Hablar de «demonios» es en su caso indispensable. Los fantasmas obsesivos, cargados de amenaza, que circulan por la novela desde su título hasta la incineración libresca del final, tienen una doble, contradictoria valencia. De un lado, ya lo hemos visto, encarnan el conformismo, la pasividad, la abdicación de una sociedad que muy pronto se convertirá en «masa». De otro, son las fuerzas y pulsiones irracionales que animan al artista y lo inducen a crear. Auto de fe, denuncia simbólica de una sociedad que se deja dominar por los peores instintos, es también una novela que reivindica orgullosamente el derecho a la obsesión.

Si los demonios colectivos son destructores, los privados, los que pueblan la secreta jaula que cada hombre arrastra consigo en su corazón, ¿no son acaso el surtidor de los deseos humanos, el combustible de la fantasía? ¿No son las raíces del arte en general y de la ficción en particular? Estos demonios individuales son los protagonistas invisibles de Auto de fe. Cada personaje luce los suyos y los sirve, con total impudor, como Peter Kien y su amor pervertido por los libros, Teresa Krumbholz y sus extrañas relaciones con esa falda azul almidonada y la urgencia incontenible que manda a Benedikt Pfaff, ese energúmeno, desbaratar a todas las mujeres.

Para que una obra de ficción lo sea, ella debe añadir al mundo, a la vida, algo que antes no existía, que sólo a partir de ella y gracias a ella formará parte de la inconmensurable realidad. Ese elemento añadido es lo que constituye la originalidad de una ficción, lo que diferencia a ésta, ontológicamente, de cualquier documento histórico. En Auto de fe, un componente mayor del elemento añadido por el artista al mundo es el haber dado carta de ciudadanía pública a los «demonios humanos», esos fantasmas que, en la vida real, hombres y mujeres mantienen ocultos en los repliegues de su intimidad y a los que sólo ocasionalmente —mediatizados en actos y gestos simbólicos— sacan a la luz. En esta ficción es al revés: los demonios de cada cual —sus obsesiones— se exhiben sin disfraces y, no importa cuan asburdos o feroces sean, todos viven para obedecerlos y acatarlos, con olímpico desprecio de las consecuencias. El malestar que nos produce la novela viene seguramente de esta inquietante verdad que se desprende de sus páginas: jos demonios que provocan los desvarios y apocalipsis sociales son los mismos que fraguan las obras maestras.

 

MARIO VARGAS LLOSA

(Muchas gracias a quien nos recordó en los comentarios que faltaba la firma)

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LA CULTURA COMO ERROR (Wilhelm Klopper)

El libro del profesor W. Klopper La cultura como error es, sin duda, una obra digna de interés, porque representa una hipótesis antropológica original.  Sin embargo, antes de pasar a su análisis, no puedo abstenerme de formular una observación respecto a la forma de sus ideas.  ¡Es un libro que sólo pudo ser escrito por un alemán!  El amor a la clasificación, al orden concienzudo que dio origen a innumerables Handbucher, transformó el alma alemana en un archivador.  Al contemplar el impecable ordenamiento del índice de materias de la obra, no podemos evitar el pensamiento de que si Dios fuese de nacionalidad alemana, nuestro mundo sería un lugar tal vez no necesariamente mejor para vivir en él, pero sí más metódico y disciplinado.  La perfección de su orden es literalmente abrumadora, aunque podría suscitar cierto tipo de reservas.  No puedo dedicarme aquí a reflexionar sobre la cuestión de si tanto apego, meramente formal, al ordenamiento, a la simetría, al «-un-dos, un-dos», no habrá tenido una influencia notable en algunas ideas típicas de la filosofía alemana y, sobre todo, en su ontología.  ¡Hegel amaba el cosmos porque le parecía tan bien ordenado como el estado prusiano!  Incluso aquel pensador loco por la estética, Schopenhauer, mostró lo que podía ser la rigidez del método en su disertación Ueber die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde.  ¿Y Fichte?  Pero tengo que privarme a mí mismo del placer de divagar, lo que me cuesta mucho, tanto más que no soy alemán.  ¡Al grano!  ¡Al grano!
Klopper proveyó su obra, en dos tomos, de prólogo, introducción y prefacio.
(¡El ideal de la forma: la triada!)  Entrando en el méritum del asunto, primero le ajusta las cuentas a la interpretación de la cultura como error, que considera falsa.  Conforme a esa interpretación (equivocada según el autor) típica de la escuela anglosajona, representada sobre todo por Whistle y Sadbottham, todo lo que constituye una forma de comportamiento del organismo que ni entorpece ni favorece su vida, es erróneo.  En la evolución, el único criterio para determinar la sensatez de las conductas estriba en su capacidad de ayudar a sobrevivir.  De acuerdo con dicho criterio, el animal que gracias a su manera de ser sobrevive a los demás, se comporta más razonablemente que los que mueren.  Los herbívoros desdentados no tienen sentido desde el punto de vista de la evolución, puesto que, apenas nacidos, tienen que morir de hambre.
Análogamente, unos herbívoros que aun teniendo muelas las usaran para masticar piedras en vez de hierba carecerían también de sentido, ya que su especie tendría que extinguirse con gran rapidez.  A continuación, Klopper cita un conocido ejemplo de Whistle: supongamos —dice el autor inglés— que en una manada de babuinos el macho más viejo, jefe de la tribu, por pura casualidad empieza a comer los pájaros cazados por el lado izquierdo.  Lo hace, por ejemplo, porque tiene un corte en un dedo de la mano derecha y le es más cómodo sostener la presa con el lado izquierdo vuelto hacia arriba.  Los babuinos jóvenes observan el comportamiento del jefe, para ellos modélico, y pronto, en la segunda generación, todos los babuinos de la manada darán el primer mordisco a los pájaros cazados por el lado izquierdo.  Desde el punto de vista de la adaptación, su actitud carece de sentido, porque para el organismo de los babuinos el lado del alimento por el que empiecen a comer no tiene la menor importancia.  A pesar de ello, ese tipo de conducta se establece en el grupo.  ¿Y qué es esto?  Es el principio de la cultura (la protocultura), manifestado en un comportamiento insensato bajo el punto de vista de la adaptación.  Esta concepción de Whistley ha sido desarrollada ulteriormente por J. Sadbottham, que no es antropólogo, sino filósofo de la escuela inglesa lógico-analítica; Klopper resume (y ataca) sus ideas en el siguiente capítulo del libro («Das Fehlerhafte der Kulturfehlertheone von Joshua Sadbottham»).
El filósofo británico sostiene en su obra principal que las comunidades humanas crean la cultura a través de errores, pasos en falso, fracasos, tropiezos, equivocaciones y malentendidos.  Los hombres se proponen hacer una cosa y hacen otra.  Desean comprender bien el mecanismo de los fenómenos, pero lo interpretan de una manera falsa.  Buscan la verdad y encuentran la mentira.  Y así nacen las costumbres, los temores, la fe, lo sagrado, los misterios; ése es el origen de preceptos y prohibiciones, totems y tabúes.  Si la humanidad crea una clasificación falsa del mundo que la rodea, aparece el totemismo.  Las generalizaciones equivocadas originan el concepto de lo absoluto.  De las ideas erróneas acerca de la constitución de su propio cuerpo, los humanos deducen las nociones de virtud y pecado.  Si los órganos genitales se pareciesen a las mariposas y la fecundación a una canción (en la que la información hereditaria residiría en unas vibraciones del aire), dichas nociones se hubieran formado de un modo muy distinto.  Los hombres crean las hipóstasis: de ahí el concepto de las deidades; hacen plagios, y ya tenemos unas entretejeduras eclécticas de mitos, o sea, las religiones doctrinales.  En una palabra, se comportan de cualquier manera, imperfectamente bajo el punto de vista de la adaptación, interpretan mal la conducta de otras personas, de su propio cuerpo, de los objetos de la Naturaleza, consideran lo casual como determinado y lo determinado como casual, lo que equivale a inventar cantidades cada vez mayores de existencias imaginarias.  Por ende, los humanos erigen su alrededor las murallas de la cultura, falsean la imagen del mundo para hacerla coincidir con los dictámenes de aquélla, y después, al cabo de milenios, se extrañan de no sentirse demasiado cómodos en esa cárcel.  Al principio, las cosas son innocuas y sin importancia.  Como en el caso de los babuinos que mordían las pechugas de los pajaritos por el lado izquierdo.  Pero cuando esos granitos de arena se componen en un sistema de significados y valores, cuando los errores, equivocaciones y malentendidos se agrupan en cantidad suficiente como para constituir una estructura cerrada (en el sentido matemático), el hombre queda a su vez encerrado en lo que, siendo una mezcolanza totalmente accidental de conceptos, le aparece como una necesidad suprema.
Sadbottham, muy erudito, apoya sus afirmaciones en un sinfín de ejemplos sacados de la etnología.  Recordamos incluso que sus confrontaciones hicieron en su tiempo mucho ruido (sobre todo las tablas «casualidad versus determinismo» en las que evidenciaba las falsas interpretaciones culturales de los fenómenos: en efecto, varias culturas consideran que el hombre era primitivamente inmortal, pero, o él mismo había anulado esa propiedad a causa de su caída, o bien la había perdido por culpa de la intervención de una fuerza maligna.  En cambio, todas las culturas atribuyen a la necesidad ineludible lo que es casual: el aspecto del hombre formado por la evolución física.  En consecuencia, las religiones hoy día imperantes afirman que el hombre no es accidental en su aspecto, puesto que está hecho a semejanza de Dios).
La crítica a la cual Klopper somete la hipótesis de su colega inglés no es la primera ni tampoco original.  Como buen alemán, el profesor la divide en dos partes: la inmanente y la positiva.  En la inmanente, se limita a refutar las tesis de Sadbottham; vamos a dejar de lado esta parte de la obra, puesto que repite las objeciones que la literatura especializada ya había hecho constar.  En la segunda parte de la crítica, la positiva, Wilhelm Klopper pasa finalmente a exponer su propia contrahipótesis.
El autor empieza su exposición, según nuestra opinión de manera eficaz y acertada, por el siguiente ejemplo conceptual: Los pájaros de distintas clases emplean para la construcción de sus nidos materiales diferentes.  Además, los pájaros de la misma clase no usan los mismos materiales en distintas regiones, ya que dependen de lo que encuentran en el lugar.  La casualidad determina el tipo de material que los pájaros encuentran sin mayor esfuerzo, sean briznas de hierba, trocitos de corteza de los árboles, hojas, pequeñas conchas, piedrecitas, etc. Por tanto, en unos nidos habrá más conchas y en otros más piedrecitas; unos estarán construidos preferentemente de tiritas de corteza, y otros, de plumas y musgo.
No obstante, aunque el material de construcción tiene indudablemente una influencia sobre la forma del nido, sería insensato decir que los nidos de los pájaros son obra de la casualidad pura y simple.  Los nidos son un instrumento de la adaptación, aun cuando se construyan con partículas halladas accidentalmente.  También la cultura es un instrumento de la adaptación.  Pero —y aquí el autor plantea una idea nueva— se trata en este caso de una adaptación esencialmente diferente de la típica en el mundo de la flora y la fauna.
Was ist der Fall?  —pregunta Klopper.  «¿Cuál es la situación?» La situación es la siguiente: en el hombre, como ser corporal, no hay nada inevitablemente necesario.  Según los conocimientos de la biología contemporánea, el hombre podría tener una constitución diferente de la que tiene; podría vivir 600 y no 60 años por término medio; podría poseer el tronco y las extremidades formados de diferente manera, tener un aparato de reproducción distinto, distinto tipo de sistema digestivo, ser exclusivamente herbívoro, ovíparo, adaptado a la vida marina, presentar la capacidad de reproducción una vez al año durante el período de celo, etc. Sin embargo, posee un elemento inevitablemente necesario para que el hombre sea hombre: un cerebro capaz de crear el habla y la reflexión; si el ser humano reflexiona sobre su cuerpo y su destino, obtiene de ello muy poca satisfacción.  Su vida es breve y, por añadidura, su infancia, sujeta a la voluntad ajena, dura mucho tiempo; la edad de su madurez más eficaz forma solamente una pequeña parte de su vida; apenas llegado a su plenitud, empieza a envejecer, sabiendo, a diferencia de todos los otros seres, adonde lo lleva la vejez.  En los ámbitos naturales de la evolución, la vida está siempre expuesta a algún peligro, de modo que para sobrevivir hay que estar incesantemente alerta.  Por esta razón, la evolución desarrolló muy marcadamente en todos los seres vivos los detectores del dolor, los órganos del sufrimiento, para que señalicen la urgencia de emprender las tareas de autoconservación.  En cambio, no hubo ninguna razón evolucionista, ninguna fuerza formadora de los organismos, para equilibrar «con justicia» esa disposición, suministrando a los cuerpos la correspondiente cantidad de órganos de placer y goce.
Nadie negará —dice Klopper— que el sufrimiento provocado por el hambre, el suplicio de la sed y las torturas de la disnea son más intensos en su crueldad que la satisfacción que sentimos respirando normalmente, bebiendo y comiendo.  La única excepción de la regla general de asimetría entre sufrimientos y placer es el sexo.  Es un fenómeno bien comprensible; si no fuéramos seres bisexuales, si nuestro aparato genital estuviera organizado como, por ejemplo, el de las flores, funcionaría fuera de toda vivencia positiva sensual, ya que su actividad no necesitaría ninguna clase de aliciente.  La existencia del goce sexual, peana de los grandes monumentos del amor (Klopper, cuando deja de ser seco y concreto, se vuelve en seguida sentimental y poético), es el resultado directo de la bisexualidad.  Se equivoca quien cree que homo hermafroditicus (si esta especie existiera) sentiría el amor erótico hacia su propia persona.  Nada de eso; se autoprotegería exclusivamente dentro de los límites prescritos por el instinto de conservación.
Lo que llamamos narcicismo, imaginándonos que significa la atracción del hermafrodita hacia sí mismo, es, en realidad, una proyección secundaria, una especie de rebote: el individuo de esta clase traslada en la imaginación a su cuerpo la efigie externa de un compañero ideal (aquí siguen unas setenta páginas de hondas reflexiones acerca de las distintas naturalezas exóticas humanas que se derivarían de la uni, bi y plurisexualidad.  Nos permitimos omitir esas largas consideraciones).
¿Qué tiene que ver la cultura con todo esto?, pregunta Klopper.  La cultura es el instrumento de una adaptación de tipo nuevo, ya que no tanto se elabora en base a las casualidades, cuanto cumple la tarea de adornar todo lo accidental de nuestra condición con la aureola suprema de lo inevitablemente necesario.
Su actividad se efectúa mediante la religión, las costumbres, leyes, órdenes y prohibiciones, a fin de transformar carencias en ideales, minus en plus, desventajas en ventajas, imperfecciones en perfecciones.  ¿El sufrimiento es una tortura?  Sí, pero ennoblece, e incluso trae la salvación.  ¿La vida es corta?
Sí, pero la existencia extraterrena dura eternamente.  ¿La infancia es molesta y boba?  Sí, pero idílica, angelical, poco menos que santa.  ¿La vejez es atroz?  Sí, pero prepara para la vida eterna; a los asistencia, viejos hay que respetarlos porque son asistencia, viejos.  ¿El hombre es un monstruo?  Sí, pero no por su culpa: nuestros primeros padres han hecho de las suyas, o bien el demonio se inmiscuyó en el acto divino.  ¿El hombre no sabe qué quiere, busca el sentido de la vida, es desgraciado?  Sí, pero eso es consecuencia de la libertad, que representa el valor supremo; si pagamos caro por poseerla, no debemos quejarnos: el hombre privado de la libertad sería más desgraciado de lo que es ahora.  Los animales —observa Klopper— no diferencian los excrementos de la carroña: evitan ambas cosas como desechos de la vida.  Para un materialista consecuente, la relación de los cadáveres con las heces debería tener el mismo significado.  Sin embargo, de estas últimas nos desprendemos secretamente y de los primeros, con pompa y solemnidad, empaquetando los despojos mortales en envoltorios costosos y complicados.  Así lo exige la cultura, como sistema de apariencias que nos ayudan a aceptar hechos indignos.  Las solemnes ceremonias de los entierros son unos medicamentos tranquilizantes contra nuestra protesta natural, contra nuestra rebelión provocada por la infamia de la mortalidad.  ¿No es, acaso, una infamia el hecho de que el cerebro, nutrido durante toda la vida de conocimientos cada vez más vastos, termine convirtiéndose en un charco de podredumbre?
Así pues, la cultura tiene la misión de suavizar las objeciones, indignaciones y pretensiones del hombre con respecto a la evolución natural, las propiedades del cuerpo, accidentalmente aparecidas, accidentalmente desacertadas, heredadas, sin haberlo deseado, de un proceso de adaptaciones sumarias desarrollado a lo largo de varios millones de años.  Víctimas de esta execrable herencia, marcados por el atropello incoherente de debilidades y estigmas anidados en nuestras células, nuestros huesos y nuestra carne, nos enfrentamos con la cultura, abogado defensor de lo que nos es adverso.  Su defensa se compone de un sinfín de mentiras y embrollos, de argumentos contradictorios, ora dirigidos a nuestros sentimientos, ora a la razón, ya que para este abogado todos los métodos son buenos, con tal de que logren su propósito: la transformación de signos negativos en positivos, la de nuestra miseria, nuestra debilidad e infortunio, en la virtud, la perfección y la necesidad ineludible.
La primera parte de la obra del profesor Klopper, resumida aquí en términos lacónicos, termina de modo altisonante, con un estilo teñido de grandilocuencia académica.  La segunda nos habla de la importancia que posee la comprensión de la función real de la cultura, necesaria para que podamos interpretar correctamente los signos precursores de un futuro que el hombre ha preparado para sí mismo al desarrollar la civilización científico-técnica.
¡La cultura es un error!, declara Klopper; la forma lacónica de esta afirmación nos recuerda la frase de Schopenhauer: «Die Welt ist Wille».  La cultura es un error, pero no en el sentido de su supuesto origen accidental.  No, al contrario, la cultura proviene de una necesidad perentoria, ya que sirve —como se demuestra en la primera parte— a la adaptación.  Sólo que su servicio es puramente mental: el hombre no se transforma realmente en un ser inmortal gracias a los dogmas de la fe y los mandamientos; la cultura no ofrece al hombre accidental, homini accidentali, un Dios Creador real.  No anula realmente el menor átomo de sufrimiento individual, dolor, tormento (aquí también Klopper es fiel a Schopenhauer): lo hace todo a nivel exclusivamente espiritual, teórico e interpretativo.  La cultura confiere un sentido a lo que carece de él en la inmanencia, separa el pecado de la virtud, la gracia de la caída, lo infame de lo sublime.
Pero he aquí que, primero lentamente, paso a paso, arrastrándose al principio sobre la chatarra de unas máquinas primitivas, la civilización técnica se introdujo bajo la cultura.  Tembló el edificio, se hicieron añicos las paredes de cristal, porque la civilización técnica promete mejorar al hombre, arreglar de veras su cuerpo, su cerebro y su alma.  La enorme fuerza, inesperadamente potenciada, de la información recogida durante siglos, que estalló como una bomba en nuestra centuria, proclama la posibilidad de una vida larga, cuyo límite se confunda, tal vez, con la inmortalidad; anuncia una madurez prolongada y pronta, sin envejecimiento; el incremento de los goces corporales y la reducción definitiva de sufrimientos, tanto «naturales» (senilidad), como «casuales» (enfermedad).  Pronostica la libertad donde hasta ahora el azar se asociaba con lo inevitable (libertad de determinar aspectos de la naturaleza humana, reforzar los talentos, conocimientos e inteligencia; libertad de conferir a los miembros humanos, a la cara, al cuerpo y a los sentidos las formas que se prefieran, funciones que duren casi eternamente, etc.). ¿Qué actitud debemos tomar ante esas promesas, confirmadas ya por muchas realizaciones?  Debemos iniciar una danza triunfal y dar la espalda a nuestra anacrónica cultura, ese bastón de cojo, muleta de inválido, silla de ruedas de paralítico, ese montón de parches destinados a cubrir la miseria de nuestro cuerpo y las deficiencias de nuestra penosa condición, esa vieja criada que ha servido demasiado tiempo.  ¿Acaso necesita prótesis alguien a quien pueden crecerle miembros nuevos?  ¿Le sigue haciendo falta el bastón al invidente si le devuelven la vista?  ¿Ha de pedir que lo cieguen de nuevo aquel a quien le quitan la venda de los ojos?  ¿No es más acertado mandar al museo ese trasto inútil y avanzar con paso firme hacia nuevos objetivos, nuevas tareas, difíciles pero magníficas?  Mientras la naturaleza de nuestros cuerpos, la lentitud de su maduración y la rapidez de su decadencia era un muro, una barrera infranqueable y la frontera de la existencia, la cultura facilitó a miles de generaciones la adaptación a ese deplorable estado de cosas.  Permitía aceptarlo y, más aún, se ocupaba —como dice el autor— de metamorfosear las faltas en valores y los defectos en virtudes.  Es como si el propietario de uncoche viejo, feo y destartalado se enamorara de sus defectos y viera en su imperfección los síntomas de un ideal supremo, y en sus continuos fallos, las leyes de la Naturaleza y de la Creación, tomando los estornudos del carburador por la mismísima voluntad del Todopoderoso.  Mientras no exista ningúncoche nuevo, esta política será justa, conveniente, la única acertada e incluso racional.  ¡Qué duda cabe!  Pero ahora, cuando en el horizonte resplandece un vehículo nuevo, ¿debemos abrazarnos a la carrocería abollada, desesperarnos porque vamos a perder ese colmo de la fealdad, pedir socorro ante la eficiente belleza del modelo nuevo?  Psicológicamente, esta clase de actitud tiene una explicación: demasiado tiempo —¡milenios!— duró el proceso de acostumbrar al hombre a su propia naturaleza remendada por la evolución; durante demasiado tiempo el hombre hizo el enorme esfuerzo de amar su condición con todas sus flaquezas, sus limitaciones, sus miserias y complicaciones fisiológicas.
El ser humano trabajó tanto en esto a través de las sucesivas formas culturales, tanto se sugestionó a sí mismo, tan fuertemente se convenció de que su destino era definitivo, único, excepcional y, sobre todo, carente de alternativas, que ahora, a la vista de la salvación, retrocede, tiembla, se tapa los ojos, grita de temor, vuelve la espalda al Salvador técnico, quiere huir lejos, al bosque, a cuatro patas o como sea.  Quiere romper con sus propias manos la flor de la ciencia, la maravilla del conocimiento, destrozarla, pisotearla, con tal de no entregar al almacén de chatarra los asistencia, viejos valores que ha criado con su propia sangre, celado de la vigilia y en el sueño, hasta imponerse la obligación de amarlos.  Pero, desde el punto de vista racional, esta actitud tan absurda, este shock, este miedo, son, sencillamente, una tontería.
¡Sí, la cultura es un error!  Pero sólo en el sentido en que es un error cerrar los ojos a la luz, rechazar el medicamento en la enfermedad, pedir el incienso y las ceremonias de la magia cuando un sabio médico se encuentra junto al lecho del enfermo.  Este error no existía mientras la ciencia no se había elevado hasta la altura necesaria; este error no es otra cosa que las ganas de clavarse para siempre en el mismo sitio, la testarudez del asno, la oscura malevolencia, los espasmos de terror llamados por los «pensadores» el «diagnóstico intelectual de las transformaciones del mundo».  Tenemos que rechazar la cultura, ese sistema de prótesis, para confiarnos a la tutela de la ciencia.  La ciencia nos transfigurará y nos otorgará la perfección.  Y no una perfección imaginaria ni resultante de una convicción falsa, ni deducida de los sofismas de definiciones y dogmas esencialmente contradictorios y torcidos, sino puramente concreta, material, absolutamente objetiva: ¡la misma existencia será perfecta, y no sólo su teoría y su interpretación!  La cultura, el defensor de las Idioteces Operacionales de la Evolución, el abogaducho de una causa perdida, el patrocinador del primitivismo y la incuria somática, ha de largarse de aquí, puesto que el proceso del hombre entra en otro nivel, más alto, puesto que se está resquebrajando el muro de fatalidades hasta ahora inamovibles.  ¿El desarrollo técnico acaba con la cultura?  ¿Trae la libertad donde hasta ahora reinaba la opresión de la biología?  ¡Sí, indudablemente!  Y en vez de verter lágrimas sobre la cárcel que se está desmoronando, hay que apresurar el paso para salir cuanto antes de su oscuro recinto.  Por consiguiente (aquí empiezan las pausadas conclusiones del finale): todo lo que se dice acerca del peligro al que la nueva tecnología expone a la cultura tradicional, es pura verdad.  Pero no debemos preocuparnos por este peligro; no debemos pegar parches sobre las deshilacliadas costuras de la cultura, sujetar con grapas sus dogmas y defendernos contra la invasión de nuestros cuerpos y vidas por una ciencia mejor.  La cultura no deja de ser un valor, pero se convierte en un valor distinto: el anacrónico.  Ha sido la gran incubadora, la matriz, el nido donde proliferaron los inventos y parieron con dolor la ciencia.  Así como el embrión absorbe para desarrollarse la inerte y pasiva substancia del material nutricio del huevo, la técnica absorbe y digiere la cultura, incorporando en su desarrollo el material que la nutre.
Vivimos en una época de transición —dice Klopper— y nunca es tan difícil abarcar con la vista el camino recorrido y el que el futuro nos depara, como en las eras de transición, ya que en ellas suele darse el caos conceptual.  Sin embargo, no hay nada que detenga el implacable proceso.  En cualquier caso, no debemos creer que la transición entre el estado de la esclavitud biológica y el de la libertad autocreadora pueda constituir un solo y único acto.  El hombre no es capaz de perfeccionarse de una vez por todas.  El proceso de autotransformación continuará durante siglos.
«Me atrevo —dice Klopper— a afirmar que este dilema tan ofensivo para el pensamiento del humanista tradicional, atemorizado por la revolución científica, recuerda la nostalgia del perro por el collar que le están quitando.  Ese dilema se reduce a la creencia de que el hombre está formado de un amalgama de contradicciones absolutamente imposibles de eliminar, aunque fuera técnicamente factible.  En otras palabras, que no tenemos derecho a cambiar la forma del cuerpo, debilitar el impulso de agresividad, potenciar el intelecto, equilibrar las emociones, organizar de diferente manera el sexo, liberar al hombre de la vejez y de las complicaciones de la procreación… Y no tenemos derecho a hacerlo simplemente porque nadie lo había hecho hasta ahora: lo que nunca se hizo tiene que ser naturalmente muy malo.  Al humanista no se le puede decir, conforme a la ciencia, que las causas del estado actual del espíritu y el cuerpo humano son la resultante de una larga serie de juegos de azar del destino, de las infinitas convulsiones internas del proceso evolutivo, agitado constantemente por movimientos orogénicos, enormes glaciaciones, estallidos de estrellas, desplazamientos de polos magnéticos y un sinfín de otros incidentes.  ¿Debemos ver una especie de orden sagrado, intocable e inamovible, en lo que la evolución de los animales primero y luego la de los antropoides ha montado como se monta un sorteo de lotería?  ¿En lo que se ha grabado de día en día en los genes como por arte de unos dados tirados sobre la mesa de juego?  ¿Dónde está la razón de hacerlo?  Aparentemente, estamos ultrajando la cultura con nuestro diagnóstico sobre su modo de proceder, defendible en cuanto a la intención, pero que, de hecho, es la mayor, la más difícil, la más fantasiosa y falsa de las mentiras que el homo sapiens ha elaborado, para aferrarse a ella, una vez expulsado al espacio de la existencia racional desde aquel antro tenebroso donde el proceso de la evolución graba sus trucos de tahúr en los cromosomas.  Todo ese juego es una trampa sucia, sin el menor valor ni objetivo de índole superior; si lo dudamos, he aquí un hecho convincente: se trata solamente de vivir hoy, y nadie se preocupa —ni por el amor de Dios ni por el del diablo— de lo que pasará mañana con aquellos que viven su día de hoy con tanta aceptación, oportunismo y obediencia, en una palabra: con tanta bajeza.  Sin embargo, como todo ocurre exactamente al revés de lo que sueña el humanista muerto de miedo, obtuso e ignorante, que se hace pasar sin el menor derecho por racionalista, la cultura será socavada, parcelada, desmontada y mejorada, conforme a los cambios experimentados por el hombre.  En una existencia determinada por el juego sucio de los genes y el oportunismo de la adaptación, no hay ningún misterio: sólo el Katzenjammer de los engañados, el mal recuerdo de nuestro antepasado simiesco, el subir al cielo por una escalera imaginaria, de la cual siempre te vienes abajo (porque la biología te tira de los pies), aunque te pongas alas de pájaro, aureolas, inmaculadas concepciones, o bien quieras afirmarte en un heroísmo hecho por encargo.  Podemos estar seguros de que no será destruido nada que fuera necesario.  Sólo se desvanecerá lentamente el tinglado de supersticiones, desinformaciones, subterfugios, gatos por liebre, en una palabra: toda la sofística a la cual la desgraciada humanidad se había agarrado durante siglos para hacer más soportable su atroz condición.  De la nube de la explosión informática asomará en el siglo próximo el Homo Optimíssans Se Ipse, Autocreátor, y se reirá de nuestras Casandras (si es que tiene con qué reírse).  Debemos alegrarnos de esta posibilidad, considerarla como un concurso de circunstancias cósmicas y planetarias increíblemente ventajoso, y no temblar de miedo ante la fuerza que salvará a nuestra estirpe del cadalso y nos quitará las cadenas que arrastramos hasta el agotamiento de nuestras fuerzas físicas y nos ahogamos en la agonía.  Y aunque el mundo entero continuara expresando su conformidad con el estado de cosas con el que la evolución nos ha marcado como con un hierro candente, yo nunca estaré de acuerdo con él y aun en mi lecho de muerte gritaré: ¡Fuera la Evolución, Viva la Autocreación!» La extensa obra, con cuya cita terminamos nuestra crítica, es muy aleccionadora.  Lo es, sobre todo, porque revela que no hay cosa, por mala y desafortunada que parezca a unos, que otros no tomen por salvadora y digna del mayor encomio.  Este crítico no cree que la evolución tecnológica pueda considerarse una panacea existencial para la humanidad, aunque sólo fuera porque los criterios de optimación son demasiado relativos como para poder establecer una pauta universal (o sea, un código inequívoco de comportamientos salvadores, formulado en el lenguaje empírico).  En cualquier caso, recomendamos La cultura como error a la atención de los lectores, ya que representa un notable intento de esclarecer el futuro, todavía oscuro a pesar de los esfuerzos reunidos de futurólogos y pensadores de la categoría de Wilhelm Klopper.

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Los sueños del Samurai (Gabriel Aznarez)

Jaime es un exitoso ejecutivo de una importante firma. Tiene una hermosa familia, una linda casa, un buen trabajo, una amante y el nivel de vida que siempre anheló. Para alcanzar éstas metas ha tenido que relegar algunos valores en los que creía cuando más joven. Una noche comienza soñar con un guerrero Samurai, quién pondrá a prueba sus convicciones y cambiará su forma de ver y encarar la vida, para siempre.En esta novela Aznarez cuestiona las formas y las concesiones que hay que hacer en la vida moderna, para poder prosperar y salir adelante."El dinero no es lo más importante en la vida de una persona si para obtenerlo tuvo que olvidar quién era, en qué creía y a quienes debe respeto y real dedicación…"

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El palo y la zanahoria (Josu Mezo)

El palo y la zanahoria. Política lingüística y educación en Irlanda (1922-1939) y el País Vasco (1980-1998)
El libro muestra con detalle cómo en el País Vasco se siguieron básicamente políticas voluntarias (o acotadas a una parte de la población) y asistidas, que podemos llamar políticas intensivas, o de “zanahoria”, mientras que en el caso irlandés se optó fundamentalmente por políticas universales y no asistidas, a las que podemos llamar políticas extensivas o de “palo”.

Esas estrategias distintas tuvieron resultados también diferentes, pero en sentido contrario al que intuitivamente se podría esperar. En efecto, la estrategia más exitosa para favorecer la recuperación de una lengua a través del sistema educativo no fue su implantación obligatoria como medio de instrucción en todos sus niveles (la estrategia de “palo”, seguida en Irlanda), sino su introducción progresiva siguiendo la voluntad libre, pero incentivada, de los padres (la estrategia de “zanahoria”, seguida en el País Vasco).

Las razones de que Irlanda y el País Vasco siguieran estrategias distintas son también probablemente inesperadas, y un tanto paradójicas. Ambos movimientos nacionalistas compartían una inclinación por las políticas más radicales (que serían las políticas de palo, universales y no asistidas). Irlanda siguió esa estrategia porque la causa de la lengua contaba con un amplio apoyo social y político, no contrarrestado por ningún grupo contrario, o al menos receloso, del proyecto de revitalización de la lengua, con la suficiente fuerza para modificar los impulsos de los políticos nacionalistas. En cambio, el País Vasco adoptó una estrategia de zanahoria porque el impulso nacionalista se vio limitado por la conciencia de los políticos nacionalistas de que una parte considerable de la sociedad, con una voz política, podía resentirse del establecimiento inmediato y universal de un sistema de enseñanza total o parcialmente en euskera. Fue esta percepción la que les llevó a una política intensiva, que a su vez era posible por existir un movimiento social fuerte y activo de ikastolas, y una minoría importante de la población, cuyo núcleo lo constituían los vascoparlantes, dispuesta a incorporarse a un proceso voluntario de enseñanza en euskera. Así pues, las políticas que resultaron ser más exitosas fueron adoptadas por el gobierno que se encontraba con mayor oposición al proyecto de recuperación de la lengua, mientras que las políticas que resultaron ser menos efectivas fueron adoptadas por el gobierno que encontró un mayor apoyo general a la política lingüística.

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El clan de los Kafka (Anthony Northey)

Este pequeño libro aborda, como su título indica, el entorno familiar de Franz Kafka en un sentido amplio. Para ello parte del concepto "Mischpoche", palabra de origen yiddish, con un sentido más amplio que la familia tradicional y que bien podría traducirse por "clan", como se hace en el título del libro publicado por Tusquets en 1989 y de dificil localización en la actualidad.

Son suficientemente conocidas las conflictivas relaciones de Kafka con su padre, que contagiaron la relación con su madre y sus hermanas (con la excepción de Ottla). Sin embargo, Northey prefiere centrarse en tíos y primos para rastrear el papel que, como ejemplos de diferentes modos de vida, pudieron representar en los primeros años de la vida de Kafka y su posible empleo como materiales para los trabajos de ficción de Kafka.

Repasando a los principales protagonistas, y comenzando por el lado materno de la familia (los Löwy), nos encontramos a los tíos Alfred y Josef (hermanos de Julie, la madre de Kafka). Ambos hermanos vincularon su vida profesional a la adinerada familia francesa Bunau-Varilla lo que les permitió disfrutar de una carrera profesional brillante, al menos desde el punto de vista de los sobrinos praguenses. Paisajes exóticos, destinos peligrosos o recepciones oficiales eran algunas de las constantes en la vida de estos tíos en fuerte contraste con la vida de un comerciante al por mayor de lencería o la de un tímido funcionario del ramo de los seguros laborales en Praga.

Josef trabajó por cuenta de los intereses de la familia Bunau-Varilla (y de empresas afines) en el fracasado proyecto francés de construcción del canal de Panamá. Tras el fin de esta empresa, Josef fue empleado en un puesto de responsabilidad en las obras de construcción y explotación de un ferrocarril en el Congo belga. Allí vivió la enfermedad y la inseguridad por las frecuentes revueltas de los nativos (muchos de ellos habían sido llevados al Congo en régimen de semi-esclavitud para la construcción del ferrocarril) pero cumplió con las expectativas que sus benefactores habían depositado en él ya que, años después, le fue encomendado un nuevo trabajo, esta vez en la construcción de la línea férrea entre Taku y Pekín. En 1906 volvió a Francia, se casó ventajosamente y aceptó un nuevo cargo en una empresa ubicada en el Canadá que terminó en un fracaso. Según Northey, no es posible determinar si Kafka llegó a coincidir con su tío en alguna ocasión, pero lo cierto es que ajetreada vida pudo servir de inspiración para componer el relato inconcluso El ferrocarril de Kalda.

El propio nombre (Kalda) recuerda inevitablemente el apellido familiar, y la ubicación de la obra en una Rusia invernal pudo responder a un intento por distanciarse de las imágenes africanas que Julie transmitiría en las comidas y cenas familiares, orgullosa de su hermano. También puede responder a información sobre la construcción del ferrocarril en China. Lo cierto es que las duras condiciones de vida, el aislamiento social y el férreo control de la compañía sobre sus trabajadores son elementos comunes entre el relato y la vida de Josef Löwy. Ambos tíos vivieron alguna temporada en Estados Unidos y pudieron servir de inspiración al "tío rico" americano, la figura supuestamente salvadora de El desaparecido, a quien se confía el protagonista para verse posteriormente defraudado.

El hermano mayor de Josef, Alfred Löwy, desempeñó un importante cargo en la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal y del Oeste de España. Alfred es el famoso "tío de Madrid" (con quien aparece Kafka en la fotografía superior) que visitaría en varias ocasiones el hogar de la familia Kafka en Praga. Alfred permaneció soltero y tenemos constancia (a través de los Diarios) de cómo Kafka se interesó por su modo de sobrellevar la soledad de ese estado, y las respuestas del tío, que parecen haber inspirado algunas de las ficciones de Kafka al respecto. En otro aspecto, el tío Alfred jugó un importante papel en la vida de Franz Kafka ya que, pese a alguna ensoñación de ser recomendado para trabajar en algún país alejado, las gestiones del tío Alfred sirvieron para que Kafka encontrara su primer empleo en la Aseguradora General italiana. Incluso es posible que la familia Kafka recurriera al tío Alfred para financiar la fábrica de asbestos una vez se puso de manifiesto lo poco rentable que era tal empresa.

Del lado paterno, la familia tiene otros buenos ejemplos de emprendedores exitosos. En particular, destaca Otto Kafka, hijo del hermano mayor de Herrmann y, por tanto, primo del escritor. Otto había emigrado primero a París, huyendo de las estrecheces de la vida rural de Bohemia, y posteriormente a Argentina. Nuevos viajes le llevaron de vuelta a Europa y finalmente a los Estados Unidos donde comenzó varios negocios que terminaron por darle estabilidad y fortuna. Casado con una moderna mujer, aficionada a los deportes, se puede imaginar el impacto que pudo ocasionar en sus visitas a Praga. De este joven emprendedor pudo tomar Kafka rasgos y elementos para crear a Karl Rossmann de El desaparecido.

El hermano menor de Otto (Franz, Frank en Estados Unidos) emigró con la ayuda de su hermano a los 16 años (los mismos que Karl Rossmann cuando es expulsado a tierras americanas) logrando también el éxito económico. Otro primo, Emil Kafka, trabajó también en los Estados Unidos en la empresa Sears, Roebuck & Co., una ejemplar sociedad dedicada a la venta por correspondencia- y cuyas descripciones pudieron ser empleadas por Kafka para la empresa de Chicago que aparece en su novela americana. El trabajo en cadena, el ajetreo, las maquinas implacables, todo ello formó parte de las conversaciones familiares cuando se leían las cartas de los primos lejanos o cuando raramente visitaban a la familia en Europa; y de todo ello guardará Kafka un recuerdo que aflorará paulatinamente en función de las necesidades de su escritura para dar forma a su mundo particular.

El ensayo continúa describiendo otras vidas entre las que se cuenta la de un nacionalista checo, renegados del judaísmo, algún abogado de renombre, un rector universitario, un médico, comerciantes y fabricantes, pero también un tío solterón y algo extravagante (el temor de Julie era que su hijo hubiera heredado alguno de los genes de este tío, algo perturbado). Así, se puede entender cómo el padre de Kafka, pese a su innegable éxito en el mundo de los negocios ,gracias a su floreciente negocio al por mayor, podía verse como un pariente pobre al lado de alguno de sus hermanos o sobrinos acaudalados (más avergonzado aún en el caso de la familia política). De aquí se comprenden las enormes expectativas depositadas en el joven Franz, llamado a igualar el éxito familiar, lo que se volvería pronto en contra del escritor, incapaz de sentir esa necesidad de triunfo en los términos que su padre interpretaba. Seguramente, el interés del padre por probar nueva fortuna y encauzar a su hijo en la senda del triunfo económico familiar, tuvo un papel relevante a la hora de admitir y financiar el proyecto de la fábrica de asbestos que tantos problemas traería a las cenas familiares en los años siguientes.

Quizá ésta sea la enseñanza principal que se pueda extraer de este volumen. Del resto, quedan un conjunto de imágenes, anécdotas y elementos que, sin duda, tienen su pequeño reflejo en la obra del autor checo y que permiten atisbar los entresijos de la labor creativa aunque, por desgracia, de nada nos sirven a la hora de su interpretación.

El texto de este breve ensayo se acompaña de una extraordinaria colección fotográfica, tanto de los protagonistas de la misma, como de los lugares a que se hace mención. La lectura es amena, resultando ciertamente interesante comprobar los diversos medios de medrar empleados por los judíos europeos de finales del siglo XIX y principios del XX. Por desgracias, salvo los que emigraron y permanecieron en los Estados Unidos, la mayoría de los protagonistas de este libro no sobrevivió al Holocausto por lo que carecemos de testimonios directos que puedan corroborar la relación entre todos ellos y la familia nuclear de Kafka. Quedémonos al menos con la idea de que, a pesar del escaso interés que en ocasiones mostró Kafka por fundar una familia, el apego que sintió por la suya fue real y quedó reflejado de una u otra manera en sus obras, a pesar de lo conflictiva y traumática que dicha relación fuera.


Confieso que he leído

Viaje a la historia de la publicidad gráfica. Arte y nostalgia

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