Algún día habrá que exigir al destino las cuentas de sus errores. El destino responderá haciendo mención de la fatalidad y la cuestión entrará en un interesante debate. Si esta novela llevara en sus créditos el año 2001 como la fecha de su publicación, se podría hablar de ella como de la mejor novela del siglo XXI. Al no ser así las cosas, tendrá que competir en estúpida liza con los titanes del siglo XX, y entonces habrá que decir de ella que es la última mejor novela del siglo XX.
La ventaja -de haberla- de esa desventaja -si lo es- es que al siglo XXI se le habrán puesto muy difíciles las cosas literarias. Tampoco hay que dejar de lado la posibilidad de que Thomas Pynchon siga escribiendo, posibilidad bastante probable desde el momento en que sólo tiene sesenta y tres años y bastante buen humor, aunque tenga la salud algo afectada por ese anhelo de incógnito y horror a la fotografía que padecen algunos escritores con predominio de la analidad en la turbulenta comprensión de las relaciones paternofiliales.
Mason y Dixon fueron los agrimensores que, tras la guerra de independencia americana, trazaron la linea de división entre las tierras boscosas del primer ministro británico Penn (el estado de Pennsylvania) y la tierra de la reina Mary (el estado de Maryland) para hacerle sitio a Delaware. Tal es la razón de su presencia en los manuales de historia de los Estador Unidos de América. En esta novela se transforman en el arquetipo a posteriori de las grandes parejas del nomadeo literario, desde don Quijote y Sancho Panza a Sherlock Holmes y el doctor Watson, pasando por Gargantúa y Pantagruel (y con más rasgos de estos que de aquellos).
Eran, en realidad, astrónomos al servicio de la Royal Society de Londres, y su cometido primero fue el de medir el paso de Venus desde aquellos puntos del Globo que mejor lo permitieran. De tanto poner y quitar los ojos de las estrellas, Mason se fue haciendo cada día mas melancólico, y Dixon cada noche más jovial, como si fueran, además de todo lo que eran, un ejemplo con patas de aquel secreto influjo que ejercen las estrellas sobre los seres y las cosas, del que hablaba Shakespeare.
Pynchon transforma sus andanzas en una proeza literaria de primerísimo orden, en una enciclopedia poética del fenómeno humano en constante vaivén entre el abatimiento del espíritu y la exaltación de la fisiología. Siempre conviene que una novela de mil páginas se agarre al cuello del lector en la primera y no lo suelta ni después de la última. Esta novela lo consigue. La más curiosa y exultante mezcla de Tom Sawyer con Leopold Bloom está servida.
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