LA RECUPERACIÓN DE UN CLÁSICO

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Miklós Bánffy, Los días contados
Traducción del húngaro de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Graviño,
Libros del Asteroide, Barcelona, 2009, 666 págs.
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Miklós Bánffy, Las almas juzgadas
Traducción del húngaro de Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Graviño,
Libros del Asteroide, Barcelona, 2010, 528 págs.

por Anna Rossell
http://annarossell.blogspot.com.es/
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Deslumbradora y apabullante esta magna novela del escritor húngaro Miklós Bánffy, que publica en tres volúmenes Libros del Asteroide y cuyo tercer tomo se anuncia inminente. Increíble, a juzgar por la amplitud de los conocimientos y la maestría de su pluma, que Europa haya tardado tanto tiempo en recuperar a uno de sus autores, que sin duda merece el calificativo de clásico. No es fácil de entender, a pesar de los avatares que su persona y su obra sufrieron a causa de la historia europea en los convulsos momentos que les tocó vivir.
Miklós Bánffy, que nació en 1873 en la ciudad húngara de Kolozsvár, capital histórica de la región transilvana –hoy Cluj-Napoca, Rumanía-, y murió en Budapest en 1950, nos lega con esta novela no sólo una valiosa pieza de la tradición del canon occidental sino también un documento histórico de una de las épocas más agitadas de nuestro no tan lejano pasado, que cambió significativamente el mapa de Europa. Porque Los días contados (1934), Las almas juzgadas (1937) y El reino dividido (1940), aunadas bajo el título de Trilogía transilvana, son un prolífico y exhaustivo retrato de los primeros años del siglo XX, los que condujeron a Europa a la Primera Guerra Mundial.

Bánffy pertenece a la prestigiosa saga de narradores que han dejado testimonio literario del hundimiento de un mundo. Lo hicieron también otros coetáneos suyos reconocidos mucho antes: Giuseppe Tomasi di Lampedusa con El Gatopardo en otra latitud geográfica, pero en la suya propia Stephan Zweig con La impaciencia del corazón o El mundo de ayer, Joseph Roth con su Marcha de Radetzky, Arthur Schnitzler, en El teniente Gustl y, aunque en un registro diferente, también Robert Musil en El hombre sin atributos. Con excepción del primero, todos ellos dan cuenta del ocaso del vasto Imperio Austro-húngaro desde la óptica de Viena; Bánffy viene ahora a completar la visión, del lado de Budapest y Transilvania, hasta ahora sólo documentado por Sandor Marai en sus Memorias de un burgués. Es cualidad añadida el hecho de que Bánffy -conde de Losoncz, perteneciente a una familia transilvana nobiliaria de tradición secular- conoce al dedillo, desde dentro, la sociedad que describe y, como político activo que fue, también protagonizó y fue testigo directo de los acontecimientos históricos del momento. Nadie mejor que él para pintar con información de primera mano este colosal y dilatado retablo histórico a través de matizadas atmósferas y tan variopinto elenco de personajes. Como si de un grandioso espectáculo se tratara, el autor pone en escena los acontecimientos de los ocho años que precedieron a la caída de la Doble Monarquía –la Kakania de Musil-, y en la primera línea de los focos a la clase política que la protagonizó, la nobleza. Enlazando con el más puro estilo de la novela realista y naturalista decimonónica -el de La Regenta de Alas, Madame Bovary de Flaubert, Ana Karenina de Tolstoi o Effi Briest de Fontane-, Miklós Bánffy despliega una palestra de protagonistas cuyo carácter plasma con autenticidad hasta los últimos rincones de su psicología. Ellos sirven a Bánffy para conducir al lector por los ambientes y situaciones necesarios para entregarnos un cuadro completo, rico en matices. Tres son los pilares en los que se basa el autor para tejer su compleja trama social: el conde Bálint Abády, embajador regresado a su tierra donde ocupará un escaño de diputado como político independiente, su amiga de la infancia Adrienne Milóth, víctima de un fracasado matrimonio y amante de Bálint, y el primo de éste, el músico László Gyeröffy, que nos adentra en el mundo de la vida disipada y de las deudas a donde le conducen su adicción al juego y al alcohol. Alrededor de estos tres ejes toman vida, dibujados con excelente pulso, un sinfín de caracteres representantes de la extravagancia enajenada, la frialdad calculadora, del chismorreo venenoso, de la ensimismada petulancia, la frivolidad amorosa, del honor ofendido, el enamoramiento apasionado, el zalamero servilismo o el cinismo recalcitrante, por nombrar sólo algunos atributos que recorren aquella sociedad. El autor húngaro no sólo se nos revela como maestro en la construcción de los personajes sino también en la de los ambientes, como cuando describe las tensiones entre los partidos políticos o las exuberantemente pormenorizadas escenas de caza y los fabulosos y matizados paisajes, que desgrana con todo lujo de detalles y en los que se entretiene con una exquisitez preciosista, que saben reflejar bien los traductores –excelso el trabajo léxico desplegado-. Trasciende aquí, y en general en toda la novela, la biografía del polifacético y culto autor, que además de político y novelista fue también pintor, dramaturgo, escenógrafo, músico e impulsor de la cultura húngara. En la voz narradora omnisciente, que pretende guardar la equidistancia del cronista neutral, se percibe claramente la simpatía del autor por el protagonista, Bálint Abády, que sobresale precisamente entre sus congéneres políticos por ser el único que se toma seriamente su quehacer en el parlamento. Así, la clase política de la época, representada por la aristocracia y la nobleza y dominada por la ambición de poder y las luchas internas de los partidos, nada atenta a las necesidades de la gente sencilla ni a los abusos de los aprovechados de turno sin escrúpulos, se nos presenta como la primera culpable del naufragio del imperio. Frente a todos ellos –no por casualidad le arrogará la cualidad de político independiente- el autor perfila una contrafigura que destaca como excepción, no sólo por su actitud responsable sino también por ser el único que persigue el objetivo de modernizar su sociedad. Bálint Abády –en muchos aspectos una réplica del autor- ejerce de político en el parlamento y fuera de él, detecta los males que aquejan a la sociedad de su tiempo porque conoce a la gente que los sufre y, como su creador –que había leído El Capital de Marx y colaboró con Mihály Károlyi, el político líder de la Revolución de 1918- simpatiza con el sistema de cooperativas, que intenta poner en práctica en los neveros de Transilvania.
Publicada originalmente en cinco tomos y concebida para un volumen más -que se perdió y del que tenemos conocimiento por el testimonio de la última criada de Bánffy y del párroco de Bonchida, el castillo propiedad de la familia del autor-, el texto adolece de algunas repeticiones, que se explican técnicamente por la intención de recordar al lector detalles que pudiera haber olvidado en la dilatada lectura. La novela, que como sus hermanas decimonónicas es muy extensa y apunta al gran público, roza en algunos momentos lo folletinesco –en las numerosas escenas amorosas- por la recurrente utilización de epítetos manidos, que no casan con la elegancia estilística predominante. Ambas deficiencias podrían tener su justificación en una posible publicación por entregas.
Bánffy, ya conocido como dramaturgo –Leyenda del Sol y Gran Señor, Attila- y como novelista por su Trilogía transilvana en los años cuarenta con éxito de crítica y autor también de cuentos, fue inhabilitado para la política en Rumanía, país al que en 1922 por el Pacto de Trianon, quedó anexionada Transilvania. Sus obras fueron prohibidas por los gobiernos comunistas de Hungría y Rumanía y el autor fue olvidado hasta los años setenta, cuando la crítica lo rescató tímidamente. En Transilvania su obra se reeditó en 1982, en Hungría no ha sido reeditada hasta 2006, después de que su hija publicara una versión inglesa de Los días contados. Aun a falta del tercer volumen, la Trilogía transilvana es sin duda la historia de la decadencia y desaparición de la aristocracia húngara y transilvana, la de una pérdida y la de los errores que condujeron a ella. Sin embargo no es nostalgia lo que el texto destila, sino la acusación de quien sabe que hubo una oportunidad que se perdió.

© Anna Rossell
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IRRACIONALMENTE HUMANOS

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DEZSÖ KOSZTOLÁNYI

Anna la dulce

Traducción de Judit Xantus

Ediciones B, Barcelona, 2003, 262 pp.

por Anna Rossell
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De no ser por el momento en que el autor sitúa la historia narrada –el año 1919 en Budapest, recién terminada la Gran Guerra-, la novela de Dezsö Kosztolányi (Szabadka,1885-1936) pudiera antojársenos mucho más antigua. Formalmente hablando y a primera vista Anna la dulce (Édes Anna) parece escrita en pleno naturalismo y no en 1926. Sin embargo se trata de un parecido engañoso. Y esta cualidad es precisamente, entre otras, una de las virtudes de esta obra maestra, que tantos consideran la más lograda de un autor, poeta, novelista y ensayista, admirado por Thomas Mann, del que lamentablemente sólo se ha traducido en España, antes de la que ahora nos ocupa, otra reputada novela, Alondra (Ediciones B, 2002).

Muchos son, en efecto, los rasgos naturalistas de la novela: el enorme protagonismo que el narrador cede a los diálogos, la incisiva e implacable crítica social, que se ensaña especialmente con la alta burguesía, la innegable simpatía con que el autor trata a la primera figura de la novela, Anna, representante de las clases más desfavorecidas, una muchacha huérfana de madre, de ascendencia muy humilde, que trabaja desde los dieciséis años como doncella en la capital húngara. Como en las más clásicas obras naturalistas tampoco falta la figura del doctor, un buen hombre, sensible, honrado y sincero que, perteneciendo a la clase bienestante, es el único de esta casta que se salva de los dardos envenenados del autor, rompiendo así el simplismo maniqueo del esquema que reparte virtudes y defectos, bondad y maldad, según se trate de pobres o de ricos, de parias o de burgueses, nobles o aristócratas, aunque sean venidos a menos.

Pero un autor de la talla de Kosztolányi no puede conformarse, en 1926, con escribir una excelente novela decimonónica. Y desde luego no lo hace. Sucede con los verdaderos genios literarios que su valía no se limita al magnífico dominio de la lengua, sino que, más allá de la buena escritura, manejan un conjunto de factores que saben explotar convenientemente para dar un valor añadido a su texto. En este caso ese valor añadido es, desde luego, mucho más que eso; es fundamental.

En realidad lo que hace el escritor magiar es aprovechar la forma naturalista, tan adecuada para el retrato de los ambientes y los interiores, para ponerla al servicio de uno de sus grandes objetivos: la crítica social. Pero es evidente que el autor persigue otros fines, al menos en primer término. Lejos de emular simplemente un estilo literario Kosztolányi subvierte el naturalismo, puesto que embute en su misma estructura formal una concepción del ser humano y de la sociedad, que no sólo difiere enormemente de la de los autores del XIX sino que se sitúa radicalmente en sus antípodas.

Desde luego Kosztolányi simpatiza con los buenos. No hay duda alguna de que Anna, la trabajadora y cariñosa Anna, y el reflexivo doctor Moviszter le caen bien. Y es cierto que el personaje principal de la novela, contrariamente a lo que sugiere el título, parece ser esa hipócrita, insensible, interesada, morbosa, desalmada e insaciable burguesía, superficial hasta la vulgaridad. Pero precisamente esta contradicción entre título y contenido es uno de los guiños del autor hacia el lector, es su modo de devolver al personaje de Anna la importancia clave que para su creador ella tiene en la novela y contrarrestar así la posible interpretación a la que erróneamente pudiéramos llegar a causa del mayor peso específico que ocupa en el libro aquella burguesía. El novelista pretende evitar que concluyamos que es la organización capitalista de la sociedad la razón de todos los males. Kosztolányi está muy lejos de pensar nada siquiera de lejos parecido. Él es un escéptico o al menos es enormemente proclive a desconfiar de la naturaleza humana en general. Porque el escritor húngaro no deja títere con cabeza: incluso Anna es, precisamente por su bondad, honradez y laboriosidad, una excepción en el grupo de las criadas, que también describe Kosztolányi y que no se quedan a la zaga de sus señores en superficialidad y falta de escrúpulos. Ni los explotados ni los comunistas se salvan de la quema a la que la socarrona y punzante ironía de la pluma del húngaro somete a sus personajes. Bien al contrario, el autor compensa con creces la menor atención que dedica a los oprimidos poniendo de relieve su vileza y mezquindad en situaciones en que se desenmascaran a sí mismos del modo más rastrero: como cuando en el primer capítulo nos presenta a uno de los fundadores del partido comunista húngaro, Béla Kun, huyendo del país tras el derrocamiento de la república de los sóviets, infantilmente abastecido de pastelitos de chocolate, cargado de joyas hasta los dientes y riéndose de los que se quedan, o cuando en logradísimos y divertidos diálogos, lacónicos pero exactos, el portero (hasta ahora comunista) Ficsor y el burgués (hasta ahora desaburguesado) Kornél Vizy se ponen al mismo nivel de oportunismo intercambiando un sinfín de “ilustrísimo señor” y “camarada” respectivamente, cuando aún es demasiado reciente la noticia del fracaso de la revolución. No, no cabe duda de que los representantes del proletariado salen igual o peor parados que los pudientes burgueses. Cuando menos son tenidos por gente más bien ignorante e inmadura, una masa aborregada e impersonal que se deja manipular y conducir fácilmente, proletarios a los que el narrador se refiere como a aquellos “obreros y aprendices … cantando, muy dispuestos y con total desconocimiento de causa, la canción que les habían enseñado, La Internacional”.

La encarnizada crítica que hace Deszsö Kosztolányi va dirigida al ser humano en general. En realidad la novela viene a demostrar la filosofía que en una ocasión manifiesta el doctor Moviszter: “No amo a la humanidad porque ni la he visto ni la conozco. La humanidad es un concepto abstracto … Jamás se ha presentado nadie ante mí diciendo que se llamaba ‘humanidad’. La humanidad no pide pan, ni ropa, sino que se mantiene a una distancia prudencial … Sólo existen Péter y Pál. Sólo existen los seres humanos”.

Pero el autor aún va más allá que el doctor, personaje cuyo modo de pensar indudablemente aquél comparte. Porque la última afirmación del médico “Sólo existen los seres humanos” testimonia al menos la fe en el individuo. Kostolányi, en cambio –y de ahí precisamente su modernidad y su cualidad de clásico-, coloca sobre el individuo un gran interrogante y sugiere que el ser humano es, y probablemente será siempre, un enigma para cualquier otro ser humano. La afirmación de la individualidad viene a ser una afirmación de la irracionalidad, que hace de las acciones de los hombres actos imprevisibles e inexplicables, más allá del bien y del mal. A Kostolányi le interesa subrayar la sustancia irracional de que están hechos los humanos y lo consigue, por contraste, tanto más cuanto que adopta para su novela la forma naturalista. En este marco, y para que no haya malentendidos, el autor se asegura de transmitirnos bien su escepticismo hacia el ser humano. Y elige para ello precisamente a los tres únicos personajes de cuya bondad menos podemos dudar: Anna, el doctor Moviszter y el periodista y poeta Dezsö Kosztolányi, que incorpora, como personaje de sí mismo, al final de la novela. Esa dulce Anna, cuyo inesperado y sorprendente comportamiento -que el autor deja sin explicación porque no la tiene- nos coloca ante el verdadero tema de esta obra maestra, ese buen doctor Moviszter, un escéptico cuyo intento de justificar racionalmente la acción de Anna no es sino un último ademán, desesperado y vano, para comprender lo incomprensible y, por si esto fuera poco, el propio Kosztolányi, que, para despejar cualquier posibilidad de que el lector le achaque la arrogancia del observador que se coloca por encima de estas miserias, se dibuja a sí mismo como otro Ficsor, otro converso de conveniencia que cambia de color como el camaleón, según cambia el ambiente político. Al hacerlo, y precisamente al final, el autor resta contundencia a la punzante crítica del principio, insinuando, como buen conocedor de Freud, que, en realidad, no somos dueños de nuestros propios actos.

Así, lo que ocupa verdaderamente el centro medular de la novela es ese comportamiento irracional de los hombres, un enigma que ha venido fascinando a los más grandes observadores y conocedores del alma humana antes y después de Freud y que tan magistralmente supieron plasmar escritores de la talla de Dostoyewski y Büchner.
La escena final, que pinta un cuadro típicamente naturalista, el interior hogareño de una apacible familia en la que el propio Kostolányi desempeña el papel de padre, se entretiene en la descripción del niño que juega a las hazañas bélicas con tanques y gas mostaza ante la apacible mirada de su madre, a quien aquél pide consejos de estrategia militar. El brutal contraste que ofrece este aparente idilio familiar con la naturalidad con que el angelical niño se entrega al juego de la guerra con la aquiescencia materna refuerza el escepticismo hacia el ser humano, que se dispone a repetir de manera recurrente los errores históricos de los que no aprende. No es casualidad que el narrador se refiera al hogar en que reina aquella supuesta paz como a una “silenciosa jaula de cristal”, como tampoco es casualidad que, además, el perro de la familia se llame precisamente Cisne y arremeta con sus últimos ladridos contra la mirada de quienes, desde fuera, están observando la doméstica escena del interior a través de la ventana. Cierto que la novela de Kostolányi es también el gran retrato de un desmoronamiento social, el canto del cisne del imperio austro-húngaro. Pero el autor anuncia premonitoriamente que la historia volverá a repetirse fatalmente, por más que el cisne haya cantado. La irracionalidad caracteriza la historia, del mismo modo que caracteriza al ser humano que la protagoniza.

© Anna Rossell

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